Hay momentos en la vida que llegan para marcar nuestro futuro. En algunos casos, hay condiciones que lo propician pero en otros no. Y uno se rompe la cabeza cientos y cientos de veces tratando de responderse: ¿será entonces cuestión del destino, de ese «destino manifiesto» que muchos consideran el hacedor de nuestro camino? Es cierto que esas condiciones se vuelven incómodas y, hasta cierto punto incomprensibles, pero la vida es mucho más que eso y, en buena medida, también es un proceso de acumulación de experiencias.
Para Talía Peña Quintana, concebir este proyecto no fue una tarea difícil, sin embargo, ha trabajado mucho y sin descanso, porque no ha querido improvisar ni dejar que sus sentimientos la traicionen y tomen el protagonismo en su obra. Ella siempre ha estado clara de lo que quiere representar y ha ido de lo más lírico a lo más simbólico, siempre procurando desligar esas aparentes y fáciles significaciones que la imagen nos suele transmitir.
La fotografía y el video son sus recursos expresivos. Ambos establecen una línea dialéctica entre el hombre, como ser de relaciones, y la vida. Todo a través de su filtro. En Talía las etapas se suceden; son consecuencia de esos momentos cruciales que la marcan y de los que, desprenderse, le resulta doloroso. Por eso establece tres puntos de inflexión y, con ellos, conforma su discurso. La lectura primaria de la obra es sencilla, pero hay que sumergirse más que en lo aparentemente estético para comprender el verdadero sentido de su alocución. Tampoco es dada a las grandes presentaciones, porque su obra discursa desde muy adentro.
Para quien la conozca, será muy fácil suponer lo complicado que es trabajar con ella, porque es inquieta, enérgica, obsesiva —en la mejor acepción de la palabra— y muy creativa. Trabaja por la madrugada, al medio día, cayendo la noche, los sábados y los domingos, mientras se baña o come, montada en una guagua, caminando por la calle… Es una maquinita de producir ideas y de escudriñar su propia naturaleza, como recurso más primigenio, porque las emociones humanas y sus contradicciones, son parte del campo abierto que no escapa a su percepción.
La luz quema… es una declaración que sale de lo más profundo del corazón. No está hecha para contentar a nadie: ni al espectador ni a los críticos ni a los amigos ni a los familiares. Es simplemente, un ejercicio de reflexión y de búsqueda, una suerte de exorcismo personal que obliga a la artista a sacar de sí toda una vida marcada por momentos y experiencias que la sitúan en un punto medio entre el pasado y el futuro. Esta es una exposición que está hecha para verse una y otra vez, pero más que nada, para sentirse, porque es como conocer a Talía, ser parte de ella y de su mundo. Estos hechos la han marcado y la han hecho crecer.
Ahora queda, por su parte, cruzar esa frontera que la misma vida le impuso en su momento y que hoy, en la Academia, nos presenta.
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