La era de la croqueta.


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Uno de esos recuerdos imborrables de mi infancia está asociado al hecho de haber sido estimulado por mis abuelos a conocer casi todos los barrios de la ciudad. Para ese entonces, comienzos de los años setenta, La Habana aún se ufanaba de sus cuarenta y tres barrios insignes y dejaba espacio para los que comenzaban a proliferar y que definirían  la ciudad que se adentraba en el fin del siglo XX.

Coincidentemente en aquellos momentos tuve la suerte de tener parientes, amigos y conocidos en muchos de esos barrios y visitarlos; sobre todo los fines de semana o en fechas vacacionales. Fue en algunas de esas estancias que conocí de las leyendas y de los personajes que definieron el carácter de ciertos barrios. No voy a negar que muchas de esas historias no siempre dejan una buena enseñanza ni son dignas de contar; pero ellas definen folklóricamente los lugares y moldean algunos caracteres.

Fue en esos años en que los puestos de ventas de “el pan con croqueta, el pan con frita o con tortilla” convivían con sus versiones menos sofisticadas: todos al plato. Fueron años de croquetas facturadas con determinados ingredientes de los que la ciencia no ha dado definiciones exactas, pero que nos alegraron la vida. Y algunos nos convertimos en adictos irremediables de su sabor.

No había rincón o esquina potencialmente interesante de un barrio en esta ciudad que no tuviera, ubicado en un portal o un sitio estratégico, uno de aquellos armatrostes dedicados a la venta de esos manjares, que permanecía abierto mientras hubiera clientes productos.

Como este es un ejercicio de memoria social espero que nadie se escandalice si le comento que aquellos manjares no pasaban de costar un peso. Las croquetas o las fritas al plato cincuenta centavos; si era con pan,  llegaba al peso su costo. Aunque siempre era negociable con el vendedor la ausencia de cinco o diez centavos. Sobre todo, si se era nacido y criado en el barrio.

Había algunos de ellos que eran emblemáticos. Generalmente, por los niveles de decoración y la fama de quienes en ellos trabajaban.

En este momento recuerdo algunos  que siempre me impresionaron, o al menos son los que más asocio a cierta etapa de mi vida cuando cruzo por los lugares en que estaban situados.

El primero estaba en el cruce de la ciudad conocido como La Palma; y no era realmente un solo puesto, había unos cuatro separados entre sí por al menos dos metros y cada uno pintado de distinto color –por norma general eran estructuras de aluminio y cristal con un bombillo en la parte superior—y decorado cada uno con una colección de perritos de plástico o goma, de aquellos que vendían en Flogar o en Fin de Siglo.

Y en el frente de cada uno de aquellos “puestos” había dibujada una silueta femenina al estilo de las “Criollitas” de Wilson y bajo el dibujo el nombre del vendedor. Por estar situado en un punto de intersección de la ciudad aquel lugar, que era en ese entonces una plaza solariega con piso de grava en ese entonces, era bastante concurrido.

Otro punto de venta famoso de croquetas al plato y fritas, estaba situado a la salida del emboque de Regla. Su posición estratégica era tal que lo mismo recibía que despedía a quienes se aventuraban a llegar a ese poblado de la ciudad. Su peculiaridad estaba no en la decoración; sino en el hecho de quien allí trabajaba había soldado al techo del armatroste una bocina de barco que hacía sonar cada vez que llegaba o salía una de las lanchas que hacía la ruta entre el muelle de Luz y el emboque de Regla.

Me contaba el director de cine Arturo Santana –que emigró del Vedado a Regla siendo niño—que aquel establecimiento tenía acoplada una grabadora con sus bocinas y que solo se escuchaba allí la música del conjunto Roberto Faz. Y que su dependiente tenía por costumbre antes de comenzar la venta, dejar una flor a la entrada de la iglesia de la Virgen de Regla. Más auténticamente reglano no podía ser.

En la zona de la playa de Marianao estaban “los jimaguas”. Sus puestos  estratégicamente situados a medio camino entre las paradas de las rutas 32 y 132. Cada uno de ellos en una esquina. Comerse allí una croqueta o una frita era un acto heroico, sobre todo si era hora en que salían las personas de la playa.

Pero el lugar más increíble para comerse una croqueta al plato o una frita era el puesto de Everardo, o simplemente “media letra” como le decían algunas personas del barrio. Nunca supe por qué le llamaban “media letra”; se rumoraba que había sido maestro de geografía, pero sus cuerdas vocales se dañaron con el polvo de las tizas de marcar los pizarrones.

En fin, que el hombre se sumó al torrente gastronómico de aquellos años y se convirtió en el “vendedor por excelencia” de todos nosotros en el barrio. No olvido que encontró como lugar ideal para sus ventas una esquina techada situada en el cruce de las calles 17 y O; es decir donde mismo estaba situada la pizzería más concurrida de la ciudad y era conocida como La Piragua y que vendía las 24 horas.

Él sabía que la espera para comprar una pizza podía ser de una o dos horas según el caso, por lo que sus ventas eran fabulosas, tanto que uno de sus vecinos le servía como “utiliti de frita”. Es decir, estar pendiente de surtirle el producto que muchas veces debía ir a buscarlo a un par de kilómetros del punto de ventas; cosa que solucionaba alquilando un “chevi”.

Everardo se mantuvo con su puesto de fritas y croquetas al plato por años. Como muchos de los que nacimos en aquel pedazo de ciudad disfrutábamos de ciertas prebendas a la hora de comparar en su puesto; y en más de una oportunidad nos fió un par de croquetas; o fue el medio de pago que utilizó cuando necesitaba nuestros servicios; sobre todo para buscar en casa de su hermana un pomo de agua bien congelado y enfrentar el calor de la fritura por horas.

En ese lugar fue moldeando el carácter de sus hijos y de algunos de nosotros. No olvido que si se anunciaba un cumpleaños en el barrio su misión era aportar las croquetas, aquellas que todos llamaban “croquetas al cielo” y que comíamos de dos en dos o de tres en tres, incluso cuando su precio ascendió de cincuenta centavos a un peso y un poco más.

Todavía nos lo podíamos permitir.

Hoy, treinta años después de haber visto por última vez a Everardo, he descubierto en un rincón del edificio FOCSA los restos de lo que fuera su puesto de croquetas y frituras. Debió ser el suyo, pues en nuestro barrio nadie más se dedicó a eso. El tiempo ha hecho mella en su estructura y es un amasijo de metal allí tirado, todavía es posible ver partes de su fogón marca Pike que necesitaba precalentamiento con alcohol.

Su lugar en La piragua hoy lo ocupa un establecimiento que derrocha cierto lujo, donde el vendedor es un alma fría y errante que no mira a los ojos a su cliente a menos que le extienda la nota de pago.

Y las croquetas de estos tiempos no me dicen nada.


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