Por primera vez el lector
podrá encontrarse con los acontecimientos que rodearon la secreta presencia de
Meyer Lansky a finales de los años cincuenta en una delirante Habana de
hoteles-casinos, fastuosos cabarets y restaurantes, zonas burdeleras y sitios
de aventuras.
Se trata de la extraordinaria historia de un
proceso que condujo al estallido de la sangrienta guerra mafiosa entre el clan
Habana-Las Vegas y las familias sicilianas de Nueva York por el reparto de los
fabulosos negocios que se estaba generando en la capital cubana.
(...) Total, que esa noche me fui con el convertible, en
busca de una buena hembra. Dejé el Hotel Nacional sintiendo que la noche era
más que tentadora. Lo que yo conocía de La Habana era la imagen que había
dejado en 1948, en 1949. Ni siquiera el malecón habanero estaba concluido. En
esa época solo se extendía hasta la altura del morro donde se encuentra el
Hotel Nacional: más allá estaban las rocas, los arrecifes, toda la orilla del
mar; y para alcanzar la zona de Miramar, había que atravesar el río Almendares
por un puente de hierro. Igual ocurría si uno quería ir hasta las playas del
Este, hacia Matanzas, hacia Varadero. Había que darle la vuelta a la bahía, o
tomar la estrecha carretera central, y cruzar por un montón de pueblos, antes
de arribar a la ciudad de Matanza.
La Habana ahora se mostraba más que fascinante. Se habían construido avenidas.
Lo que hoy conocemos por la calle Línea, y los dos túneles que cruzaban por
debajo del río Almendares, y salían a la calle 31, y a esa extensa Quinta
Avenida, con flores, con palmas, con árboles, con mucho encanto y esplendor.
Hacía poco más de un año que se había inaugurado el túnel de la bahía, y los
autos podían entroncar con una radiante autopista, totalmente iluminada, que
serpenteaba a lo largo de toda la costa, con un paisaje marino excelente, hacia
las playas del Este, y más allá la ciudad de Matanzas, y esa vía que conducía a
las maravillas de Varadero.
En unos cuantos días, disfruté lo que nunca antes había podido hacer. Comencé
por visitar los sitios que solo conocía de referencia. Entré como un gran señor
en el cabaret Tropicana. A ese encantador paraje donde nunca había podido
asomarme, desde los días en que, con una plaga de adolescentes, nos dedicábamos
a hacerle la vida imposible a los noctámbulos que solían revolotear por los
alrededores del cabaret, entre uno y otro show.
Pude recorrer las calles, las avenidas de la esplendorosa Habana. Ese delirio
de luces, de lumínicos, con tanta gente elegante. La recorrí en autos nuevos,
relucientes, y pude observar también el mundo del cabaret Sans Souci, y el
fastuoso casino Parisién.
La Habana del gatillo alegre había cambiado. Era ahora La Habana del gatillo
organizado. De las perseguidoras, de las vigilancias policíacas; de los centros
nocturnos por excelencia, las casas de putas más refinadas del Caribe. Una
ciudad que, entre luces, imponía su imagen. Una ciudad donde los días se
fundían con las noches; y uno tenía la impresión de que la vida comenzaba
realmente a las diez de la noche. Una Habana alejada de los barrios marginales.
Esa noche me di a recorrer esta ciudad de mi alma, esta ciudad encantada; y
visité también los sitios más imprevisibles, donde la música y el bullicio era
algo que sólo se podía concebir en la imaginación. Después cené en el barrio
chino, y me puse a deambular por los burdeles de la zona, y estuve en algunos
otros parajes de la aventura; y asistí al show pornográfico del Teatro Shangai;
y salí de allí con una deliciosa morena, a darme unos tragos de ron en las
marquesinas del Paseo del Prado, a la hora del gallo, en aquel paraje tan
deslumbrante, frente al Capitolio Nacional.
Eran las tres de la madrugada, y la ciudad parecía que acababa de despertarse.
Entonces dejé a la preciosa en un cuarto de un hotelito cercano, y salí de
nuevo, hacia el puerto, a ver cómo estaba el ambiente en el Kursal, y regresé a
la zona del Parque Central casi al amanecer, a ocupar de nuevo el convertible,
a tomar otra habitación en el Hotel New York, para darme una ducha, y tomarme
un café fuerte.
Eran las nueve de la mañana cuando estaba llegando al Hotel Nacional. Ahora,
con la entrada del día, La Habana se mostraba con un especial encanto. Luego de
tantos años de ausencia había podido recorrer una vez más la ciudad de mi
nostalgia, no como lo hacía cuando era muchacho, cuando solía llevar a los
turistas norteamericanos a sitios de corta y raja. En esta ocasión era como si
yo fuese realmente el dueño y señor de todos aquellos parajes, por lo menos en
la apariencia, en la imaginación, recreándome en los lugares de mayor encanto,
de mayor esplendor.
La Habana no era ya la que yo había dejado en 1949. Esta era otra Habana, cuyo
malecón se extendía hasta entroncar con los jardines de la Quinta Avenida,
llena de lujosas mansiones, de los millonarios cubanos y norteamericanos.
Fue así, en esos días que empezaron a sucederse, con Lansky instalado en una
suite del Hotel Nacional. Lo recogía en la mañana, y lo llevaba hacia la Habana
Vieja, cuando tenía alguna entrevista. En otras ocasiones lo llevaba a los
lugares en los que radicaban sus negocios. Luego, sobre todo a la caída de la
noche, él me sugería que diéramos un paseo por el malecón. Esto sin contar las
veces que tenía que dirigirme a la casa de Joe Stasi. En ese recorrido, a
través de una suave senda arbolada, llena de curvas, al otro lado del río,
indicándome el viejo, sobre la marcha, el paraje al que deseaba arribar. El
sitio donde deseaba permanecer unos minutos, o una hora. El hotel al que debía
ir; o en cuál de los casinos lo estaban esperando.
Era un sucederse de días y noches, un dominar hasta el detalle la circulación
de las vías; un conocer, un presentir; y supe que entre sus relaciones se
encontraban Santo Trafficante, y Joe Stasi, y mister Norman; y Nicholas di
Constanzo; y Milton Side, y el Ministro de Gobernación de Batista; y que
también había algunos corsos, entre los que estaba un célebre personaje al que
le decían don Amleto Battisti, y que el núcleo central de los negocios de
Amadeo Barletta radicaba en plena Rampa; y los intereses de Meyer Lansky en La
Habana eran múltiples, diversos, complejos, no solo en lo relativo al juego
organizado: El Zar del Juego; sino que incluían espacios y relaciones con
importantes personajes de las finanzas y la política. Y que en la esplendorosa
Habana existía un mundo sumergido, secreto; y que los que no sentían admiración
por Meyer Lansky, experimentaban un poco de temor, o al menos un cierto
respeto. (...)
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