La Editorial de Ciencias Sociales publicó en agosto de 2017, con el sello en su cubierta por los 50 años de su fundación, un libro de un joven historiador que, a pesar de su juventud, mucho bueno ha producido ya, y me refiero a La miseria en nombre de la libertad, de Elier Ramírez Cañedo. La edición del libro estuvo a cargo de Gladys Estrada.
El libro trata de historia pasada, que es lo mismo que historia presente, pues sabemos que para poder orientarnos mejor en el proceder histórico actual, se debe conocer todo lo que en el pasado fue origen de esto de hoy.
Trata de la ayuda que en el siglo XVIII prestó España, y también Cuba —el país más cercano que tenían— a aquellas Trece Colonias dominadas por Inglaterra para poder lograr su independencia, con dinero colectado entre los habaneros —y también entre las mujeres de La Habana que donaron muchas joyas a tal efecto—, además de los batallones enviados por España a luchar, muchos de ellos de pardos y morenos libres cubanos.
Pedro Pablo Abarca de Bolea (1719-1798), el conde de Aranda —importante y sagaz político español—, representante por España en los acuerdos que dieron la libertad de Inglaterra a las Trece Colonias, y la independencia a los futuros Estados Unidos, inmediatamente después de firmar aquellos acuerdos —que España celebraría tanto, pues se había logrado sacar a Inglaterra de colonias portentosas— le escribió al rey de España Carlos III, augurándole todo lo que representaría la nueva nación del norte.
Le decía a Carlos III:
Esa república Federal ha nacido, por así decirlo, como un pigmeo y ha necesitado la ayuda de estados poderosos como España y Francia para conseguir su independencia [...]. Vendrán los tiempos en que se convierta en un gigante y aún en un coloso de proporciones tales como para ser temido en aquellas vastas regiones [...], entonces olvidará los beneficios que recibió de ambos países y solo pensará en ensanchar sus fronteras [...]. Sus primeros pasos estarán encaminados a posesionarse de las Floridas [la Oriental y la Occidental] para dominar el golfo de México. Después [...] aspirará a la conquista de este vasto imperio (la Nueva España) [...]. Tales temores están muy bien fundados y se realizarán dentro de unos pocos años [...].
Una prueba más, y muy temprana, de los intereses expansionistas de los Estados Unidos en cuanto a las colonias que España tenía en América, están en estas palabras de Thomas Jefferson:
Nuestra Confederación debía ser considerada el nido desde el cual la América del Norte como la del Sur ha de ser poblada [...] no interesa [...] expulsar a los españoles. Por el momento aquellos países se encuentran en las mejores manos, y solo temo que estas resulten demasiado débiles para mantenerlos sujetos hasta que nuestra población haya crecido lo suficiente para írselos arrebatando pedazo a pedazo.
Y así fue. Tal como predijo el conde de Aranda, las ambiciones expansionistas de los Estados Unidos siempre estarían opuestas a los proyectos independentistas y unitarios de los patriotas latinoamericanos.
También Jefferson le temió a la Revolución Haitiana —después le temería a cualquier otra revolución en América— y los Estados Unidos tardaron años en reconocer a Haití [también los Estados Unidos brindaron ayuda a Francia en su guerra contra los esclavos haitianos] que se independizó de los franceses en 1804 y solo fue reconocida por la Unión en 1862.
John Adams, ya expresidente de los Estados Unidos, escribió en 1804: “México centellea ante nuestros ojos. Lo único que esperamos es ser dueños del mundo”. El mismo Adams —cuando presidente— le negó a Francisco de Miranda el apoyo que solicitaba para preparar una expedición que liberara a Venezuela. Miranda le envió ciertos documentos y Adams resolvió no darlos a conocer al Congreso de la Unión y acerca de esto manifestó tiempo después: “El pueblo de Sudamérica es el más ignorante, el más fanático, el más supersticioso de todos los Católicos Romanos de la Cristiandad [...]”.
Realmente, los gobernantes estadounidenses nos despreciaban a los latinoamericanos y como muestra de ello veamos estas palabras del propio Adams:
Es acaso probable, es posible, que un plan como el de Miranda de un gobierno libre y de una confederación de gobiernos libres pueda ser introducido y establecido entre tales gentes [...] esquemas que siempre me parecieron tan absurdos como hacer planes similares para establecer democracias entre los pájaros, las bestias y los peces.
En el libro, Elier Ramírez ofrece datos de cómo los Estados Unidos no quisieron recibir a los enviados de los países hispanoamericanos; sin embargo, ellos habían llevado sus agentes diplomáticos a Colombia, Venezuela, Argentina, Chile y Perú. También exigían que los países sudamericanos le reconocieran, y decretaran la libertad de comercio, para ellos recibir y reconocer a los representantes latinoamericanos.
Un caso diferente fue con el enviado de México, José Antonio Gutiérrez de Lara —quien era militar español nacido en Sevilla, y rector del seminario de Monterrey, que cuando el movimiento independentista había sido exaltado al Primer Congreso Constituyente efectuado en la capital mexicana y era fiel defensor del nuevo régimen— que en tiempos en que Monroe fuera secretario de Estado en el gobierno del presidente Madison, fue el único recibido con toda cortesía, pero para proponerle se interesara por la incorporación de México a los Estados Unidos.
Se expone en La miseria en nombre de la libertad un hecho poco conocido en la historia de América: y es cuando expedicionarios al servicio del Gobierno Revolucionario de Venezuela, ocuparon la isla Amelia y su punto capital Fernandina, en el extremo norte del territorio español de la Florida Occidental y proclamaron la República Libre de las Floridas. Allí izaron la bandera venezolana, constituyeron un gobierno civil y designaron a las autoridades navales y militares. Esto, ocurrido en la misma frontera sur, con el estado de Georgia, en los Estados Unidos, también les permitía vigilar cualquier embarcación estadounidense con armas para los españoles contra los que luchaba Bolívar. Pero los venezolanos tuvieron que marcharse por falta de recursos.
Entonces llegó una expedición de los insurgentes mexicanos; ocuparon la isla Amelia y su capital de Fernandina, y crearon la República de la Florida, pero esta tuvo poca vida, pues ante la “incapacidad de España”, que no pudo defender el lugar y menos recobrarlo, los Estados Unidos ordenaron a las fuerzas militares de su país invadir la isla, en diciembre de 1817.
Muchos años después, en 1895, en esa misma Fernandina de la isla Amelia, las autoridades yanquis detuvieron los barcos en que José Martí trasladaría a tierras cubanas las tres expediciones iniciadoras de la Guerra de Independencia de Cuba, aunque esto abrió los ojos de los trabajadores cubanos de Tampa y Cayo Hueso, y al ver todo lo incautado en embarcaciones y armas, redoblaron sus contribuciones para la causa mambisa.
Si fueron varios, por parte de los distintos presidentes de los Estados Unidos —Adams (1797-1801), Jefferson (1801-1809), Madison (1809-1817), Monroe (1817-18259 y John Quincy Adams (1825-1829)—, todos los esfuerzos diplomáticos y no diplomáticos para evitar que expediciones revolucionarias de la Gran Colombia y México llegaran a Cuba y Puerto Rico, fue mucho más su intervención ante los gobernantes de estas dos naciones liberadas —Simón Bolívar y Guadalupe Victoria— no solamente para evitar que participaran elementos cubanos en el Congreso Anfictiónico de Panamá, de 1826, sino para que este, en definitiva, fracasara.
Elier Ramírez nos ofrece un libro que nunca tuvimos; por ejemplo, cuando yo era estudiante universitario tenía una asignatura titulada “Colonialismo y subdesarrollo en América Latina”, y solamente pude estudiar por lo muy poco que decía el profesor. Este es un magnífico texto para estudiar los finales del siglo XVIII y el siglo XIX de todo lo sucedido en América: los Estados Unidos tratando de frenar las ideas libertarias, primero y, después, las ideas unitarias de los libertadores americanos. Es un libro que bien pudiera servir de material de estudio en los preuniversitarios cubanos.
Así fue todo el siglo XIX, preludio de lo que sería el XX: intervenciones militares en casi todos los países e intervenciones económicas en lo que los estadounidenses se han creído que es su traspatio.
En 1898, cuando con el pretexto de la explosión del acorazado Maine en la bahía habanera, los Estados Unidos atacaron a España y menospreciaron al Ejército Mambí, después intervinieron en Cuba y admitieron que se fundara aquella “república” con un apéndice estrangulador, que permitió a los capitales estadounidenses apropiarse de las tierras más fértiles y dominarnos económicamente, para dejar que dictadorzuelos hicieran y deshicieran aquí cuanto se les antojara, junto con la mafia norteamericana, mientras las empresas de los Estados Unidos cada vez fueron más ricas —junto con empresarios españoles y sus descendientes cubanos— y nuestro pueblo más empobrecido. Hasta el primero de enero de 1959.
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