Para prologar esta antología, siendo expedito y conclusivo, bastaría con solo repetir un verso: La flecha está en el aire. Pero no siempre la síntesis consigue ser la vía más adecuada, entre otras cosas porque aquí se compilan cinco décadas de creación poética, esa maravilla que atraviesa campanas y va dejando un eco de constante batallar con la palabra. Además, Waldo Leyva (Remate de Ariosa, Remedios, Villa Clara, Cuba, 1943), con el verbo siempre vigilante, pero jamás inasible o parapetado detrás de gruesas rocas, exhibe hoy una excelencia literaria que lo ubica entre los mejores poetas de Hispanoamérica. Explicado lo anterior, doy paso a una primera impresión: eje tonal, emoción contenida, maestría de la madurez y coherencia poética. Cada palabra es un murmullo de latido pleno, cada línea de verso (búsqueda, angustia o esperanza) es un segmento de piel que se dispara. Y así, como si nada, después de tanto ajetreo existencial, veo al hombre, al hombre entero, desnudarse pletórico de luna y sinceridad.
Ya lo dije: La flecha está en el aire, entonces el poeta, con gala y destreza, cabalga encima de una saeta que trasciende las fronteras de lo anecdótico y perfora las urdimbres que a diario padecemos los seres humanos en busca de luces que al final nos abran nuevamente los caminos. Ese estado de éxtasis infinito, mitad visión y mitad magia, permite que Waldo Leyva palpe el porvenir y después lo regrese a su lugar de siempre, estremeciéndose todavía con las mismas cosas que provocaron sus asombros de niño. ¡Vaya paradoja! Aquel infante analfabeto que vivía entre cañaverales y cocinas de carbón, pasó a ser con los años un altísimo hacedor de poesía, algo que en este libro-mundo se registra sin sombras; siendo la palabra serena (nunca fría) y el afilado pensamiento (nunca falso) dos portentos que al final le dejan al lector una sacudida que bien pudiera definirse como fascinación, lo mismo que el autor sintió a la hora de compilar poemas que habían sido escritos en diferentes épocas.
La pluralidad de los temas, dable con mayor énfasis porque estamos en presencia de una bien pensada antología personal, multiplica el alcance de La flecha, dueña de una mirada que puede viajar de un punto a otro sin perder la gallardía que brota del rigor; lo que al mismo tiempo, y sin exageraciones de ningún tipo, permite el acercamiento con una total libertad de acción: leer desde el inicio hasta el final, desde el final hasta el inicio, o desde la mitad hasta cualquiera de los dos extremos. Simple y llanamente porque cada poema de Waldo Leyva es una ciudad, un país, un planeta, donde el hecho de hacer una lectura ordenada no tiene la menor importancia. Él lleva consigo un plus extra-virgen: vivir y escribir rodeado de fantasmas. De ahí que recurra a su oscuro esplendor para asumir lo caótico desde una perspectiva visionaria que deja en un segundo plano las murallas gramaticales y logra penetrar la verdad con desnudez de alma, fusionando los diferentes matices de su voz con un estilo extraordinariamente propio, despejado de ataduras que le resten autenticidad a los sonidos interiores, donde el poeta encuentra su única y verdadera salvación. Usted decide, ¿final o principio?
Puede que en las líneas anteriores esté la clave de todo el libro: esculpir el verso desde una óptica literaria donde lo que prima es un contenido síquico para nada hueco. Ese contenido, dado el poderío de su fuerza intrínseca, provoca de inmediato una impresión (también síquica) y esto último, en un abrir y cerrar de ojos, queda transformado en comunicación. Contenido, impresión y comunicación con el lector; algo que poco a poco fue fijándose en los hilos sensoriales del propio poeta hasta llevarlo a edificar una poesía orgánica, de profundo carácter, pero comprensible en toda la extensión de la palabra. Basta con leer un par de veces cualquiera de sus textos para después, oh mágica resonancia de la palabra, adueñarse de títulos, versos y estrofas completas; un proceso sicológico (peripecia silenciosa) que ocurre por obra y vuelo de la propia poesía; que en su caso se presenta como una filtrada expresión del sentimiento, emoción del ayer, ficción del recuerdo o parábola de la nostalgia.
Cautivo todavía de los párrafos anteriores, ahora soy yo quien lo cita de memoria:
…Voy a soplarte un poco el esqueleto
para verte entrar de nuevo a la ciudad
dando gritos,
llenando de poesía las paredes,
los parques,
las ventanas,
como si el hambre fuera un poeta desesperado
y la ciudad
un pedazo de pan inalcanzable…
Estos versos aparecen en el libro De la ciudad y sus héroes (1974). ¿Cuaderno inicial, ópera prima o develamiento de un estremecedor mundo poético? Yo pienso que lo tercero es la definición más acertada, adicionándole un aderezo que para mí tiene un valor medular: De la ciudad y sus héroes marcó el tono poético definitivo de Waldo Leyva, quien de allá para acá no ha dejado de crecer como poeta. Pero ojo: él crece o evoluciona hacia adentro. Bueno, ¿y eso por qué?, podría preguntarse extrañado algún que otro sujeto de silueta difusa. Ante ese caso, he aquí la respuesta: porque desde su primer poemario, alejándose de concesiones o miramientos, asumió la poesía como una actitud ante la vida, como una alta forma de expresión donde no hay espacio para el artificio, la anarquía de ideas o para esa peligrosa trampa idiomática que es la lentejuela mental y verbal. Quien se acerque a este libro o cantidad hechizada, sabiendo de antemano que La flecha está en el aire, hallará un corpus discursivo que aporta júbilo estético; donde igual se identifican los nexos entre el tropo poético, el pensamiento y el conocimiento; pero todo sustentado en los oficios del amor, la identidad de inalterable rumbo y el apego consciente a la nación cubana. ¿Percepción de emociones? Por supuesto que sí, escritas sobre el papel durante muchos años de nupcial apego a la poesía, cuya dramaturgia integral nos revela una constante búsqueda de oxígeno a través de la memoria, sin dejar de apreciar que aquí la memoria es parte esencial del porvenir.
En esta antología, o compilación, o selección, o libro simplemente, como resultado de una mágica ilusión creacionista, logran unirse poeta, poema, poesía y sobresalto emotivo. Lo íntimo se vuelve universal, y lo universal se vuelve íntimo. Ahora bien, la génesis de esa virtud (imán devorador con el que cuentan muy pocos autores vivos) está dada porque en Waldo Leyva la vibración poética es siempre interior. El estallido transparente y subversivo de su verso, de indudables valores gnoseológicos, filosóficos y lingüistas, encuentra en el sentir de la vivencia su punto máximo de expresión. El primer poema que aquí se registra, perteneciente a la sección “Del tiempo y sus rituales” (poesía inédita), lleva por título Memoria del padre; y el texto que cierra el libro, incluido en la sección “De la ciudad y sus héroes”, es una colección de cinco poemas dedicados al valeroso-joven-mártir cubano Frank País. ¿Viaja o no viaja La Fecha? Y da igual si el recorrido se hace del presente al pasado o del pasado al presente; porque el magisterio textual del poeta, donde también se observan influencias clásicas (hispánicas o no) y más recientes, tiene un condimento que no puede pasarse por alto: la visión, que en su obra, sin perder claridad y economía, se identifica así: cualidad irreal, lazo entre lo irreal-real y existencia de una percepción brumosa. De esa forma Waldo Leyva se adueña de la palabra exacta, digamos que se adueña de una palabra que tiene fondo blanco, solo dable en los hombres, en los escasos hombres, que visten el traje de grandes poetas.
Los poemas suyos que podemos definir como los más íntimos, dada la secuela del fondo blanco ya mencionado, adquieren de inmediato una anchura cósmica que despierta hechizo. Para él no existe otro destino que el manantial inédito, y ese manantial inédito no puede ser una reproducción fotográfica de la realidad. Hasta en las líneas que podríamos llamar versos “puentes”, centellea un punto de unidad entre lo racional y lo irracional; quedando demostrado con ello que su poesía se levanta sobre un universo de sensaciones íntimas; y que por lo tanto, no es imperativa, es de elección, invariablemente de elección. ¿Acaso la huella de un estado de ánimo que ya cumplió cincuenta años, o es que se trata de una poesía que durante el mismo tiempo ha sido siempre el ánimo de un estado? Yo apuesto por lo segundo con los ojos cerrados; dado que Waldo Leyva, de igual manera un ensayista de grueso calibre, se debate a diario entre la soledad y la sorpresa. Por eso su principal asidero es y será siempre el enigma, la angustia testimonial que en un momento determinado lo hace mirar con valentía la parte invisible de la foto; algo que a mí, cuando lo analizo desde otro ángulo, también me trasmite una esclarecedora sensación de arraigo y resistencia. Leer, entender y sentir a Waldo Leyva, en pleno siglo XXI, lleva consigo un elevado compromiso de orden espiritual, ya que su obra, su obra toda, le imprime un sostenido principio ético a la poesía que actualmente se escribe en lengua española, aportándole un sello de especial singularidad y esbeltez.
Como estamos frente a un poeta que asume la poesía con el mismo temple que asume su propia existencia, es lógico que La flecha, a veces con especial y coloquial ternura, nos lleve a identificar otro logro poético de indudable valía: el encantamiento post lectura. Ya no es él la persona que escribe estos versos. Es usted, soy yo y es aquel hombre del futuro que acaba de doblar la esquina. Los tres, en la más absoluta soledad, tratando de sostener una conversación con esa fiebre creciente o menguante que alguien llamó vida y que a diario se presenta en las cosas más simples.
Quiero que el veintiuno de agosto
del año dos mil diez,
a las seis de la tarde, como es hoy,
pases desnuda atravesando el cuarto
y preguntes por mí.
Si estoy, pregunta, y si no existo,
o si me he extraviado en algún lugar de la casa,
de la ciudad, del mundo,
pregunta igual, alguien responderá…
Pueden caer meteoritos y azotar huracanes, pero cuando quiere detenerse la tarde, hay que llamar a Waldo Leyva. Su voz se hace imprescindible. Ahora recuerdo Con mucha piel de gente (1982), El rasguño en la piedra (1995), La distancia y el tiempo (2003), Breve antología del tiempo (2008), Los signos del comienzo (2009), El rumbo de los días (2010), Intimidad de la madera (2012), Cuando el cristal no reproduce el rostro (2013), El espacio en que habito (2015) y El dorso de las cosas (2016). Yo pregunto, ¿su poesía tiene forma humana? He ahí el entresijo de lo indefinible. Una realidad que se hace mucho más nítida cuando advertimos que el poeta, libre de “ismos” que encasillen, no comunica un contenido anímico, sino su contemplación. Dicho de otra manera: la poesía de Waldo Leyva no comunica lo que se siente, sino la contemplación de aquello que se siente, produciéndose una maravillosa complicidad entre el autor y el lector.
Detiene mi recorrido “El rasguño en la piedra”, sección ubicada más o menos a la mitad del libro. Tras advertir primero un complejo proceso de asociación de ideas, me encuentro después con un rasgo de suma jerarquía: el arte de flexibilizar la sintaxis y enriquecer el léxico. Leo y releo. Necesito volver a estos poemas dejándome llevar por la asonancia del tiempo. Subrayo superposiciones temporales, espaciales, situacionales y de los significados. Subrayo dinamismo expresivo, reiteración, ritmo, encabalgamiento, ruptura del sistema y técnica dilatoria, excelencias de su expresión que igual están presentes en libros anteriores y posteriores. Pero una cosa es la poesía en sí (hermética de nacimiento) y otra bien distinta el lenguaje que se utiliza para hacerla. Descifrar un poema no es lo mismo que entenderlo. Entenderlo es sentirlo, es hacerlo táctil. Y eso, precisamente eso, es lo que ocurre con la obra poética de Waldo Leyva. Lo de ayer parece escrito hoy, y lo de hoy parece escrito ayer. Esa virtud interior, unida a todas las otras que estoy intentando revelar, conforman de conjunto una obra serena, ecléctica y lúcida, donde el poeta se siente parte activa de la historia; protegiéndose a su vez de la intemperie que a diario impone la propia vida, a veces demasiado filosa y a merced de dimensiones que trascienden el tiempo real. ¿Qué hacer frente a ese drama inevitable? Valga lo que hace Waldo Leyva desde que amanece: refugiarse en su propio tiempo, por un lado transitorio y por otro vital, dígase la palabra y el espejo como protagonistas de sus días o eras imaginarias. Solo así logra advertir que a veces vienen ruidos. ¿Ruidos?, ¿ruidos de dónde? Waldo Leyva nos dice que de la propia existencia humana: estallan frutas y volutas de fango y magma incandescente y hombres y pupilas de pájaros y fragmentos del aire…Entonces comprendo la insurrección de su palabra cuando, a veces con trazos intertextuales, elegíacos y resonancias metafísicas-heterodoxas, se enfrenta a un muy personal juego de ausencias.
Si ya no estoy cuando resulte todo,
cuando el tiempo en que vivo ya no exista,
cuando otros se pregunten si la vida
es el triunfo del hombre, o es tan solo
un perenne comienzo, un grito sordo,
el rasguño en la piedra, la porfía
inútil del abismo, pues la cima
puede llamarse altura porque hay fondo.
Cuando todo resulte, solo quiero
que alguien recuerde que al fuego puse
mi corazón, el único que tuve,
que yo también fui –hombre de mi tiempo-,
que dudé, que confié, que tuve miedo
y defendí mi sueño cuanto pude.
Estamos, pues, frente a un poeta que domina todos los secretos de la poesía. Lo mismo por dentro que por fuera. Waldo Leyva sí se hace eco de que cada emoción trae su forma. Por eso sublima el soneto, vigoriza la décima, energiza el romance o revienta en excelentes versos libres, además de dominar, con mano maestra, cualquier otro molde estrófico, unido a su muy riguroso conocimiento de la métrica: pentasílabos, heptasílabos, octosílabos, endecasílabos y alejandrinos (arte menor y mayor) pasan ante mis ojos entremezclándose con la elocuencia transparente y la plenitud armónica que regala un texto limpio, libre por completo de simulaciones literarias, flemáticos ornamentos o recursos experimentales que no tengan sentido, una realidad que le otorga el rango artístico de poeta redondo; ese que destila el verso como si se tratara de un familiar susurro de cuya intensidad, sin perder nunca el ritmo interior, emergen las más diversas figuras literarias: metáforas, imágenes, símiles, anáforas, hipérboles, ironías, paralelismos, retruécanos y paradojas, a veces barrocas o menos barrocas, pero siempre sobrias y entretejiéndose con el abundante empleo de recursos fónicos, gramaticales o semánticos que no persiguen la contundencia impuesta de los finales.
En párrafos anteriores afirmé lo siguiente: la riqueza de un mundo poético que tiene en el sentir de la vivencia su punto máximo de expresión. Si alguien desea comprobar “in situ” esa virtud, puede detenerse en la sección “Como el polvo”. Más que señales rítmicas, golpes de efecto o presencia de sílabas predominantes, estos poemas breves (introspectivo muestrario de la síntesis) son joyas de una expresión poética estremecedora. Pero si usted, amigo lector, es más dado al fluir abierto del tono conversacional, buscando nutrirse de sensaciones visuales, olfativas, tangibles y auditivas, entonces lo invito a leer el poema-horizonte “Conversación con Dylan Thomas”.
…Llueve en la Isla, Dylan Thomas,
en mi Isla, no en la península
donde tu pequeño pueblo marinero,
de cúpulas elementales,
mira el oscuro y agrio mar.
La lluvia, al igual que la muerte,
tiene su señorío irrevocable,
aunque se lo neguemos en los versos.
En la Isla, la lluvia no tiene una estación,
viene cuando el viento la empuja
desde más allá de las olas,
donde el Sur pierde su identidad
y se convierte en Norte de otras tierras…
Yo tuve el privilegio de conocer primero al hombre y después al artista. Poco a poco, y sin precipitaciones o compromisos familiares, me fui acercando desde adentro al quehacer cultural de una persona que respira, camina, gesticula y habla como poeta; hasta percatarme finalmente de que estaba frente a un gran surtidor de belleza, de que estaba frente a un obelisco de la poesía cubana. Sin embargo, en cada página de este libro, se escucha tintinear el bronce del tiempo; una sombra que para Waldo Leyva, dejándose llevar por el prodigio de lo invisible, no es otra cosa que un silencio con voz, pero un silencio con voz que se transforma en goce cuando le nacen alas de memoria.
Nadie sospecha el pavor que antecede mi última palabra, incrementado esta vez porque me he detenido ante un poeta de excepción. ¿Quién dice que anda cerca de los ochenta años? Intento resumir La flecha en una sola frase y me asaltan de golpe un montón de palabras: reino, océano, ventana, humedad, misterio…Nada puede detener el raudal de pensamiento que desbordan estos versos, íntimos por dentro y planetarios por fuera, una mezcla de agua fértil y luz de cielo que los hacen casi naturaleza; aunque él, quizá volviendo de un sitio en el que nunca estuvo, comparta letras y acentos como el amigo que tras la mano franca nos deja un roce inolvidable entre los dedos.
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