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Lección de Teatro


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Fotos: Cortesía de la Cía Teatral Hubert de Blanck.

Para suerte y goce de los espectadores Mario Aguirre regresa al Teatro para conmemorar  sus 50 años de vida artística y  participar de una lección de teatro.  Esto en el mismo escenario donde en 1969, con apenas diecinueve años, debutó como integrante del mítico grupo Teatro Estudio, en el primer  reparto de Don Gil de las calzas verdes, del poeta dramático de la España del Siglo de Oro, Tirso de Molina, en puesta en escena de la Maestra Berta Martínez.

Por su trayectoria y su calidad probada la presencia de Mario en un elenco teatral es siempre suceso, pero ahora el asunto se potencia al intervenir en este excelente texto: Las heridas del viento,  del dramaturgo y guionista español Juan Carlos Rubio (autor también de Arizona, obra en el repertorio de la Cía. Hubert de Blanck), que sostienen solo dos actores en escena.  

Texto y espectáculo tratan igual tema: el amor, en esta ocasión a través de la fábula que entretejen David y Juan, tratando de llegar a conocer póstumamente a un tercero: Rafael, quien acaba de fallecer -padre del primero y  objeto del amor del segundo.

David, interpretado por Alberto González,  es el hijo que siente no haber recibido la suficiente atención; en particular, el cariño del padre, y que se halla ahora ante los papeles del mismo, ordenados por aquel de tan exquisita forma que no hay necesidad de organizar nada; sin embargo, David se interna en ellos con un único deseo: saber más de su padre, llegarlo a conocer tal vez. La exploración le depara una sorpresa: en una pequeña caja de metal, cerrada con llave, descubre  unas cartas de amor dirigidas a Rafael, firmadas, nada menos, que por otro hombre: Juan.

El joven lleva a otro plano su pesquisa, va al encuentro de Juan, a cargo de Mario Aguirre,  que significará, durante  poco más de una hora, el encuentro con mucho más.

A lo largo del  espectáculo Juan matiza sus apariciones: la presentación, la primera imagen,  es la del gay desenfadado, amanerado también, que asume su diferencia cualquiera que esta sea. La segunda es preparada; han quedado en verse en el parque y Juan realiza una aparición estruendosa a partir de su atuendo. La tercera vuelve al ámbito de Juan y no trae, en este sentido, nada nuevo, salvo que entre David y Juan el vínculo se rompe. La cuarta y última resulta definitiva: es Juan quien va hacia David, se adentra, al fin, en el ámbito de Rafael, que nunca antes conoció, y se presenta ahora en términos moderados, nada desafiantes, porque Juan ha decidido tener el diálogo que el hijo de Rafael le ha solicitado. Le devuelve las cartas escritas por él a Rafael durante tantos años, las mismas que David le había llevado en el primer encuentro y trae, para este, las cartas que Rafael le envió durante todo ese tiempo. Y ahí, en una escena primorosamente preparada, viene la sorpresa, el as que el dramaturgo se ha guardado bajo la manga durante todo este tiempo y que no voy a revelar aquí para no arruinar el disfrute de los próximos espectadores.

Mario Aguirre en el personaje de Juan está estupendo y nos ofrece una clase de actuación. Su personaje incluye todos los matices necesarios, de manera que es un placer verlo recorrer la partitura de la obra e ir desde las claves que nos ofrece en la presentación del personaje hasta esos otros tonos variados y sutiles que nos esperan en la última de sus escenas. No solo se ha modificado el atuendo, sino que el tempo-ritmo, la intensidad y el brillo de la voz  no son los mismos; la energía es otra. No obstante, cada una de las sílabas que componen sus parlamentos se escucha con claridad en la última fila de la sala teatral en esta reflexión que con aparente naturalidad él lleva a cabo sobre la escena. Me siento tentada a pensar es “la vieja escuela” y, de inmediato, me corrijo “es la escuela, la verdadera y única escuela del actor”, la que logra que, técnica incorporada mediante, él aparezca como con naturalidad, a la vista de cientos o miles de espectadores, bajo decenas o cientos de fuentes de luz  en el escenario. Es un privilegio volver a ver a Mario, en plenitud de facultades,  en las tablas defendiendo un carácter, es volver a ver a Teatro Estudio que, sin dudas, fue una escuela y mucho más, puesto que ahora mismo lo tomo como un referente.

Alberto González emplea con sabiduría lo que le ofrece su compañero de escena y lleva adelante un cometido complejo. Pero puede aún buscar más en sí mismo, hacer el camino sin precipitarse en resultados estereotipados.

En lo personal, me gustaría que los reclamos al padre ausente se realizaran de otro modo,  en una forma no manida, creando o, al menos,  usando una convención de otro tipo, alejada de este que aquí se utiliza.

La puesta de Fabricio Hernández se anota muchos tantos. Para comenzar, la selección del texto y del reparto. Es sobria y muestra un espacio muy bien compuesto, en el cual la obra fluye a partir de mínimos elementos. Ya esta capacidad la habíamos visto en sus trabajos precedentes. El espacio aquí obtiene significaciones bien interesantes, como cuando Juan visita la casa de David y Rafael y extiende la geografía de la misma hasta la propia área que antes hemos aceptado, por convención, como perteneciente a él. También pienso que el director ha sabido qué pedirle a los actores.

Vale la pena ir al encuentro de estas reflexiones sobre la naturaleza del amor, de  las definiciones  que aquí se ofrecen, que no son comunes, ni simples.

Vale la pena, también, intentar dar una explicación al proceder de Rafael con respecto a Juan. El dramaturgo ha jugado sus cartas con suma habilidad y una estructura tradicional de teatro  nos lleva a estar pendientes, no obstante, de cada señal proveniente del escenario y, encima, nos despide con un misterio de múltiples respuestas.

Aquí  hay, virando al revés la frase popular, poco ruido y muchas nueces.


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