Cuba y los cubanos son un recurso que nunca se acaba. A veces, sin pensarlo, regresamos a la certitud de Piñera de que, en efecto, lo único eterno e imperecedero es que vivimos en una Isla rodeados de agua, pero sin las «malditas circunstancias». Lo irónico lo tomamos prestado para abrirnos, entre jirones, ventanas a la esperanza.
Para muchos de los que vivimos aquí, la identidad no es un concepto claro y nítido. Durante años Cuba ha sido mal identificada con atributos poco gratificantes para la autoestima nacional y, queriéndolo o no, hemos quedado reducidos a una suerte de imaginería popular atractiva y turística. No hemos sabido imponer una verdadera imagen cultural que, sin negar esta otra, expanda la mirada y potencie lo mejor de nuestra transculturación. Cuba es más que sol, más que ron y que mulatas.
Perder nuestra identidad tal vez sea, en estos momentos, un mal impensable; algo que de seguro nos atreveríamos a decir que no sucederá jamás. Y lucho para que así no sea aunque a veces siento que la trastocamos y la subvertimos, en busca de una reafirmación que a todos no nos llena. Otros, en cambio, intentan borrarla o recomponerla en ese empeño macabro por apropiarse de una cultura ajena, con nuevas estructuras simbólicas, y terminar en la ridiculez y la desfachatez.
Y cuando más percibo los humos de una fractura, más me reconforta ver obras que aluden a lo autóctono, sin distingos ni apegos superficiales. Y tal es así en La cara de Cuba, de Claudia Corrales quien, en un clima de marcada elegancia hace gala de lo efectivo que puede ser todavía el retrato de género, tan sobredimensionado y vacío en ocasiones. Ella, tal vez imbuida en el espíritu del fotorreportaje, hace un recorrido por esa otra realidad circundante para encontrar, en el entorno más inverosímil, una historia dibujada, una mirada colorida a través de las caras de la ciudad. Su camino no busca estereotipos sino puntos de confluencia donde distinguir lo más originario dentro de lo habitual. Así, por medio de encuadres sobrios y sencillos, logra transmitir un estado de análisis dentro de un contexto cotidiano, que inunda con su impronta. Claudia intenta, con sus Caras… desmitificar esa única visión que existe sobre la identidad cubana.
La identidad es un sentido de continuidad de nuestra experiencia. En ella se incluyen lo histórico, lo generacional y lo nacional, así como también los valores, las creencias y un sentido de pertenencia tan fuerte a algo supra individual que, muchas veces, no sabemos explicar: a algo que está más allá de nosotros mismos. Es, en suma, un ensayo complejo que contiene a lo representativo, a lo imaginológico, a la memoria, a las vivencias del tiempo, a la historia, a las emociones y a las prácticas más personales y colectivas; todo en un guiso maravilloso que nos gusta identificar como «lo nuestro».
La cara de Cuba, exposición fotográfica de Claudia Corrales —que puede visitarse desde el pasado jueves en el espacio K-51 Open Studio, en El Vedado—, propone una reconstrucción de esos conductos olvidados de nuestra identidad. A través de algunas figuras retóricas como la ironía, la paradoja, la analogía, la metáfora o la metonimia, la artista escudriña esta amalgama impresionante y barroca de configuraciones que conforman nuestra historia, para terminar por asumir lo contradictorio y lo plural, en pos de la concepción desprejuiciada de una imagen de todos: el eslabón más importante de nuestra propia identidad.
Deje un comentario