Conductas arrogantes, imperiosas, engreídas y altaneras, en muchas ocasiones son propias de quienes padecen de egolatría. Practican estas personas culto, adoración y amor excesivo de sí mismos. Mantienen generalmente la certeza de poseer la “verdad absoluta”. Para ellos, los demás deben aceptar sus puntos de vista y generalmente, nunca admiten estar equivocados. Por lo cual sostienen una marcada tendencia a menospreciar a los demás. Si alcanzan el poder, la impiedad y el desenfreno les caracterizan. Personas así, han existido siempre y su paso por la vida ha dejado amargas huellas en los más diversos grupos humanos.
La soberbia estaba considerada entre las conductas inaceptables que debían ser fuertemente castigadas en la Grecia Antigua. No pocas obras clásicas griegas hacen referencia a la insolencia humana como motivo de conflicto. En la Mitología de los griegos, nadie podía escapar a Némesis, justicia divina e hija de la noche, para la cual y al decir de muchos, el ególatra en particular desataba su ira. Como resultados de tales actitudes, han quedado registradas en las memorias compartidas de las diversas sociedades en las cuales, este tipo de personas desarrollaron sus andanzas, mitos y leyendas basados en personajes y acontecimientos marcados, por las nefastas consecuencias de estos comportamientos y su impacto en la conciencia social. En ellos, de cuando en vez se nos muestra una enseñanza moralizante, que alerta sobre las consecuencias de tales actitudes.
Pero no solo es la soberbia propiedad exclusiva de personas aisladas, no pocos grupos y sociedades la padecen de forma colectiva, tampoco es propia de algún pueblo particular del mundo. Sino que ha sido esparcida con profusión sobre el género humano, de manera que sería muy raro encontrar hoy en este planeta nuestro, etnia, pueblo o nación que no contenga abundante repertorio de personajes, situaciones y acontecimientos, en los cuales, la egolatría desenfrenada, la vanidad, e intolerancia, dieran cauce al dolor, el sufrimiento y la muerte.
O por lo menos así pueden verse reflejados, en esta pequeña selección de leyendas cubanas a continuación presentada, sobre personajes que existieron realmente, cuyas vidas y azahares fueron alguna vez depositadas en las memorias compartidas de los grupos sociales que en su momento les vivenciaron, soportaron y procesaron, siguiendo sus propias pasiones y emociones, generadas a causa de los acontecimientos a que dieran lugar estos personajes, por la intolerancia y la soberbia atrapados.
La vanidad de Dolores Rondón
El catalán Don Vicente Rams había administrado su fortuna en Cuba con tal maestría, que logró montar en uno de los más céntricos espacios del Puerto Príncipe colonial (hoy ciudad de Camagüey), un próspero establecimiento de tejidos, ropa y confecciones. Pronto pudo establecerse con su familia en una de las grandes casonas de la plaza San Francisco, reservada solo a los poseedores de grandes capitales. Mas “Don Vicente tenía un secreto. Además de esta familia que a todos mostraba con orgullo, tenía otra que ocultaba cuidadosamente de parientes y amigos. En la calle Hospital, entre Cristo y San Luis Beltrán, llevaba relaciones con una amante mestiza, quien le había parido una niña excepcionalmente hermosa”. (1) Como era de estilarse en aquella época, el acaudalado catalán suministraba cuanto hiciese falta para la crianza de la infante, pero se negó a darle su apellido, de manera que fue inscrita con el de la madre. Dolores Rondón, desde entonces así llamada, creció hasta convertirse en una mulata criolla bellísima de tono muy lavado, con los ojos verdes de su padre, resaltados por el pelo negro, lacio y brilloso heredado de su madre, dando vista a una figura esbelta, finamente contorneada, modelada y airosa.
Un vecino amable tenía la parda hermosa, que se fijaba en ella desde la más tierna adolescencia, pero nunca la agraciada fémina tuvo a bien tenerle en cuenta. Juan de Moya, poeta, peluquero y flebotomiano, comenzó sus tímidos requiebros para con la agraciada parda, pero solo recibía desaires y desprecios. “De nada valieron serenatas, acrósticos, flores y poemas. Ni siquiera los más encendidos epítetos de la más tierna prosa lograban llamar su atención. Solo obtenía el poeta repulsas y hasta crueles burlas. Pues ella se reservaba para un destino mucho más ambicioso, de aquel que podía darle un simple barbero. Fue así que contrajo nupcias con un oficial del ejército español, quien la llevó a vivir a una casa de la Plaza San Francisco, la zona en la cual vivía su padre. Espacio privilegiado que ella no pudo nunca pisar de niña”. (2) Su nueva situación le permitía relacionarse con personas distinguidas, asistía a fiestas y bailes de las más alta sociedad, y si alguna vez pasó por su lado Juan de Moya, Dolores Rondón jamás se percató de ello, pues su barbilla iba siempre apuntando al cielo. El matrimonio salió de Puerto Príncipe, unos dicen que a nueva provincia asignada al marido, otros que a España; el caso fue que Dolores Rondón, al cabo del tiempo, regresó viuda, delicada de salud, pero además, abandonada ya de fortuna y juventud.
Aquella era época de epidemias, “Moya tenía mucho que hacer, ejerciendo sus oficios adicionales de sangrador profesional y homeópata, en los hospitales donde se hacinaban aquellos que no podían costear la atención médica. La viruela diezmaba a los pobladores de la villa de Puerto Príncipe y en uno de esto centros de salud para pobres, se encontró un día, con el rostro desfigurado por las póstulas y despojada de toda belleza, a la mujer que tanto había amado en sus días de juventud. Unos dicen que por su gravedad, otros aseguran que fue por piedad, Moya no se identificó con ella. Quiso con toda su alma aliviarle, pero nada pudo hacer. (3) Allí estaba ella, antes orgullosa y altanera, hoy abandonada a la caridad pública. Dolores Rondón murió esa noche, y no le fue posible siquiera reclamar su cadáver, de cal viva cubierto y en fosa común enterrado. Fue entonces que Moya escribió allí mismo, su poema famoso, restaurando una y otra vez, mientras la vida le permitió hacerlo, sobre una tablilla en la cual, lo dejase grabado para la posteridad. Con los años, aquella fosa desapareció, pero eran ya muchos quienes memorizaron los famosos versos que dieran cauce a esta leyenda:
Aquí Dolores Rondón
Finalizó su carrera
Ven mortal y considera
Las grandezas cuales son
El orgullo y presunción,
La opulencia y el poder,
Todo llega a fenecer,
pues solo se inmortaliza
El mal que se economiza
Y el bien que se puede hacer.
En realidad, según indica el poeta y escritor Roberto Méndez en su obra Leyendas y tradiciones del Camagüey, se desconocería hasta el año 1881 quien era el autor de estos versos. Ese año una gacetilla publicada en el periódico camagüeyano “La Luz”, los reprodujo y atribuyó a un poeta quien pomposamente “se hacía llamar Francisco de Juan de Moya y Escobar, versificador discreto, peluquero y flebotomiano por más señas, y como tal, autorizado a extraer dientes y muelas; aplicar sanguijuelas y practicar sangrías”. (4)
“En el año de 1935, por iniciativa del alcalde de la ciudad de Camagüey, se construyó un túmulo, en el lugar donde enterraron a Dolores Rondón y se grabó en mármol el epitafio. Varios años después, de manera arbitraria, dicho montículo funerario fue trasladado de lugar, para colocarlo frente al panteón de la familia Agramonte y muy cerca de la bóveda de los marqueses de Santa Ana y Santa María, como para brindarle mayor relieve, dentro del entramado de la necrópolis, pero sus restos parecen definitivamente perdidos, tal y como corresponde a un genuino personaje de leyenda”. (5)
La soberbia del Conde Barreto
Cuenta la leyenda que a finales del siglo XVIII ya el conde Barreto, era dueño de las dos mejores fábricas de azúcar del país, por los años en que se inserta esta historia. Su casa se hallaba atendida por numerosa servidumbre y el comportamiento de su dueño era copia fiel de las vivencias de los tiempos feudales. Según la creencia popular, una vez hizo pasar a los mendigos que diariamente se agrupaban ante su puerta en busca de sobras de comidas y migajas de pan, los criados les invitaron al patio central, lleno de cajas de azúcar provenientes de sus ingenios. Entraban así: cojos, ciegos, estropeados y hambrientos. “Desde uno de los balcones del entresuelo, el conde observaba aquel panorama y cuando el patio estuvo lleno, mandó a cerrar el portalón de entrada, para luego, sin previo aviso, soltar sus perros. Acosados aquellos infelices por los animales, se atropellaban, caían por tierra y trataban en vano de trepar por los amontonamientos de cajas. No eran fieros los canes, se trataba de perros venaderos, que al ser azuzados por los sirvientes, les debieron parecer mastines carnívoros a aquellos desventurados. Este espectáculo se prolongaba, hasta que el conde se cansaba y ordenaba recoger los animales. Entonces sus criados recorrían el patio regalando abundantes limosnas, más generosas con los que mayores daños habían sufrido en la contienda. Cuentan que, el carácter agresivo y cruel de este personaje, se vio más acentuado cuando sintió la llegada de una dolencia que sabía mortal”. (6)
En el año de 1791, la temporada de las aguas se adelantó y fue abundante en La Habana, el conde Barreto, quien ya había probado toda suerte de medicamentos y remedios, se negó a seguir ya tratamiento alguno y decidió encerrarse en su casona de Puentes Grandes, en las afueras de la ciudad, donde al fin murió y fue velado con lujosas pompas, pero solo unos pocos criados asistían al velorio. Esa noche, la inundación y los vientos huracanados causaron destrozos en toda la comarca, llevándose en su curso, ganado, aperos de labranza, frutos y mercancías. “Desde Jaruco y la ciénaga de Zapata, hasta el cabo de San Antonio, el suelo fue arrasado. En el velatorio del cadáver de su amo, se encontraban dormitando dos sirvientes de librea, mientras afuera rugía la tormenta, con los terribles gemidos acompañantes de estas manifestaciones de la naturaleza. De pronto, se escuchó el retumbar como de una turbonada lejana, que fue aumentando poco a poco y se convirtió en el tronar de cien piezas de artillería que disparaban a un tiempo. Puertas y ventanas se rompieron estrepitosamente y las aguas del Almendares inundaron la sala, derribando cuanto encontraba a su paso. Cuentan que la enorme ola, producto del desbordamiento del río y sus afluentes, se retiró llevándose el sarcófago del conde, en medio del resplandor siniestro de los relámpagos. Jamás se supo el paradero de aquellos restos. El destino sentenció al conde, a no tener nunca una tumba sobre la cual alguien le rezara una oración. Otras versiones de esta leyenda cuentan, que luego de la tempestad, el ataúd apareció aun sellado y al abrirlo, encontraron que estaba lleno de piedras”. (7)
La intolerancia del Barbazul habanero
Según nos cuenta la incansable periodista cubana Ada Oramas, Pedro Agustín Rocasolano y Urbiazo puede que estuviese de recorrido por el extenso cafetal propiedad de la familia, en Guanajay, cuando quedó deslumbrado por la extraordinaria belleza de una hermosa quinceañera, quién también a su vez le miraba desde una ventana. Se trataba de María de los Ángeles López de La Vega e Igueregui. (8)
Antes de aporcarse los terrenos para la próxima cosecha cafetalera, Pedro Agustín estaba comunicando a don Ricardo López de La Vega y Maroto, sus más sanas intenciones para con su hija y la ceremonia no se hizo esperar. El 20 de septiembre de 1793 se unían en sagradas nupcias, el heredero de los Rocasolano y la mocetona María Antonia, en la parroquia de Guanabacoa. Más luego del matrimonio, la pasión de este encumbrado varón comenzó a languidecer muy pronto. Se rumoraba sobre sus escapadas a la villa de San Cristóbal de La Habana, cada vez más frecuentes. Y era creído por muchos, que estaban en proporciones directas con sus abundantes aventuras amorosas. Cuentan que la adolescente resistía calladamente los improperios y exabruptos del marido, por no lograr la germinación de una criatura en su vientre. Así las cosas, muchos creen que Pedro Agustín manifestase a su conyugue, cómo un médico amigo suyo le había preparado un medicamento para hacerla fértil, del cual debía tomar en secreto, pues era considerado una deshonra, el no tener herederos. La desdichada e inocente niña, sintiéndose culpable obedeció apenada y se deduce que su ingenuidad le costase la vida. (9) En unas pocas semanas se fue del mundo, consumida por una dolencia extraña, de origen desconocido.
En breve, Pedro Agustín consideró oportuno desaparecer de aquellos lugares, de manera que se fue a la capital, acomodándose en el palacete de la familia, casi en mismo centro de la villa de San Cristóbal de La Habana, donde no salía de un conflicto de faldas, para caer en otro. Sus padres le enviaron por algún tiempo a Francia, pero debieron hacerle regresar muy pronto, debido a sus galanteos con cierta condesa que ya tenía marido. Por lo cual le ordenaron regresar a La Habana.
Tres días después de su regreso de la Ciudad Luz, asistió a una de aquellas frecuentes retretas habaneras, posiblemente en la Plaza de Armas, y allí quedó deslumbrado por la frágil belleza de una joven mujer. En cuanto comenzó a indagar por ella, descubrió que era la hija menor de una familia del más alto linaje. Se nombraba, María de los Dolores Loret y Rodríguez Campos, quien le diera entrada a su casa, donde en muy breve tiempo Pedro Agustín pidiera su mano. Sus segundas nupcias fueron celebradas en la conocida Parroquia del Santo Cristo del Buen Viaje, el 5 de julio del año del Señor de 1810. De este matrimonio nacieron tres hijas: María Cecilia; María Josefa; e Isabel María. (10) Todo parecía marchar bien, pero en realidad, el intolerante don Pedro reprochaba de continuo a su esposa, por no darle un heredero. “María de los Dolores sufría calladamente aquella vergüenza de no parir varón, así que debió aceptar confiada y gustosa cuando se supone que Pedro Agustín le ofreció el extraño medicamento, del cual afirmaba su marido, podría contribuir al nacimiento de un hermoso niño. Tras el consabido juramento secreto que aseguraba su impunidad, y con extrema cautela, cuentan las malas lenguas, que don Pedro le fuera suministrando, gotita a gotita cuidadosamente administradas, de aquel frasco contenedor de un líquido lechoso de matices azulados. Poco a poco, las energías fueron abandonando el cuerpo de su esposa, quien a los quince días sufrió una repentina trombosis. Una semana después, la segunda María en la vida de don Pedro Agustín Rocasolano, abandonaba este mundo cruel”. (11)
Es de notar que don Pedro se hizo mucho más rico y durante catorce años mantuvo una viudez al pairo, con uno que otro devaneo, atendiendo los negocios heredados de sus padres y las dotes de sus fallecidas esposas. Entre las numerosas propiedades recién adquiridas, tenía una fábrica de azúcar muy cercana a la villa de Puerto Príncipe (hoy Camagüey). Allí conoció a una hermosa joven que podría haber sido su nieta, Marina Arriate y Piña, quien le fascinó como ninguna otra fémina. Pese a la oposición del padre de Marina, nuestro arrogante Barba Azul contrajo matrimonio por tercera vez, el 27 de junio del 1830, en la Parroquia de Guadalupe. (12)
Mas ocurrió que esta nueva conyugue también estaba “defectuosa”, según las obcecadas introspecciones del intolerante Pedro Agustín, quien a los pocos meses intentó suministrarle la consabida pócima. Pero Marina, a pesar de su juventud, era mucho más despierta que las anteriores esposas y se negó rotundamente, pues conocía las extrañas muertes de sus predecesoras. Así las cosas, algo asustada pero firme, alegó un terrible malestar con lo cual consiguió regresar a casa de sus padres, salvando la vida. Según nos cuenta nuestra admirada y estudiosa investigadora Ada Oramas, “fue esta la última vez que viese Pedro a su esposa, la cual tuvo a bien relatar a los familiares el secreto del marido, de quien muy poco se supo, hasta que la flaquita de la guadaña debió llevárselo el 2 de noviembre de 1839 en la localidad de Ceiba Mocha”, (13) donde tal vez en el momento de irse del mundo, quizás estuviese elucubrando otro acto propio de su adicción a matar esposas. O quién sabe, si antes del último suspiro, asomó por alguna esquina de su alma, el ángel del arrepentimiento.
Tributo universal a la soberbia
Hay un pequeño monumento en Cuba, que simboliza la soberbia. Está ubicado en uno de los jardines interiores del Capitolio de La Habana, hermosamente diseñados por el urbanista francés Jean Claude Forestier, hoy totalmente reconstruidos. En ella el Ángel Caído, lleno de ira hunde una patada contra el suelo, en el momento que se le informa ha sido destituido de las huestes aladas del supremo hacedor, y sancionado a convertirse en diablo. En su tiempo, fue la primera estatua elegida en América, al titulado Príncipe de las Tinieblas, quien para muchos, dirige y controla los actos de todos aquellos poseídos por tal condición.
La historia del Mundo nos cuenta una y otra vez, lo que ocurre cuando la soberbia y la intolerancia se entronizan en un grupo de individuos o sociedad. Es el momento eterno en que el prejuicio tiende su madeja, enraizándose hasta lo más profundo del corazón humano, negando toda forma de conciencia, bloqueando el raciocinio y haciendo retroceder a quienes lo practican, al comportamiento animal, convirtiendo muchedumbres en manadas de bestias. Así lo sufrimos, cuando la conquista de América a fuego y espada con el pretexto de imponer el símbolo de la cruz. En el transcurso de la historia, personas con el alma de soberbia inundadas, han alcanzado influencias y poderes absolutos. En ellas, la impiedad y desenfreno caracterizaron siempre sus mandatos. Muchos líderes de las más diversas naciones padecieron de este mal; Carlo Magno; Atila; Hitler; Musolini y otros como ellos dieron prueba de tales actitudes. La destrucción de pueblos, etnias, sociedades y culturas; el hambre, la desolación, el éxodo y la muerte de millones de personas, fueron sus consecuencias.
Contextos que en nada se diferencian hoy del inventario de conflictos en el escenario internacional. Donde el proceder salvaje e irracional de un pretendido Estado de tipo religioso extremista, hasta los continuos y sangrientos esfuerzos de la élite gobernante de una nación prepotente, por dominar y controlar al resto del mundo, han sido consecuencias de procederes manipulados e impulsados por la soberbia. Pareciera entonces, como si gran parte de la humanidad, casi desde sus inicios hasta el presente, estuviese de manera ingenua e inconsciente, eternamente empleada en el eterno padecer, de un tributo universal a la soberbia.
Notas
(1) Ciro Bianchi Ross: Yo tengo la Historia. Ed. UNIÓN. La Habana, 2008, p. 253.
(2) Ibídem., p. 253.
(3) Ibídem., p. 253.
(4) Ibídem., p. 254.
(5) Ibídem., p. 252.
(6) M. R. Glean y G. E. Chávez Spínola: Catauro de seres míticos y legendarios en Cuba. Ed. por Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 2005, p. 154.
(7) Ibídem., p. 155.
(8) Gerardo E. Chávez Spínola: “Barba Azules en La Habana Colonial”. Ver CUBARTE
(9) Ibídem.
(10) Ibídem.
(11) Ibídem.
(12) Ibídem.
(13) Ibídem.
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