Cuenta una antigua leyenda que en la región etíope de Kaffa, los pastores del lugar comenzaron a notar que sus ovejas no dormían. El extraño comportamiento de los rebaños ovinos de aquella zona llamó poderosamente la atención de unos mercaderes árabes que habían cruzado el Mar Rojo para comerciar con los habitantes del entonces reino de Aksum.
Al poco tiempo de observar las inusuales costumbres de aquellas ovejas insomnes, se percataron que estas comían de unos arbustos que producían unos granos de colores brillantes. Una vez que llegaron a la conclusión los citados mercaderes de que aquellos arbustos eran la causa de la falta de sueño de los rebaños, percibieron las posibilidades de su empleo como estimulante.
Otra versión cuenta que dicho efecto fue notado por un pastor llamado Kaldi, quien ofreció los granos a los monjes y estos hicieron una infusión que lanzaron al fuego por su horrible sabor. Al poco rato comenzaron a sentir el agradable aroma de los granos merced a la acción del fuego y decidieron tostarlos antes de prepararlos, obteniendo una agradable y estimulante bebida.
Estos árabes, mercaderes al fin, introdujeron en su tierra el nuevo producto y lo expandieron por toda la península arábiga.
Pese a cultivarse por los pueblos árabes desde los primeras centurias de nuestra era, no es hasta los siglos XV y XVI que se populariza su consumo en Europa y es llevado a América, fundamentalmente por los colonialistas franceses, para ser cultivado en las fértiles tierras del Nuevo Mundo.
Se dice que el nombre de café, utilizado en casi todas las lenguas para denominar a este arbusto de la familia de las Rubiáceas, del género caffea, a su fruto y a la bebida que de él se prepara, proviene del vocablo Kaffa, región de Etiopía donde se supone es oriundo el preciado arbusto. Creo que es Etiopía de los pocos países donde no se le llama café y se le conoce como “bulna”.
La primera vez que me invitaron a tomar café en Etiopía, me ocurrió algo realmente simpático. Estaba yo casi recién llegado y me desempeñaba como jefe de la base hospitalaria del frente oriental, que funcionaba en el hospital de la policía de la ciudad de Harar y le brindaba asistencia especializada a las tropas desplegadas en esta parte del país.
El administrador etíope del hospital, un “chaleka” (capitán) de la policía, excelente persona y muy cooperativo con los médicos cubanos, me honraba con su amistad y manteníamos cordiales relaciones.
Un día que pasaba por mi oficina, me vio sirviéndome café de un termo, cosa muy usual entre nosotros los cubanos, y me preguntó qué era lo que yo tomaba. Le dije que café, e inmediatamente le ofrecí una taza, la cual rechazó con mucha gentileza y me dijo que así no se tomaba el café y, acto seguido, me invitó a su casa a tomarlo preparado por su esposa.
Acepté con placer la invitación y quedamos en vernos en su oficina al día siguiente después del trabajo.
Eran cerca de las cinco de la tarde del día indicado cuando llegué a la oficina de Tadese (creo que así se llamaba el capitán, si la memoria no me traiciona), y me lo encontré esperándome ya con la gorra puesta.
Después de los saludos de rigor, montó él en su auto y yo en mi UAZ soviético, y salimos por el portón principal del hospital. El coche de Tadese dobló hacia la derecha, detuvo su marcha brevemente, sacó la cabeza por la ventanilla y con un “follow me, doctor!” (¡sígueme, doctor!) tomó cuesta arriba en dirección a la residencia del personal médico cubano.
Dos cuadras antes de llegar a la calle de nuestra “casa de Fumanchú”, nombre con que bautizaron los hijos de Cuba a la gran casona donde vivían los médicos y técnicos de la base hospitalaria en esa época, mi anfitrión hizo otro giro a la derecha, y luego de recorrer aproximadamente 600 metros, volvió a doblar su auto, esta vez hacia la izquierda, y detuvo el vehículo justo frente a un gran portón situado al final de un muro de unos tres metros de alto, rematado con picos de botellas rotas incrustados en cemento para impedir su escalamiento.
Abrió la amplia puerta de madera trabajada con enchapes de arabescos y con una seña me indicó que entrara con mi carro.
Traspasado el umbral, apareció una casa de gran tamaño, de líneas modernas, pero con ese sello propio de las construcciones musulmanas. Un gran portal rodeaba la vivienda y bellos ventanales con rejas ornamentales de caprichosas figuras dejaban entrever amplias y ventiladas habitaciones. Un bien cuidado jardín ofrecía gran variedad de las más hermosas flores y el césped, recién podado, revelaba el esmerado cuidado que se le dispensaba.
Parqueamos en un garaje con capacidad para cuatro vehículos al menos y nos dirigimos a la puerta principal, que el capitán abrió con la llave, cediéndome el paso gentilmente.
La sala era proporcional a las dimensiones de la vivienda y exhibía un decorado y un mobiliario que hablaban por sí solos del buen gusto de la esposa a cargo de la mansión.
Tadese me invitó a sentarme y dos minutos después reapareció acompañado de una mujer de singular belleza, a todas luces su cónyuge.
Era la clásica beldad etíope; alta, esbelta, de tez oscura y rasgos faciales muy finos. Sus ojos, muy negros y almendrados, mostraban una mirada aguda e inteligente; el abundante pelo negro caía como una cascada de ébano sobre sus desnudos hombros.
El rostro formaba un óvalo casi perfecto, su nariz era recta, no muy prominente, y dos hileras de perfectos dientes de una blancura extraordinaria se asomaban en leve sonrisa entre unos labios carnosos, más bien rectos. Venía ataviada con un sencillo vestido de tirantes, de corte bastante convencional, pero que armonizaba perfectamente con su figura.
Tadese nos presentó, realmente no recuerdo su nombre, y en perfecto inglés, detalle este que me reveló que se trataba de una mujer instruida, me manifestó su gusto por tenerme de huésped en su casa y que esperaba que mi estancia fuese placentera. Siempre hablando en inglés, sabiendo que yo no dominaba el amárico, pidió permiso para cambiarse de ropas y preparar el café.
Aquello me llamó poderosamente la atención, y aunque “la curiosidad mató al gato”, el grado de compenetración y confianza que tenía con mi amigo capitán, me llevó a hacer la estúpida pregunta: “Tadese, ¿es acaso que tu esposa tiene miedo de ensuciarse el vestido haciendo café? La sonora carcajada debe haber resonado en toda la barriada y mi rostro tomó el color de la grana. Mi amigo, después de reírse a mis expensas por un buen rato, se disculpó por la risotada y comenzó a explicarme, con toda la paciencia del mundo, que en su país el tomar café es todo un ritual. Me contó la leyenda de las ovejas insomnes y de cómo la región de Kaffa en Etiopía se considera la cuna del café (para él, así como para todos los etíopes, esa aseveración no se ponía en duda).
Además me relató, con lujo de detalles, la importancia económica para el país de la producción cafetalera, que ocupaba casi una cuarta parte de la fuerza laboral en aquel entonces.
Cuando estaba ponderando las bondades del grano que se cosechaba en la región de Harar, uno de los mejores del país, llegó la esposa vistiendo un hermosísimo túnico blanco tradicional que resaltaba, aún más, su belleza. Acercó a una mesa, dispuesta al efecto, toda una serie de variados implementos, la mayoría de ellos desconocidos por mí.
Con una gran sonrisa se dirigió a mí y me dijo, con su voz melodiosa y suave: “Doctor Nelson, now let me show you, the way we brew coffee in Ethiopia” (Doctor, ahora permítame mostrarle, cómo se prepara el café en Etiopía).
Colocó cuidadosamente los utensilios sobre la mesa, después de cubrirla con un fino mantel blanco de hilo bordado. Comenzó a regar por el piso de baldosas pajas verdes y secas, que rodearon nuestros asientos, que según la gentil anfitriona, se hacía como remembranza del divino pesebre.
Después de encender varias piezas de incienso, llamado “etán” en lengua amárico, e inundar la habitación con su fragancia característica, prendió una especie de infiernillo, que a mí me pareció hecho de plata, y comenzó, en un pequeño caldero, evidentemente destinado a ese único uso, a tostar los granos del café que luego nos serviría.
En una “yevena”, vasija de barro en forma de ánfora con asa y pico largo, puso a hervir agua y los granos de café tostados los redujo a fino polvo en un mortero. El café pulverizado fue vertido cuidadosamente en la “yevena”, dejándolo hervir hasta que se percibió su delicioso aroma.
Mientras dejaba reposar el negro néctar, colocó sobre una mesa auxiliar, donde previamente había dispuesto tres tazas pequeñas con sus respectivos platillos y servilletas, recipientes de fina loza con rositas de maíz, dátiles y galletitas.
Tomando el ánfora del café recién elaborado y dejado reposar unos cinco minutos, la bella esposa del capitán escanció la aromática infusión en las tres tazas, inclinándose levemente y apoyando su antebrazo derecho sobre la palma de la mano izquierda.
La primera infusión suele resultar un café bien fuerte, muy apropiado al paladar de los cubanos. Luego se realizan, con el mismo polvo, dos preparaciones más, y a ese café, bastante más suave aunque no claro del todo, se le suelen agregar especias, tales como canela, anís, cardamomo o clavo de olor, que al inicio resultan extrañas al paladar caribeño, pero con el tiempo llegan a degustarse de forma muy agradable y placentera. Durante toda la ceremonia, que duró algo más de una hora, sostuvimos una amena charla sobre diferentes temas y compartimos un rato muy agradable.
De esta forma, los etíopes hacen del acto de tomar café todo un acontecimiento de confraternización social.
¡Bella costumbre esta de la ceremonia del café!
Hasta más ver.
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