Crítica en The New York Times
La bailaora cubana Irene Rodríguez le gusta dedicar una sonrisa coqueta a su audiencia y mira por encima del hombro mientras se pavonea saliendo del escenario. Lo hizo más de una vez el jueves en el Teatro Joyce, donde la Compañía Irene Rodríguez se presentó como parte del Cuba’s Festival de este teatro.
La señorita Rodríguez es una intensa y precisa bailarina; la palabra "fiera", tan utilizada con respecto al flamenco, en realidad le asienta perfectamente. Su estudiada expresión fue sólo un elemento más del espectáculo, del que fue la estrella inequívoca, y el cual se notaba estaba ensayado hasta el agotamiento. Se podía sentir que ella y sus seis bailarines (y en menor medida, los músicos) habían hecho esto antes y lo harían de nuevo.
Las coreografías más cautivadoras del programa de esa noche, comprendieron las cinco obras antes del intermedio y las cinco presentadas después. En la primera, la señorita Rodríguez, quien coreografió la mayor parte del programa, manejó sus castañuelas como armas, respaldada por sus bailarines, que eran igualmente hábiles con este instrumento. Iluminados por cuadrados de luces, tocaron en invisibles paredes y más tarde en el suelo a los pies de la señorita Rodríguez, agazapados en un semicírculo alrededor de su esbelta figura. El rugido de las castañuelas, mientras que el grupo se desplegaba suavemente, a través de formaciones simétricas, podría haber sido un grito de guerra.
En la última pieza, en un solo, Rodríguez, taconeó con una espontaneidad que no habíamos visto antes. Sus momentos: "ta-da!", que en otros lugares se desembocaron predictiblemente, se encendieron aquí sin previo aviso. Apoyándose sobre los talones y perforando con ellos el suelo, estuvo cerca de caer, lo cual se leyó menos como un error y más como un testamento de la fuerza detrás de sus movimientos. Deslizándose hacia su grupo musical, cuyos miembros estaban colocados en alto sobre una plataforma en la parte posterior del escenario, ella balanceó sus caderas y se echó el pelo largo y negro hacia atrás como si no lo hubiera planeado con antelación.
Entre las otras obras presentadas estuvieron: un trío de un declinado tango interpretado por la Rodríguez y sus dos bailarines masculinos (Víctor Basilio Pérez y Emilio Batista); un juego rítmico, con vestidos de colores brillantes, el cual mostró el cuerpo de baile femenino; y un duelo, de buen carácter, entre los hombres. El Sr. Pérez, que comparte el rango de solista con la señorita Rodríguez, ofreció un solo auto-coreografiado con un impresionante trabajo de pies. Sin embargo, en su organizada técnica también había algo automático, distante.
No fue hasta el final, cuando los músicos se unieron a los bailarines en su nivel para una juguetona coda, donde todo el mundo se relajó, y donde pudimos vislumbrar cómo eran estos artistas como personas.
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