Hace algo más de dos décadas argumenté ante un grupo de colegas reunidos en Caracas lo que algunos tomaron de inicio por un juego de palabras. Participábamos en un evento convocado bajo el lema de “La Cooperación para el Desarrollo Científico en América Latina”. Sostuve entonces – y lo hago también ahora- que en propiedad debe hablarse de la cooperación científica para el desarrollo (económico y social) en América Latina y el Caribe.
Hoy tal polémica parece superada por la evidencia, al menos en lo conceptual, pero los hechos distan mucho de marchar de acuerdo con la supuesta claridad de los conceptos. La ciencia en interacción recíproca con la tecnología y los procesos de innovación conectados con ellas, marcan hoy todas las facetas de la vida de la sociedad. Se impone entonces que los científicos y la sociedad en general reflexionen acerca de los nexos que existen entre sí y con la realidad circundante.
Para Latinoamérica y el Caribe, esa reflexión se vuelve ineludible tanto por razones éticas como por circunstancias de orden histórico, económico y geopolítico. En ese contexto general, ocupan un lugar importante las relaciones de interacción y cooperación científicas y tecnológicas.
Un apreciado amigo ya fallecido, el eminente médico, investigador y dirigente científico mexicano Hugo Aréchiga (1940- 2003), describió de manera elocuente la experiencia vivida hasta el presente en materia de ciencia e integración en LA y C, en la cuidadosa Introducción que redactara a la memoria que sobre el tema publicó el CONACYT de México en su revista Ciencia y Desarrollo, allá por 1998.
Desde sus primeros párrafos, el respetado experto resaltó a la integración como el ideal supremo de los pueblos de la región e identificó -con otras palabras- a la falta de voluntad política como la debilidad principal que han padecido los intentos integracionistas en el campo científico y tecnológico.
A casi dos décadas de haber sido escritas, vale la pena retomar textualmente sus palabras de entonces: “La integración latinoamericana es el gran proyecto de nuestra región, que heredamos desde el Congreso de Panamá, convocado por Simón Bolívar en 1826. Se mantiene incólume, pero a la vez irrealizado. Vigente más en el espíritu que en la acción, más en el sentimiento solidario que en la producción industrial, más en el catálogo de las aspiraciones que en el de las realizaciones. Sobre nuestra sólida base de cultura común no se erigen los importantes programas que todos deseamos.”
En la actualidad es aún más apremiante, si cabe, para nuestros países afrontar en profundidad el problema del desarrollo, su sostenibilidad ambiental y el rol en el mismo de la ciencia, la tecnología y la innovación. Se trata de una premisa indispensable para asegurar un papel a la región en el contexto de sus relaciones económicas y políticas con el resto del mundo y, en especial, con los grandes bloques de poder económico mundial.
No es concebible la integración entre países sin que su objetivo supremo sea el de impulsar y aportar en el orden cualitativo al desarrollo integral de sus participantes y esto a su vez no podrá alcanzarse sin un fuerte componente de cooperación -y de integración también- en los ámbitos científico y tecnológico.
El surgimiento de las sociedades industrializadas contemporáneas coincide en términos históricos con la eclosión de las tecnologías de base científica. Un rasgo progresista de esas sociedades ha sido el modo peculiar y altamente eficaz en que se ha articulado el componente científico y tecnológico con el resto de la actividad social, en especial con la esfera productiva.
A diferencia de ellas y como resultado de la dependencia colonial y neocolonial a la que han estado sometidos la mayoría de nuestros países, estos últimos adolecen a menudo de una especie de compartimentación irremediable de sus esferas de actividad, que se traduce en grados de desarrollo muy desiguales a lo interno de sus economías nacionales.
En cualquier caso, todo esfuerzo integracionista hace obligada la búsqueda de una organicidad entre ciencia-tecnología-producción-comercialización, semejante a la alcanzada por las sociedades industrializadas. En este enfoque hay que dejar un indispensable espacio para la investigación básica dirigida a lograr nuevos conocimientos, pero evitando cualquier mimetismo superficial con la agenda científica de los países ricos.
Un empeño realmente profundo de integración científica regional debería sustentarse en la selección cuidadosa de campos de investigación que puedan actuar como dinamizadores estratégicos del desarrollo económico regional, sin perder de vista la necesidad impostergable de aportar soluciones de fondo a los agudos problemas que aquejan a los países, entre ellos y en un primer plano el relativo a la pobreza, sus causas y vías de erradicación.
Cualquier empeño integrado por elevar el contenido científico-técnico de las acciones dirigidas al desarrollo económico y social debe encarar tales realidades. Todo esto supone el fomento y aprovechamiento, a los niveles nacional y regional, de capacidades científicas que puedan asimilar de modo creativo los avances mundiales y generar, en la medida necesaria, tecnologías propias.
Estas últimas podrán jugar un papel preeminente en asegurar la explotación racional de nuestros recursos naturales, brindar satisfacción a las legítimas aspiraciones de progreso social y entregar valor agregado a los renglones exportables.
Al hablar de esos y otros objetivos prioritarios, hay mucho que hacer por parte de la comunidad científica y por los mecanismos regionales de cooperación en cuanto a identificar y dar sustentación a objetivos viables. La estrategia que se adopte tiene que tomar en consideración equilibrada los aspectos puramente tecnológicos y económicos con las connotaciones sociales, culturales y también políticas que les están asociados.
La efectividad de un enfoque de ese tipo se demostrará en la medida que desborde el estrecho marco de lo nacional y se afinque en los elementos de identidad cultural, en el patrimonio de conocimientos autóctonos y en la riqueza que atesora la región en variadísimos recursos naturales.
La heterogeneidad de escalas y la estructura interna de las economías de nuestras naciones puede representar un factor de debilidad, como resultado en gran medida de la deformación tradicional de dichas economías hacia la satisfacción de demandas externas, sin tomar en cuenta las propias necesidades de desarrollo.
De esa diversidad puede derivarse sin duda una seria amenaza, si se cayera en el error de acudir desunidos a cualquier falsa forma de integración fragmentada con las economías de los países más desarrollados. Un error de ese tipo sería como repetir, en el siglo XXI, la lamentable frustración que marcó el advenimiento, en el siglo XIX, de la independencia sin unidad para los pueblos de América Latina.
No obstante, es un hecho que en un mundo como el actual, de grandes conglomerados socio-económicos, los que no sean capaces de integrarse irán siendo asimilados en los planos económico y cultural. La disyuntiva se presenta como integración o marginación y asimilación.
Frente a ese cuadro de debilidades y amenazas, nuestras fortalezas residen en nuestra dotación de recursos naturales, en la vitalidad y posibilidades de desarrollo de nuestros recursos humanos y en la raíz histórica y cultural que compartimos y que juntos debemos preservar.
En este como en tantos otros campos, constituye una guía de inestimable valor la reflexión de uno de los adalides indiscutibles de la integración latinoamericana y caribeña, el Comandante en jefe Fidel Castro.
El entonces Presidente de Cuba se refinó al tema durante la Primera Cumbre de Presidentes Iberoamericanos, en 1991, en la cual expresó que es preciso la instauración de mecanismos permanentes de colaboración y la implementación de proyectos y programas concretos.
De lo que se trataría, afirmó entonces el líder cubano, sería de “llevar a cada país lo mejor de las experiencias y los resultados de los demás en materia de desarrollo científico y tecnológico, la producción agropecuaria e industrial, la extensión y perfeccionamiento de la atención a la salud, la educación y demás servicios sociales, la protección del medio, la promoción de la cultura y cuantos otros temas sean susceptibles de un trabajo organizado y decidido de cooperación.”
Un factor clave para el éxito de estos propósitos será la medida en que las comunidades científicas nacionales hagan suyos estos objetivos superiores y logren a su vez hacerse escuchar y comprender en los niveles de decisión política de cada país. En todo caso, la utilización integrada del conocimiento disponible en la Región requiere de instrumentos eficaces que faciliten y promuevan su accesibilidad, adquisición y empleo.
Habría que vencer todas las barreras de carácter administrativo, técnico, cultural y financiero que puedan existir, para favorecer en cambio la circulación de datos, información y conocimientos entre los países. La cooperación científica debería expresarse ante todo en el impulso a la formación y retención de recursos humanos altamente calificados, capaces de asumir crecientemente un papel activo en las nuevas áreas productivas de conocimientos intensivos.
El proceso general debe atenerse, sin embargo, a normas éticas diáfanas y transparentes, que impidan que las acciones encaminadas a promover la complementación se conviertan, de hecho, en formas solapadas de robo de cerebros entre nuestros propios países.
Valga poner fin a estas modestas consideraciones con la evocación del pensamiento luminoso de uno de los grandes precursores de la integración. En su memorable trabajo "Nuestra América", que viera la luz en México en 1891, José Martí advirtió:
"Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tunden y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes".
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