Desde el comienzo de su publicaciones, Georgina Herrera entremezcló una angustiosa búsqueda de tres identidades escamoteadas: la racial, la social y la de género. Muy joven se rebeló a imposiciones y por eso huyó de su casa, como una cimarrona. Con nueve años escribía versos que ocultaba, y sin reprimir su sensibilidad, expresó la necesaria rebeldía requerida para enfrentar incomprensiones y afrentas. Con veinte años de edad se fue de Jovellanos y llegó a La Habana en 1956 para trabajar y estudiar: ese fue su “portazo”, pero muy pronto comprendió que sería difícil averiguar en cualquier parte cuál de las tres humillaciones de una mujer pobre y negra sería más difícil combatir, lo mismo en una familia que en una gran ciudad.
Así lo confesaba en uno de sus mejores poemas, escrito mucho tiempo después: “Oriki para mí misma”: “Yo soy la fugitiva, / la que estruendosamente abrió / de par en par las puertas / de la casa-vivienda / y ‘cogió el monte’” (Georgina Herrera: Poesía completa. Compilación de Juanamaría Cordones-Cook y Gabriel Abudu. Prólogo y notas de Juanamaría Cordones-Cook, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2016, p. 319). Los orikis son, en idioma yoruba, elogios, muy diferente a los de la tradición española; y, aunque no lleven ese sustantivo en el título, muchos poemas de Georgina rinden homenaje a personalidades de la historia, y también a hombres y mujeres dignos, como ella; luchadores, como ella. Orikis como estos hacen falta para repasar un período vivido y esclarecerse ante caminos futuros para elegir el mejor.
Dos oportunidades le llegaron a principios de los años 60: trabajar en el recién creado instituto de radio y televisión, como mecanógrafa, para luego estrenarse como escritora de programas dramáticos, y conocer Ediciones El Puente, de José Mario Rodríguez. Trabajar como guionista le dio el sustento, pero participar de aquel programa editorial de avanzada fue definitivo para su obra literaria. El Puente no fue una generación como la de los años 50, ni tampoco un grupo como Orígenes: constituyó un espacio abierto de encuentro sobre la base de la afinidad entre jóvenes amigos, amantes de la literatura, la música y otras manifestaciones de la cultura efervescentes entonces. El conversacionalismo en poesía, el filin en la música popular, el Free Cinema, invitaban a una mayor comunicación entre creadores y público basadas en historias cotidianas y comunes. Los jóvenes de El Puente fueron iconoclastas y rebeldes, marcaron distancia con Orígenes y su trascendentalismo, y reaccionaron contra las exclusiones de Lunes.
Georgina se sentía partícipe de un proyecto que aportó resultados. Eran noveles poetas, narradores, dramaturgos y ensayistas sin reconocimiento, confundidos entre otros grupos. José Mario —conocido así, sin el apellido—, su creador, batalló por este proyecto inclusivo y liberador, y buscaba nuevos talentos dentro de la cultura cubana en compañía de Ana María Simo, Ana Justina Cabrera, Gerardo Fulleda León y otros amigos; se encontraban en la Biblioteca Nacional y los jardines de la Uneac, en un ciclo de cine soviético o el teatro Mella, una recitación con Luis Carbonell o un recital de Marta Strada, una exposición de René Portocarrero o la bohemia de El Gato Tuerto; con Bola de Nieve o Elena Burke… y también, en una fiesta para escuchar jazz o blues, sin prejuicios raciales, sociales, sexuales, estéticos, nacionalistas…
El Puente trajo a las ediciones cubanas voces de mujeres, homosexuales, negros o mulatos y pobres. En su catálogo se incluyen géneros considerados marginales o “menores”, como el folclor y el teatro popular. Diversificaron temas, niveles de expresión y pluralidad estética, especialmente en la poesía, sin ceñirse a los temas épicos e históricos predominantes. Actualizaron el registro cubano con los discursos literarios internacionales, acercándose a una perspectiva existencial y existencialista. Profundizaron en las raíces africanas de la cultura cubana, dejando un legado de ficción e investigación que adelantó un tramo en el largo camino de emancipación. Vincularon la literatura a otras manifestaciones de la cultura, como las artes escénicas, la música, el cine, las artes plásticas… y revelaron, al publicarlos por primera vez, a autores que se convertirían en muy relevantes para nuestras letras. Este rendimiento es innegable y Georgina Herrera fue una de las favorecidas.
En El Puente, entre 1961 y 1965, publicaron bajo la dirección de José Mario y la codirección de Ana María Simo, jóvenes escritores de entonces, que posteriormente tuvieron diferentes grados de reconocimiento en muy diversas manifestaciones literarias; además de Georgina Herrera, estuvieron Gerardo Fulleda León, Manuel Granados, Nancy Morejón, Joaquín G. Santana, Belkis Cuza Malé, Rogelio Martínez Furé, Nicolás Dorr, José R. Brene, Miguel Barnet, Évora Tamayo, Ángel Luis Fernández, José Milián…
Desde el primer libro de Georgina de 1962, ella batalló por reivindicar su identidad; no en balde lo tituló GH. Lejos de folclorismos o pintoresquismos, desmarcada también de los ecos del vanguardismo europeo del primer tercio de la centuria y asumiendo el lenguaje conversacional, la autora proyectó un discurso poético autobiográfico y confesional del dolor hasta llegar a la explosión de desahogo desesperado que no todos están dispuestos a revelar, como exabrupto de la intimidad ante una supuesta derrota. Puede comprobarse en “Convocatoria”: “Hermanos: / ya no más soportemos / el reproche en silencio de la tarde. / Los que sentimos espinas, / a pesar del empeño perdimos el combate. / Vamos a la victoria de las piedras. / ¿A qué aferrarnos? Hay que suicidarse” (Ibídem, p. 47).
Sin embargo, en Gentes y cosas, de 1974, expone afanes y anhelos; en “Las dos mitades de mi sueño”, confiesa: “Ambos me han hecho / una mujer hermosa. / Una mujer que tiene / la más inmensa historia / por contar. / Tengo el dolor que venga / será pequeño, comparado / a tanto amor creciendo en sus tamaños” (Ibídem, p. 69). Pero nunca desaparece completamente de sus libros la muerte, como tampoco desapareció de su vida; la tiene en cuenta como visita cíclica que contrastaba en su obra; su poema “Con esos ojos”, lo recuerda: “Con esos ojos de mirar la vida / se puede ver la muerte / como una estrella más / o como una / inmensa flor naciendo / entre los tibios brazos de la tierra” (Ibídem, p. 73).
La familia, los sucesos de la vida y la ronda de la muerte continúan el espectro temático en Granos de sol y luna, de 1978. Con su coloquialismo doloroso ha construido una poética de esencias, sin que falte el detalle amoroso o tierno escondido entre poemas a mujeres que sufren. En Grande es el tiempo, de 1989, abre su intimidad y devela causas remotas, como en “La pobreza ancestral”, cuando rememora: “Pobrecitos que éramos en casa. / Tanto / que nunca hubo para los retratos; / los rostros y sucesos familiares / se perpetuaron en conversaciones” (Ibídem, p. 176), o cuando se reconoce en sus ancestros en el “Retrato oral de Victoria”: “Qué bisabuela mía esa Victoria. / Cimarroneándose y en bocabajos / pasó la vida. / Dicen / que me parezco a ella” (Ibídem, p. 177), o rinde tributo a “Fermina Lucumí”, esclava mártir de la sublevación de Triunvirato. Exclusión social y discriminación racial laceraron a esta mujer de rebeldías sin aspavientos.
Gustadas sensaciones, de 1996, abrió otra etapa de su poética. Por fin, luego de habernos dejado ciertas pistas en cuadernos anteriores, ofrece su “Autorretrato”: “Figura solitaria transitando / un camino inacabable. / Sobre los hombros lleva / su mundo: / trinos, / sueños, / cocuyos, / y tristezas” (Ibídem p. 287). La naturaleza sigue acompañándola, y su intimidad, hasta este momento esquiva, ahora se revela plena, se abre en versos que muestran ocultos amores diversos y pequeños, expone sus ternuras y se explaya en sucesivas y remotas sensaciones hasta llegar a las más inmediatas. Georgina ya está lista para su antología Gritos, de 2004, aparecida en Miami, y así parece saludar el nuevo siglo. Dos años después Ediciones Matanzas publicó África, en que se incluye el citado “Oriki para mí misma”.
Así llega la poetisa a Gatos y liebres o libro de las conciliaciones, de 2009, en el cual enfatiza su gusto por el contraste. Su espíritu se reafirma ancestral, como el sentido de conciliación con el monte, el ewe de Osain, la naturaleza misma. Por eso puede dormir pacíficamente con el tigre y necesitar una casa con muchas ventanas. Si confiesa que cuando entregó sus poemas a El Puente tenía “deseos de no vivir, tristeza infinita”, en estos últimos años de su vida declara en un poema que “Morirse es malo”. Se vuelve a mirar al espejo y el corazón le pide paz bajo la advocación de Olofi. En Gracias a la muerte, poemas reunidos entre 2013 y 2016, se ríe del desenlace fatal: “Pobrecita la Muerte. / Es tonta y triste, / se enrosca, se hace un bulto y carga / con él sobre la espalda, huye / cojeando… / […] / Así, el tiempo que me queda / se hace eterno. / Gracias / a la Odiosa. Gracias…” (Ibídem, p. 434).
La rebeldía de Georgina Herrera fue radical y permanente. De joven pensó en el suicidio y alrededor de los 80 años de edad se burló de la muerte y creía su tiempo eterno. El pensamiento emancipador de Frantz Fanon había afirmado su voluntad para luchar contra las injusticias del racismo de la colonialidad, con esa resistencia que el pensador martiniqués le reconocía a quien se siente “dominado pero no domesticado, inferiorizado pero no convencido de su inferioridad”, y que solo en la lucha demuestra su libertad mental. Georgina nunca se consideró ni dominada ni inferiorizada. No lo aceptó, ni siquiera de niña; siempre fue un espíritu libre y rebelde; cargó con su rebeldía esencial y permanente enfrentándose a cualquier agresión a su decoro. Así vivió y así fue su poesía. Así la recuerdo. Ashé para la obra de Yoya.
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