Una de las ventajas que alberga mi generación y las que le siguieron más de cerca, es el haber podido acceder a sus recuerdos desde una perspectiva física. Para nosotros uno de los sentidos más importante era el del tacto.
Es el primer sentido con el que nos reconocen desde el mismo momento en que ocurre el milagro del nacimiento. Un desconocido, con toda la potestad otorgada por los hombres, mujeres y Dios, nos zampa una nalgada para que despertemos en esta vida. En ese momento nuestro diminuto cuerpo se pone en contacto con la vida.
Una vez que se crece es el tacto el sentido que más se agudiza en la medida que descubrimos las cosas buenas y malas de la existencia. El tacto nos ayuda a evitar la caída del chancletazo –merecido o no—que nuestra madre nos había pronosticado si “tocábamos” los platanitos recién fritos antes de la comida. Calor y dolor en el contacto con esos dos elementos. Pero el tacto, para nosotros, era algo más que se expresaba socialmente.
Se debía tener tacto para decir una palabra que no ofendiera al interlocutor; se debía actuar con mucho tacto (cuidado) para no llamar la atención de los profesores en la escuela, de los vecinos en el edificio; y un largo etcétera. El tacto es el sentido que nos permitió a muchos descubrir los encantos ocultos de nuestra primera novia en aquellas salidas sabatinas al club Karachi o al Turff; lugares en que oscuridad era la compañera ideal para que ese sentido se hiciera notable.
El sentido del tacto es, si cabe la acepción, el vehículo que más estimula los recuerdos; y no es ni filosofía barata, ni glosa de alguna frase cursi de un tango o bolero; ni siquiera es un guiño a una escena cinematográfica clásica: los recuerdos se tocan y después se visualizan o se hacen corpóreos.
No olvido el placer que me daba ir a la desaparecida tienda Indochina, en el cruce de las calles 23 y N, con un par de amiguitos del barrio y esperar ansioso a que nos entregaran el sobre con las 36 fotos que habíamos tirado un par de meses antes en una visita al parque Lenin.
Sin pensarlo nos las quitábamos entre sí para burlarnos de las poses que asumimos y nuestras monerías. Entonces el dependiente, cortés como todo buen dependiente, lanzaba la pregunta de rigor: “…quieren hacer alguna postal con una de las fotos…”
Hacer una postal… no mejor tres…
Las postales, más allá de las fotos personales, eran una de las formas más comunes de conocer los paisajes naturales, la flora y la fauna de X región, o las más comunes de acceder a la cultura universal sin necesidad de estar físicamente en el lugar. También estaban aquellas que fotografiaban lugares hermosos de todas las ciudades del mundo: que bien podía ser una calle famosa como la Calle de Alcalá en Madrid o la fuente de Trevi en Roma; o una espléndida vista de la calle 23 en el Vedado en la que nos deteníamos a identificar lugares conocidos.
Había motivos y fechas especiales en las que una postal nos definía como personas y daba cuenta del cariño o amor que profesábamos al destinatario; sobre todo cuando se acercaba el día de las madres. Era el momento en que todos comprábamos decenas de postales en los correos.
Coleccionar postales fue otro acto distintivo de nuestro crecimiento humano. Había postales de peloteros –casi siempre de la liga americana--, de obras de arte, de animales y de cuanta cosa se pudiera imaginar; que en su parte dorsal tenían toda la información disponible sobre el motivo que las había inspirado.
Las postales fueron, en determinado momento, una forma de embellecer nuestros hogares. Se enmarcaban y colgaban de las paredes. Recuerdo cierta vez que mi padre, al regresar de un viaje a la antigua Unión Soviética trajo una colección de postales de obras exhibidas en el Museo de Leningrado y las puso en una pared como recuerdo permanente de esa visita. Ese fue mi primer encuentro con la obra de algunos importantes pintores rusos y soviéticos contemporáneos.
Traer postales de museos y monumentos, regalos y “pacotilla” fue parte de algunos de sus siguientes viajes al extranjero. Una extraña combinación que influyó en mi despertar cultural.
Con los años, las postales comenzaron a formar parte de mi vida profesional. No sé en qué momento me convertí en agente de algunos amigos fotógrafos y negocié en su nombre con impresores y algunos distribuidores postales de algunas de sus fotos memorables; sobre todo de músicos cubanos en los tiempos que existió la Revista Salsa Cubana. Aquella idea, obra de su director Amado Córdoba, fue un complemento necesario al empeño de dejar constancia de un período histórico de nuestra música en los años noventa del pasado siglo.
Solo que llegaron las redes sociales y el negocio de las postales ha sido suprimido, prácticamente es un dinosaurio social. Los exhibidores de las mismas han desaparecido de los lugares turísticos, lo mismo que los sobres de carta y los sellos de correo.
Hoy todo se resume a un clip y quienes vivieron de buscar la más hermosa vista, la imagen perfecta o el motivo adecuado casi están en bancarrota o en el olvido; aunque el mundo de la cultura manga y del deporte sean los últimos reductos que se desarrollaron a lo largo del siglo XX.
Esta mañana de diciembre mi padre me ha convocado a una limpieza física de viejas gavetas, maletas y cajas que acumulan polvo en uno de los closets de su casa. Fotos y postales que recrean mi vida, la de mis hermanos y amigos ya se vuelven amarillas; algunos negativos de fotos han perdido su imagen prístina y eso me duele; siento que poco a poco se acercan a su fin. Otros no sienten el paso del tiempo.
Allí, entre tantos recuerdos hay una postal vacía, esa que pensé alguna vez enviar a cierta persona que ahora no recuerdo, estoy pensando subirla a la nube, solo que no sé a quién enviarla en este momento, o si alguien podrá recibirla.
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