Acabo de descubrir que no solo soy un emigrante analógico, sino que mis gustos, opiniones y visión ética sobre algunas cosas no es la correcta. Es decir, que entro en la categoría de dinosaurio social y cultural.
Imagino que en esa misma situación estén algunos de mis contemporáneos que profesan y practican algunas de esas “buenas costumbres y conceptos” que nos fueron legando nuestros padres y abuelos.
Me consideran “un desfasado social” por el hecho de haber enseñado a mis hijos a dar el asiento a personas mayores en los ómnibus; que no siempre actúan de modo recíproco e ignoran esa frase mágica que provoca una sonrisa orgullosa: ¡gracias!
He descubierto que “estoy chapado a la antigua” por atreverme a decir una frase agradable a una señora; de esas que pueden detener el tránsito y bloquear la calle 23 en los dos sentidos; que bien pudo inspirar un gran poema. Pero pobre de mí que tuve que dar explicaciones por cerca de una hora a la autoridad so pena de ser acusado de acoso.
Resulta que tuve la osadía de decirle al pasar por su lado una frase de uno de los veinte poemas del chileno Pablo Neruda. Ella, ni corta ni perezosa recurrió a la autoridad. Pobre de mí que aún creo en la fuerza de la palabra de un poeta.
Fue ese acto una señal de que ya no es políticamente correcto en algunos momentos tener bajo la manga y cerca del habla frases alentadoras y hermosas. Que un ápice de cultura poética ayuda en el arte del cortejo.
Las muchachas de mi generación tenían a modo de trofeo libretas en las que copiaban poemas de amor, frases hermosas y se ruborizaban cuando uno, galantemente, intentaba susurrarle al oído una frase de esas que ponen los pelos de punta.
Ellas se aferraban a la radio para escuchar la voz grave de un locutor que sabía de memoria cuanto poema de amor podía “componer el alma”. Entonces éramos jóvenes e indocumentados. Y tras ese poema de amor era obligado escuchar una canción bien escrita y bien cantada que narraba las penas de cierto hombre o mujer.
Solo que ignorábamos que Venancio desde la distancia, nos anunciaba “como estaban cambiando los tiempos” y nuestras urgencias no nos permitieron ver que una plantación de lechugas nos tapaba el bosque.
No sé en qué momento de la vida se quedó rezagada la decencia. Solo sé que un buen día comencé a sentirme un marginal, un solitario en esta laguna que es la sociedad.
Todos comenzamos a gritarnos, agredirnos por la más elemental frase y a sus hijos algunos enseñaron que era más importante socialmente ser “seguidor de Barrabás”, que se debía adorar a este hombre por encima de Robin Hood. En ese momento alguien, no sabemos quién, escribió en alguna pared “muerte a la decencia”.
Hubo muchos, de mi generación y las posteriores, que intentamos mantenernos en nuestra burbuja social. Que nos aferramos a ciertos valores y costumbres cual náufragos sociales hasta que la modernidad dio su gran aldabonazo: llegaron las redes sociales y murió radio bemba.
Fue entonces que “el solar del reverbero” se extendió a todos los espacios, a todos los grupos sociales y profesionales. Lo que antes se ventilaba de modo privado ahora se exponía en el patio de la accesoria, allí donde están ubicados los lavaderos y las letrinas esperan por alguien que tenga el valor de echarles un poco de agua para llevarse el hedor y el detritus del día anterior.
Hoy me he desayunado con la noticia de que mis gustos musicales no son políticamente correctos, según algunos medios y el parecer de algunos expertos. Que las canciones y cantantes que han sido determinantes en la banda sonora de mi vida – me gustaba más cuando decíamos “esa es mi canción”—es un fraude y que mis hijos deben denostar.
Alguien habló por mí. Ignoró que a casi a punto de cumplir sesenta años he vivido tanto y tan intensamente que el pasado es mi arma preferida en el arte de la sobrevivencia social, que ese pasado está cimentado sobre muchos ladrillos en los que, un toque de cultura sirve de sellador para poder sobrellevar la existencia.
Mis hijos, que son Milenians, o como ahora se quieran llamar, me invitan a su mundo en que youtubers e influencer son personas que lideran sus vidas y moldean sus acciones. Me recomiendan algo llamado postcast que no es otra cosa que un programa de radio televisado en el que alguien –con complejo de sabio o de dios moderno—quiere que amemos su verborrea.
En mi defensa debo decir que solo me quedó como asidero la memoria.
Uno de ellos me recomendó un sitio en que aún es posible me conecte con mi pasado, y forme parte de una comunidad en la que me sienta como pez en el agua. Ahí están aquellos que, hechos, programas y canciones que fueron moldeando mi vida y la de mi generación. Allí reviven mis ídolos y ciertas voces me recuerdan que aún hay espacio para la virtud y las buenas costumbres.
Es el lugar donde los “dinosaurios y cavernícolas de mi generación” intentamos sobrevivir. Lo lamentable es que cada vez somos menos. Me queda el consuelo de que hay alguien interesado en la arqueología social y, en un futuro hablará por nosotros.
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