Impreso ya el primer número de la revista, correspondiente a julio de 1889, José Martí le escribe el 27 de ese mes a Amador Esteva Mestre, un santiaguero con quien se había amigado años atrás en Nueva York, residente entonces en la ciudad de Guantánamo. La carta anunciaba que pronto le llegaría por correo un paquete con veinte ejemplares de ese número para su distribución por esa parte de Cuba, tarea que el propio Esteva asumió. En el texto Martí le decía: “Tanto el editor como yo vemos esto como empresa del corazón, y no de mero negocio.”
Es probable que para el editor, Aaron Da Costa Gomes, dueño de una tipografía en Nueva York, la obtención de ganancia fuera el acicate, aunque esa manera en que Martí se refiere a él permite reconocerle un interés cultural, educativo, expresado también por ser el autor del nombre de la publicación. Más no hay dudas de que el cubano no mentía al situar en el corazón y no en el bolsillo su labor como escritor.
Es cierto que durante su largo exilio en la urbe norteña Martí había sostenido a su familia con los pagos que recibía por sus “Escenas norteamericanas”, como él llamó a aquellos extensos trabajos acerca de la sociedad estadounidense que enviaba para varios diarios de Hispanoamérica. En esa labor tuvo que adecuar su mirada a la política editorial de esos periódicos, lo cual le hizo abandonar, como es sabido, sus envíos a La Opinión Nacional por no aceptar las exigencias de los dueños de ese diario caraqueño. Sin embargo, aunque sabemos por él mismo que en La Nación de Buenos Aires —la publicación de más larga presencia martiana en sus páginas— en algún momento le fueron censuradas algunas líneas, tanto en esta como en El Partido Liberal de México expuso con claridad meridiana en numerosas ocasiones sus hondos juicios críticos acerca de Estados Unidos, y hasta más de una afilada saeta penetró profundamente en los males esenciales de las naciones del sur.
Es seguro que su poder decisorio sobre lo publicado fue mayor cuando escribió para los mensuarios La América y El Economista Americano, redactados por él en su casi totalidad, pues del primero fue su director y en el segundo todo parece indicar que también tuvo esa responsabilidad. Pero cuando repasamos su dedicación al periodismo encontramos momentos en que intentó disponer de su propia publicación, no sometida su política editorial a un impresor o un dueño, ya fuera este una persona o una institución. Tales son los casos de la Revista Guatemalteca y de la Revista Venezolana, ambas, no obstante, fracasadas: la de Guatemala, porque nunca se llegó a imprimir; la de Venezuela, porque no pasó del segundo número cuando Martí no aceptó la imposición del presidente de ese país.
Comunicador total, pleno, tanto con la palabra escrita como con la oral, él asumió el periodismo, según dijo, como misión; una misión de servicio a las nobles causas e intereses que presidieron todos sus actos a lo largo de su existencia. Y La Edad de Oro es ejemplo magnífico de esa vocación misionera suya para promover seres humanos y sociedades mejores, originales, armónicas, para las mayorías, en pos de toda la justicia, como escribió en alguna ocasión.
Ello quizás explique esa obra de amor y ternura tan notable que fue su revista para los niños, y también para las niñas —a las que expresamente señaló—, de América, que constituye uno de los ejemplos más significativos de la madurez literaria de su autor y de su extraordinaria capacidad como editor. Mas también fue obra de amor porque el propio Martí estuvo enamorado de la revista; por eso, además de emplear muchas horas en su escritura y en seleccionar las ilustraciones, se ocupó directamente de su distribución por el continente, pues involucró a amistades como el propio Esteva Mestre; a Manuel Mercado, a quien envió 500 ejemplares del número 1 para su distribución en México, y al cubano Rodolfo Menéndez, residente en Mérida, Yucatán, al que no olvidó situar en su lista de envíos de la revista.
Preocupado porque La Edad de Oro llegara a sus destinatarios, escribió y remitió una circular y hasta cartelones de propaganda a varios países hispanoamericanos. Su entrega a la revista continuaba hasta la necesidad de mantenerse atento a su recepción: siguió ansioso los comentarios que se publicaban acerca de cada número y también los solicitó a sus amigos. A Amador Esteva le inquiere en la carta referida: “Dígame si he salido airoso, y si he dado con la manera de hablar con la gente menor.” A Mercado le demanda así en carta del 3 de agosto de 1888: “Dígame, de veras, lo que los niños de su casa han dicho de él, como niños, y lo que a Vd. como a hombre, le parece. —” Obsérvese cómo Martí quiere saber la impresión de un adulto culto y lector como el mexicano, mas no olvida a los niños, quienes constituyeron el objetivo de su escritura.
En esas mismas letras a Mercado le explica su decisión editorial: “…entro en esta empresa con mucha fe, como cosa seria y útil, a la que la humildad de la forma no quita cierta importancia de pensamiento.” Modestia expresan las palabras claves que subrayo, indicativas, a mi juicio, de que buscaba en el amigo la confirmación de la valía de sus esfuerzos: él lo sabía; pero necesitaba las opiniones del otro.
Claro que no podía dejar de poner su alma entera en la revista, dados los propósitos que le animaban a ello, como dice en la ya citada carta a Mercado: esa era “una empresa en que he consentido en entrar, porque, mientras me llega la hora de morir en otra mayor, como deseo ardientemente, en esta puedo al menos, a la vez que ayudar al sustento con decoro, poner de manera que sea durable y útil todo lo que a pura sangre me ha ido madurando en el alma.”
¿Qué le “había ido madurando”? A continuación lo refiere así al mexicano, en frases que plasman la política y la estrategia editorial que siguió en La Edad de Oro.
“…ya que me la echo a cuestas, que no es poco peso, ha de ser para que ayude a lo que quisiera yo ayudar, que es a llenar nuestras tierras de hombres originales, criados para ser felices en la tierra en que viven, y vivir conforme a ella, sin divorciarse de ella, ni vivir infecundamente en ella, como ciudadanos retóricos o extranjeros desdeñosos nacidos por castigo en esta otra parte del mundo. El abono se puede traer de otras partes: pero el cultivo se ha de hacer conforme al suelo. A nuestros niños los hemos de criar para hombres de su tiempo, y hombres de América. —Si no hubiera tenido a mis ojos esta dignidad, yo no habría entrado en esta empresa.”
En consecuencia, con la satisfacción del que recibe muestras de aprecio por su labor, continúa expresando al amigo mexicano cómo ha recibido reconocimientos por esta obra: “Los que esperaban, con la excusable malignidad del hombre, verme por esta tentativa infantil, por debajo de lo que se creían obligados a ver en mí, han venido a decirme con su sorpresa más que con sus palabras, que se puede publicar un periódico de niños, sin caer de la majestad a que ha de procurar alzarse todo hombre.—“
Se trataba para él, pues, de mantenerse a la misma altura, y el consiguiente reconocimiento, alcanzado antes con sus escritos para los periódicos. Y esa era una satisfacción tanto desde los ángulos literarios como desde los de pensamiento.
No deja de ser interesante que otra de las personas que le pasaron su opinión acerca de la revista sea Rafael Serra, ya en 1889 muy cercano a Martí en la emigración cubana de Nueva York, donde ambos residían, y que luego sería uno de los más importantes puntales de su labor organizadora para la libertad de la patria a través del Partido Revolucionario Cubano y colaborador sistemático de la tarea de propaganda y concientización en el periódico Patria. Se trata de Rafael Serra, persona de origen humilde, negro, impulsor de la Liga —la asociación de trabajadores en la que Martí impartía clases— y absolutamente leal hasta el fin de sus días a las radicales ideas martianas y a su justiciero proyecto de transformaciones revolucionarias para Cuba. En comunicación de agosto de 1889 le dice Martí en la despedida: “… su amigo que tiene en mucho lo que le dice de La Edad de Oro. Paso sus párrafos al administrador. Para mí, —Vd. lo ha visto como es, — esas cosas de niño son un trabajo del alma, que está bien pagado con que hombres del temple y limpieza de Vd. me lo tengan en cuenta.” Estoy seguro que, de no haber sucedido el triste fin de la revista tras el número de agosto.
Meses después, el 26 de noviembre, le cuenta a Mercado que ha sabido de un texto de Manuel Gutiérrez Nájera, el poeta y periodista mexicano también colaborador en el diario El Partido Liberal como el cubano, en que este habló “con bondades solo suyas, de La Edad de Oro.”
Así, los juicios del fino poeta y del patriota emigrado sin el reconocimiento literario de aquel, fueron apreciados por el escritor magnífico de la revista, y seguramente asimilados, como prueba feliz de lo valioso de su entrega a esa empresa, solo realizable por la férrea voluntad y la descomunal capacidad de trabajo de su autor, quien se excusaba el 17 de octubre de ese año con el amigo argentino Miguel Tedín por la demora en responderle a una carta suya por hallarse enfermo, los “muchos quehaceres” de la conmemoración del 10 de Octubre en Nueva York, y por sus múltiples ocupaciones habituales, que relata así: “Después La Edad de Oro, el artículo diario de México, el consulado, que es un entra-y-sale en estos días de congresos y delegaciones, y muchas cosas más…”
Entre esas obligaciones que le ocupaban tanto tiempo y le llenaban de preocupaciones la mente, se destacan los preparativos para la Conferencia Internacional Americana, convocada para Washington por el gobierno de Estados Unidos, del que Martí comprendió inmediatamente sus objetivos expansionistas y, particularmente, el intento de hallar apoyo a la anexión de Cuba al vecino norteño. Aquella fue una singular batalla diplomática y periodística emprendida por Martí tempranamente y acrecentada desde el mes de octubre de 1889. Se ha de destacar cómo, sin embargo, ni la cantidad de páginas de la revista, ni su excelencia literaria, ni su diversidad temática se vieron afectadas por esa enorme cantidad de tareas y de angustias que atenazaban al Maestro.
Estoy seguro de que para él fue una pérdida irreparable cesar la publicación que con tanto esfuerzo y amor dio como resultado cuatro números, convertidos hace mucho en todo un clásico de la literatura para niños de nuestra lengua y de las letras hispanoamericanas.
Cuánto dolor trasunta su explicación a Manuel Mercado, el 26 de noviembre de ese año, de ese triste e inesperado final de algo que marchaba exitosamente y que, dice: “Es la primera vez que, a pesar de lo penoso de mi vida, que abandono lo que de veras emprendo.”
La razón está en sus palabras al amigo mexicano: “…La Edad de Oro, que ha salido de mis manos—a pesar del amor con que la comencé, porque, por creencia o por miedo de comercio, quería el editor que yo hablase del ‘temor de Dios’, y que el nombre de Dios, y no la tolerancia y el espíritu divino, estuvieran en todos los artículos e historias. ¿Qué se ha de fundar así, en tierras tan trabajadas por la intransigencia religiosa como las nuestras? Ni ofender de propósito el credo dominante, porque fuera abuso de confianza y falta de educación, ni propagar de propósito un credo exclusivo. Lo humilde del trabajo sólo tenía a mis ojos la excusa de estas ideas fundamentales. La precaución del programa, y el singular éxito de crítica del periódico, no han valido para evitar este choque con las ideas, ocultas hasta ahora, o el interés alarmado del dueño de La Edad.”
El escritor sometido a la necesidad de vender su capacidad creadora, ese gran drama comenzado a vivirse masivamente por la cultura artística y literaria de finales del siglo XIX, lo sufrió Martí ante quien él mismo llama “el dueño” de La Edad de Oro. No podemos precisar si estaba plenamente consciente al atribuirle la propiedad de la revista a Da Costa Gomes, aunque ya al usar la palabra “dueño” y no “editor”, como hizo en textos anteriores, Martí nos indica que en el plano práctico este lo era a diferencia del escritor que, además armaba la publicación en todos sus detalles. Y al que por eso hoy llamaríamos autor y editor. De ese modo, tal propiedad sustentada en la capacidad monetaria para imprimir y hacer circular la revista para su venta, se impuso sobre su “dueño” intelectual. Para aquel, la publicación era una mercancía; para este una obra cultural y educativa. Es el drama de la creación en la modernidad el que atenazó a Martí, quien, dignamente, renunció a cambiar las reglas de juego de su hermosa obra porque entonces se convertiría en otra cosa.
Es probable que muchos lectores hayan quedado sorprendidos al ver que se suspendía la revista y con seguridad la gran mayoría de quienes la compraban para sus hijos —y quién sabe si hasta para leerla ellos también— nunca supo la verdadera causa de ello. Pero hay pruebas de que muchos atesoraron sus cuatro números y el siglo XX las convirtió en un libro que hoy pasa con largura del centenar de ediciones, incluidas varias en otras lenguas. Leída masivamente por varias generaciones de niños cubanos, con ediciones de miles de ejemplares que desaparecen en pocas semanas de las librerías del país, La Edad de Oro es, junto con sus Versos sencillos, la otra pieza de las letras martianas más leída por la posteridad en su patria, y figura entre las más prestigiosas creaciones en el mundo de haba española.
Ahí está, pues, la gran victoria martiana, la demostración de la enorme fuerza de su entrega amorosa, de su sueño de contribuir a formar un mundo y personas mejores, de que su dedicación a La Edad de Oro no fue tiempo perdido.
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