En el artículo que Fidel Castro escribió en su cumpleaños 90 –Granma, 13 de agosto de 2016– hay una confesión:
Me enviaron, después de tres años, al Colegio La Salle de Santiago de Cuba, donde me matricularon en primer grado. Pasaron casi tres años sin que me llevaran jamás a un cine. Así comenzó mi vida. A lo mejor escribo, si tengo tiempo, sobre eso. Excúsenme que no lo haya hecho hasta ahora, solo que tengo ideas de lo que se puede y debe enseñar a un niño. Considero que la falta de educación es el mayor daño que se le puede hacer.
Al repasar su niñez, se duele por no haber ido a un cine, a disfrutar del experimento cultural más novedoso de su época, y sabe que posiblemente muchos perdieron potencialidades, porque cuando no hay una enseñanza adecuada o una insuficiencia de educación en los primeros años de vida, medio para llegar a la cultura, esta privación resulta a veces insustituible en la adultez, porque influye o decide en muchísimas cuestiones esenciales de la existencia. Fidel, en su adolescencia y juventud, completó con creces la cultura de que careció en la niñez, pues sustituyó prontamente ese déficit, pero ni todos somos tan ágiles autodidactas como él, ni tenemos su privilegiada memoria, ni mucho menos su capacidad de razonamiento y de relación, una de las virtudes más sobresalientes de su intelecto.
Fidel es un político culto –especie en extinción–; por ello puede adelantarse a la Historia. La incultura aplana al ser humano, y la falta de profundidad en los juicios sobre la sociedad imposibilita la construcción de un criterio político sólido y, por tanto, propio, carencia ideal para que otro se aproveche y presente ciertas «recetas», listas para la aceptación y el consumo. La ignorancia de los dirigidos es el paraíso de la dominación de no pocos políticos: somos más vulnerables en la medida en que desconocemos más. Quizás por ello en los momentos más difíciles del socialismo cubano, el líder de la Revolución aseguró que la cultura era lo primero que había que salvar.
Entre las carencias de la preparación cultural, se encuentra el desconocimiento de la Historia, o su mal conocimiento, pues si la memoria histórica se resume a ser un azote improductivo para repetir lo que sucedió, no sirve y será inútil; la Historia tiene que ser herramienta para el entendimiento de la realidad de ahora mismo en toda su complejidad, e incluso, pedestal para avizorar el escenario que está por venir, es decir, el porvenir. Políticos y políticas que no tengan esto en cuenta, serán fugaces y tanto sus nombres como sus fracasadas acciones se olvidarán muy pronto.
Lejos de la densa, parcial, idílica, personalista y triunfalista visión de buena parte de los historiadores, enseñada en las escuelas con bastante frecuencia, la que día a día se establece en las memorias colectivas de los más jóvenes mediante diversas vías, aparentemente más sencilla, bipolar y contradictoria, objetiva y polémica, es la que contribuye realmente a la construcción epistemológica actual. No hacen falta métodos de aprendizaje con genealogías de poder y triunfo incorporadas a “biblias”, ni frases repetidas como recurso mnemotécnico, único medio para transmitir el conocimiento unidimensional en la antigüedad. Las civilizaciones, a partir de la Revolución Industrial de finales del siglo XVIII, han realizado fabulosas insurrecciones gnoseológicas, y han convertido los descubrimientos científicos en una asombrosa práctica, recientemente de manera casi inmediata y cotidiana, accesible incluso para los niños, que ha dejado rezagada, por pasiva, hasta a la novedosa televisión de nuestra infancia, pues hoy la interacción constituye un requisito indispensable para la comunicación.
Después de la Segunda Guerra Mundial, las sucesivas revoluciones de las tecnologías de las telecomunicaciones y la informática, las ciencias biológicas, y las del conocimiento general, incluida la robótica, alcanzaron una vertiginosa rapidez de aplicación, a tal punto que el científico holandés Paul Crutzen –Premio Nobel de Química en 1995 por sus descubrimientos en la destrucción del ozono atmosférico– ha nombrado a esta era geológica como Antropoceno, pues posiblemente después del paso de los humanos por el planeta, vendrá la séptima gran extinción masiva.
Esta puede ser la realidad de un fin de una historia en el mundo por las prácticas de consumo que ha establecido el capitalismo, lejos del “fin de la Historia”, que agoreros neoliberales lanzaron con despliegue de publicidad y aparataje seudocientífico hace algunos años, y en la que no pocos incautos creyeron, cuando se derrumbó un tipo de «socialismo» que había torcido el camino sustituyendo una enajenación por otra y alejándose de la emancipación social. Cuba, desafiando las leyes de gravitación hacia Estados Unidos y con un ético programa de justicia e inclusión social, no solo resistió los embates de esa primera economía mundial que la bloqueaba, sino que emergió victoriosa hasta lograr su reconocimiento como país «diferente». ¿Pueden explicarse estos hechos a partir del texto de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre?
Existe un cuantioso patrimonio audiovisual e iconográfico, que ha superado considerablemente el cine de la época de la niñez de Fidel, y que todavía espera por ser incorporado a la enseñanza. También hay publicados valiosos textos que es necesario tener ya en cuenta en los planes docentes, pues contribuyen a conformar la cultura histórica y política imprescindible para no perderse en el escenario mundial contemporáneo. Entre esos libros están los dos excelentes volúmenes de Ernesto Limia Díaz: Cuba entre tres imperios: perla, llave y antemural, y Cuba Libe: la utopía secuestrada, ambos con dos ediciones cubanas, y ahora Cuba: ¿fin de la historia?, puntual síntesis de razonamientos concatenados para desentrañar la verdadera naturaleza de la relaciones de la Isla con el coloso vecino del norte, único modo de entender el nacimiento de la nación cubana, el transcurso de la república dependiente de Estados Unidos, qué retos venció y enfrenta hoy la revolución socialista después de la caída del muro de Berlín, y cuáles tendrá que asumir el país rebelde ante nuevos y complejos desafíos. Desde que Cuba forjó su identidad cultural en el siglo XVIII, mucho antes de ser nación, ha luchado contra todas las potencias imperiales del mundo. Dos líderes de estatura planetaria han conducido la ideología y la acción antiimperialista de su pueblo para construir la república y el socialismo: José Martí y Fidel Castro.
La estructura del libro de Limia resume algunos momentos y procesos cruciales del nacimiento de la nación y los permanentes intentos de dominación por parte de Estados Unidos, hasta llegar al instante actual: desde la gestación de la nacionalidad basada en la identidad cultural y pensada por Félix Varela, un sacerdote católico que también fue, a juicio de Emilio Roig de Leuchsenring, «el primer intelectual revolucionario cubano»; la actuación de Estados Unidos frente a la revolución de 1895, concebida por Martí como «guerra necesaria» para fundar una república «con todos y para el bien de todos»; la persistencia norteamericana para ejercer el poder en la Isla a través de diferentes medios y tácticas, y posteriormente, a partir del triunfo de la Revolución de 1959, la lucha por defender la soberanía en los momentos en que las campañas neoliberales se creaban como plataforma neoconservadora, para recuperar un terreno perdido y hacer realidad el sueño de una zona de libre comercio favorable a sus intereses desde Alaska al Cabo de Hornos; por último, las nuevas tácticas de Estados Unidos a raíz de las negociaciones con Cuba, como sutiles maniobras vinculadas a una guerra cultural y mediática. Imposible comprender estas relaciones actuales, si no se revisa con objetividad el conflicto entre lo que se ha llamado el Tío Sam y lo que erróneamente se ha caricaturizado como Liborio, una caricatura del pueblo cubano que nunca ha sido ese sujeto obediente, ingenuo y asustadizo.
Cuba: ¿fin de la historia? comienza con el análisis del parto de la nación gestada en el período de la Ilustración española, cuyos ecos en nuestro continente coadyuvaron al espíritu ind ependentista y a que la metrópoli perdiera casi todas sus colonias en América, hacia el primer cuarto del siglo XIX. El vasco Luis de las Casas, capitán general de la Isla, y colaboradores cubanos como Tomás Romay y el sacerdote católico José Agustín Caballero, iniciaron a partir de la última década del siglo XVIII un proceso de formación de la identidad cultural criolla. En el texto se explica con detalles la génesis de este proceso, y también, el surgimiento de una figura esencial que logró sintetizar la identidad cultural pensada como una todavía inexistente nación: el padre Félix Varela, quien aprovechando el movimiento constitucionalista de España, fue a dar allí la batalla política por Cuba; con la restauración monárquica lo acusaron de «conducta traidora» y tuvo que partir para Estados Unidos. Varela fue un convencido de dos elementos esenciales para pensar a una Cuba verdadera: el abolicionismo y el independentismo; nunca más pudo regresar a su Isla amada, pero dejó un legado patriótico recibido por la generación de jóvenes que iniciaron la primera guerra de independencia cubana.
El libro continúa con otro ensayo que primeramente analiza las causas del fracaso del primer intento independentista de 1868-1878, y después se detiene en el conocimiento que el más grande de los cubanos, José Martí, había adquirido sobre los intereses económicos de Estados Unidos en relación con la Isla en las últimas décadas del siglo XIX, favorecidos por el control del comercio marítimo y la concepción geoestratégica de ampliar su territorio, apoyada por estudios de las universidades de Harvard y Yale, y por los intereses declarados con el ascenso al poder de anexionistas como James G. Blaine.
La nación estadounidense durante su época expansionista había desarrollado una estrategia, y para aplicarla comenzaba con la manipulación de la opinión pública como avanzada para ganar adeptos. El Apóstol, ante las intenciones de comprar la Isla a finales de los años 80, publicó «Vindicación de Cuba» en el diario The Evening Post, en respuesta a un artículo en The Manufacturer, en que se calificaba con términos humillantes a los cubanos; no fue réplica de amor propio herido lo que Martí expresó cuando se dirigía a los de «...la política fanfarrona o la desordenada ignorancia». Aunque parezca increíble, no ha cambiado mucho esta perspectiva en algunos políticos norteños de hoy, vinculados al proceso de las relaciones con Cuba. Por esta razón todavía «amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting», aunque con el paso del tiempo hayamos sustituimos la palabra «tememos» por «vigilamos», pues los yanquis en la Isla ya han sido derrotados hasta militarmente.
El conocimiento que Martí adquirió sobre el país donde vivía, de su vigorosa cultura y de su actualidad cotidiana, tan bien reflejada en sus hasta hoy no superadas crónicas de la sociedad norteamericana –atento lo mismo a las elecciones que a la intrahistoria del pueblo–, le proporcionó una aguda visión de virtudes y defectos, de lo que se podía esperar y hasta temer de sus gobernantes, porque se fundaba sobre lecturas y saberes comprobados en la práctica. La previsión del Apóstol ante la ofensiva de dominación estadounidense hizo que dedicara varios discursos y artículos de opinión a la Conferencia Internacional Americana, cuando se definía el futuro de las relaciones de Estados Unidos con la América al sur del río Bravo. No es lujo conocer bien este proceso que Limia describe teniendo en cuenta sus elementos fundamentales y que aún está vigente. En el discurso pronunciado por Martí en la velada celebrada en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889 en honor a los delegados a la Conferencia en Washington, se permitía una pregunta que él mismo contestaba: «¿Adónde va la América, y quién la junta y guía? Sola, y como un solo pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá sola». Ante sucesivos convites, se mantiene hoy la misma respuesta.
Con la muerte de Martí y Antonio Maceo, fue relativamente más fácil imponerle a Cuba la Enmienda Platt, el apéndice constitucional que garantizó la neocolonia. La Isla se convirtió en tema permanente de la agenda política del Congreso de Estados Unidos, y aún algunos de sus senadores creen que pueden legislar aquí. El tercer ensayo de Limia recorre la vieja política gravitacional norteña de la fruta madura y la doctrina del Big Stick o «gran garrote». Theodore Roosevelt, que había sido nombrado por el presidente William McKinley secretario adjunto para la Armada en la intervención de Estados Unidos en la guerra de independencia de Cuba, fue uno de los que ideó el golpe publicitario de acusar a España de la voladura del acorzado Maine, aprovechada como pretexto para la entrada en la guerra en 1898; se alistó a la cabeza de un regimiento de caballería, los Rough Riders o «duros jinetes», y se ganó una desproporcionada fama de héroe, a tal punto que se nominó para recibir la máxima condecoración militar estadounidense y su imagen creció hasta ganar la presidencia; quizás por esta experiencia personal creía que «Cuba tiene que mantener con nosotros relaciones políticas mucho más estrechas que con ninguna otra nación», como cita Limia. Después fueron cambiando las tácticas para continuar la estrategia hacia la Isla, según las épocas: de la «diplomacia del dólar» al capitalismo de Estado, y de la histeria macartista al entreguismo batistiano.
El ensayo de Limia demuestra que la lucha por la independencia y la soberanía cubanas continuó bajo diversos tipos de resistencias de eminentes figuras de la cultura nacional en todas sus manifestaciones, y con la lucha política de disímiles personalidades. Fidel Castro logró con el Movimiento 26 de Julio lo que parecía imposible: hacer una revolución social contra un ejército fuertemente armado a 90 millas de Estados Unidos; sus gobernantes quedaron sorprendidos y a partir de entonces su agenda política estuvo más activa que nunca, esta vez, para derrotar a la Revolución. Desde entonces, ha sido la obsesión de 11 administraciones; el texto ejemplifica algunos momentos con Dwight D. Eisenhower, John F. Kennedy, Richard Nixon, Gerald Ford y James Carter. Esta historia ha probado algo muy sencillo, pero que a los estrategas norteamericanos les ha costado trabajo entender, y tal vez aún no comprendan: no es posible derrotar a una profunda revolución social con amplio apoyo popular, por mucha fuerza y recursos que se empleen.
El cuarto ensayo en Cuba: ¿fin de la historia? trata de los desafíos planteados frente a la extinción de la URSS y lo que se llamó «campo socialista europeo», y la escalada de la guerra de Estados Unidos contra la Isla, en medio de la borrachera neoliberal. Francis Fukuyama fue una de las cabezas visibles de la primera ofensiva ideológica del neoconservadurismo, con su libro The End of History and the Last Man, de 1989, traducido al español en 1992. Samuel P. Huntington y su equipo habían preparado durante una década las bases ideológicas de la nueva era, y la guerra económica encabezada por George H. Bush sería el colofón de la poshistoria proclamada por Fukuyama. Pero otra vez fallaron las tesis de laboratorio que desconocían la verdadera voluntad de los pueblos y la situación de los desplazados y marginados del sistema capitalista; aunque muchos descubrieron, con paralizante estupefacción, que la Unión Soviética no era el paraíso proletario, tampoco su destrucción conducía al triunfo capitalista definitivo, a pesar de que no pocos entusiastas «ideólogos» arrastraran desde entonces, como dijera Mario Benedetti, «la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser».
Bush –padre– lanzó los proyectos de la Iniciativa para las Américas y el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, y algunos mexicanos ingenuos creyeron que se acercaba la hora de entrar al «primer mundo». Participé en enconadas y prolongadas discusiones en México con incautos que estaban convencidos de que llegaban al «sueño americano». Bill Clinton, el sucesor demócrata, firmó el Tratado de Libre Comercio, pero la historia, el «viejo topo», vino a aguar la fiesta, y justo el 1.0 de enero de 1994, cuando entraba en vigor, campesinos armados del estado de Chiapas ocuparon 7 cabeceras municipales y le anunciaron al mundo la existencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional; su líder visible, el subcomandante Marcos, proclamaba, no la toma del poder, sino algo mucho más difícil: la lucha por un mundo nuevo. A una nueva táctica sustentada por los poderes oligárquicos para ponerle fin a la historia, se oponía una vez más la resistencia de los pueblos, empeñados en construir otra historia.
Cuando Fukuyama y los estrategas de Washington trataban de convencernos del fin de la modernidad, resurgía el desafío de la premodernidad indigenista. Lo que posteriormente fue conocido como ALCA –Acuerdo de Libre Comercio con las Américas–, sería liquidado en 2005, en Mar del Plata, Argentina, durante la IV Cumbre de las Américas, gracias a la ofensiva de los pueblos encabezado por el ALBA –Alianza Bolivariana para los pueblos de América–, proceso de integración de América Latina y el Caribe fundado por Hugo Chávez y Fidel Castro en 2004, año en que se conmemoró el 180 aniversario de la victoria de Ayacucho. El cacareado «fin de la historia» sirvió para organizar otra táctica de resistencia e iniciar otra etapa en la larga lucha por la emancipación.
La Alianza Transpacífica anunciada en 2013 por Barack Obama es continuación de los intentos de ponerle otro «fin a la historia». Ahora se cuenta con diversas alternativas en un sistema de redes del ciberespacio como medio atractivo para la guerra cultural, junto a películas, series, espectáculos televisivos, videojuegos, videoclips… producidos fundamentalmente por la industria del entretenimiento –vocablo muy preciso– norteamericano. Limia pone al desnudo los mecanismos de las corporaciones, contando con la opinión de un prestigioso intelectual como Joseph E. Stiglitz –Premio Nobel de Economía en 2001– o un político de alto reconocimiento entre jóvenes universitarios de su país, como Bernie Sanders –candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Demócrata en las elecciones de 2016.
La cultura y el conocimiento no solo constituyen un requisito fundamental para trazar la política revolucionaria, sino que son imprescindibles para su ejecución, porque se necesita desentrañar los símbolos y paradigmas que actúan como agentes destructivos de la memoria histórica de los pueblos, columna vertebral de la actual guerra imperialista. Los políticos que no estén preparados para enfrentar esta nueva cruzada neoliberal sucumbirán inexorablemente; las políticas que no actúen en los campos de batalla en que se plantea la confrontación, con toda la inteligencia necesaria, no tendrán ninguna importancia para las nuevas generaciones. El texto demuestra cómo se hace coherente la vocación imperial con las declaraciones del presidente Barak Obama en su visita a La Habana; y su autor afirma que «...en esta batalla Cuba lleva las de ganar, como resultado de la profunda revolución cultural con que se edificó la nación a partir de 1959».
En el último capítulo, «Para conectar desde los sentimientos», Abel Prieto se pregunta cómo lograr la cultura y la conciencia socialista en nuestros jóvenes, y se impone la respuesta: con la construcción de saberes estratégicos que tributen a un ideario patriótico y socialista, con maestros cultos y sensibles –no en balde José de la Luz y Caballero afirmaba: «Tengamos el magisterio y Cuba será nuestra». Hay que continuar pensando cómo enseñar a pensar, hay que estimular y sensibilizar la «conexión de sentimientos» para lograr resultados de cultura, ciencia y conciencia patriótica. Limia examina cómo Estados Unidos, mediante sus emporios mediáticos, se dedica a hacer atractiva la lógica capitalista de la preponderancia de lo privado por encima de lo público; a Cuba no le queda otra alternativa que continuar trabajando para demostrar que con justicia social y preservación de sus políticas públicas, se puede garantizar una real sociedad de bienestar.
Pero en los idearios martiano y fidelista, ni a la felicidad se llega solamente con la riqueza material, ni a la prosperidad se arriba con un apoliticismo desmovilizador. El consumismo corrompe y desvía las emociones hacia un egoísmo ajeno al socialismo cubano; históricamente es enemigo de la justicia social. El empeño por «empoderar» a algunos cubanos para hacer fuerte una clase media en sí y convertirla en para sí, plataforma que después la conducirá a ser «para ellos», está en la agenda norteamericana contra Cuba, en su intento de «apagar» a la nación. El autor demuestra este propósito con palabras de gobernantes, funcionarios e instituciones estadounidenses. La suposición de que con un cambio generacional se construirá «algo nuevo» es cierta, pero no en la dirección insinuada por Obama en sus discursos habaneros. Las nuevas generaciones, participando en el imaginario de su nación, completando su república y perfeccionando su socialismo con las armas de la cultura y los valores, seguirán labrando en el surco de la Historia.
Si con sus dos primeros y extensos libros Limia demostró –junto a una gran eficacia comunicativa, dotes para la narración y prosa cuidada– la resistencia, largo aliento y astucia del corredor de fondo, en el ejercicio de síntesis contenido en las páginas de este breve volumen, se nos revela como avezado velocista, concentrado, y apto para un eficaz remate. En ambas «modalidades» impone su emoción, porque la historia para él no es ejercicio académico, pasado muerto, pretexto para vacuas conmemoraciones, sino carne y sangre de un presente que estamos cada día construyendo y un tiempo futuro que, como gustaba repetir Julio Antonio Mella, tiene que ser mejor. Tenemos que hacer mejor.
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