La Virgen de la Revolución


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La religiosidad de los cubanos es un hecho indiscutible. No somos un pueblo practicante pero sí devoto. Somos creyentes a «nuestra manera» y no hay mejor refrán que lo señale que ese que nuestros mayores solían repetir a cada rato: «tú solo te acuerdas de santa Bárbara cuando truena». Pero somos más que eso y, en nuestra multirreligiosidad, albergamos un sincretismo que nos lleva a creer en todo aquello que nos refuerza el espíritu, que nos agranda el corazón y que nos da sentido a la vida, tan machacada a veces por lo incomprensible.

Y las cosas sin querer se encadenan, porque cada quién prefiere verlas desde su punto de vista. Por eso, para muchos la historia de la Revolución nació marcada por una estrella, la misma que ha protegido a su Líder desde 1953, evitando que cayera asesinado durante el asalto al entonces inexpugnable cuartel Moncada o interponiendo a un militar honrado —el teniente Sarría—, frente a sus superiores, cuidándolo con su vida hasta llegar al Vivac de Santiago. La misma que continuó cubriendo con su manto protector la vida de todos aquellos revolucionarios que fueron presos en la Cárcel Modelo y que después partieron hacia México. La que inspiró al joven Almeida una canción a la Virgen de Guadalupe, para que los guardara y guiara a buen puerto, a pesar del mal tiempo y el exceso de tripulación del Granma.

Pero después sus símbolos fueron más visibles: las barbas, los collares, el color rojo y negro de los brazaletes, la paloma blanca posada sobre el hombro de Fidel en Columbia apenas unas horas después de su entrada triunfal en La Habana… Y después de 1959, el fracaso de todas las acciones intentadas para eliminarlo. ¿Quién niega entonces que sobre él y la Revolución actúan poderes divinos?

La imagen de una Virgen se levanta en el pasillo principal de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro; no como una aparecida sino como un altar devocional y reflexivo, en donde se guardan los poderes protectores que resguardan a la Revolución. Es una obra cargada de significados artísticos y espirituales, que toca a cada uno de manera diferente. Mas no es una obra pasiva. Lo primero que resalta en ella es el peso de su propio discurso, acentuado en la invocación que, a manera de rezo, destaca: «En cada casa o edificio, en las calles y hasta en los lugares más apartados, tendremos las obras protectoras para resistir el golpe sorpresivo del enemigo». Lo segundo, el material y el color como portadores de contenido. El barro cocido y el verde olivo —con ligeros toques de dorado—, se vuelven efectivos en Obras proyectoras, al enfatizar la relación entre arte y cultura popular. La imaginería, sacralizada en el alto relieve de la tarja y aculturado en las figuras devocionales de nueve san lázaros y una santa Bárbara, escoltan la posibilidad de la creencia en una simbología de fuerte arraigo en el pueblo cubano, que son, a la vez, figuras representativas de ese sincretismo propio que nos identifica.

Pero es también una obra que llama. Nadie pasa por su lado sin verla, sin detenerse a leer su plegaria, sin tocarla con disimulo o sin sentirla en el corazón. Es una obra muy cubana, que toca la fibra medular de una nación, de varias generaciones —aquí o allá— y de su historia. Es una gran instalación en la que pesan los agradecimientos de su autor, Lesmes Larroza, quien la exhibe cercana a otra de sus mejores y más emblemáticas piezas: el Monumento al Héroe Nacional de las Artes Plásticas, inaugurado durante la Bienal pasada.


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