No recuerdo exactamente cuándo fue la última vez que fui a un baile en que tocara Irakere. Si tengo presente la última vez que vi a aquella formación irrepetible dentro de la música cubana en un sitio donde se convocara a los cubanos a bailar.
Fue en el desaparecido Palacio de la Salsa. Era un jueves del mes de febrero; lo recuerdo totalmente porque esa noche pregunte si harían el habitual concierto el 24 de ese mes en Pogolotti para celebrar la fundación de ese barrio habanero. Corría el año 1997 y me enrolaba con un grupo de amigos en fundar –realmente era retomar—una de las tres revistas de música que habían surgido en esos años noventa y que tenía por nombre Salsa Cubana. Esa noche me acompañaba en su debut en aquel lugar el diseñador Pepe Menéndez.
El público ese día no era tan numeroso como en otras ocasiones; eso sí había una gran cantidad de músicos que habían venido por dos razones: una era escuchar a aquellos maestros de sus instrumentos y la otra causa, menos fraternal concluí al pasar los años, era medir si podían ser competidores en esta nueva etapa a sus propuestas. Solo que olvidaban algo medular: Irakere había sido la puerta giratoria dentro de la música cubana por la que muchos habían entrado; gracias a ellos habían encontrado un camino musical e inspiración para sus propuestas.
En honor a la más pura verdad el público no reaccionó como merecían aquellos músicos. Era entendible, sus intereses musicales habían cambiado. Al final del concierto tuve la oportunidad de hablar con Oscar Valdés y aún me resuenan sus palabras que anunciaban una profecía: “…mulato…en estos tiempos lo mejor que nosotros podemos hacer es salir a buscar otro camino… de todas formas la gente fuera de este lugar nos quiere…”
Oscar terminó de guardar sus jicamos –así llamaba a sus tambores—y abandonó el lugar. Se cerraba allí un capítulo importante de la historia de la música cubana del siglo XX. Ciertamente Irakere sobrevivió unos meses más, tal vez un par de años; pero aquella noche fue definitoria para aquellos músicos.
De Irakere al Proyecto Diakara
Lo cierto es que todos los músicos de Irakere de aquel entonces tomaron su propio camino; antes algunos, otros ya habían emprendido nuevos proyectos de los cuales el más notorio fue Habana Ensemble; Oscar por su parte concentró sus energías en el proyecto Diakara, una formación que había fundado años antes junto a sus hijos Oscarito en la batería, Diego en el bajo y Alberto en el sonido –él lamentaba que hubiera abandonado sus estudios de trompeta—y otros importantes músicos en su primera etapa como Emilio Vega en el piano, Roberto Vizcaino en la percusión, Julián Fernández en la guitarra y Hiosvany Terry en el sax y la flauta.
Ese primer Diakara fue el que acompañó por algún tiempo a Silvio Rodríguez una vez que terminó su etapa con Afrocuba y se fundió con Irakere para una gira del trovador a Chile.
Sin embargo; llegado el año 2000, y superado el nunca cumplido “el error del milenio” que trastocaría el mundo de las computadoras; Diakara ya no era el mismo; pero Oscar volcó en este proyecto todas sus fuerzas y poco a poco se mantuvo en el candelero musical hasta que llegó la hora de retirarse.
Oscar era y es el alma de Irakere. Su frente y su sello. Pero antes de eso había ya labrado un camino en la música y en la vida.
Su habilidad para alisar el cabello
En la vida era conocido en parte importante de los barrios de La Habana de los años setenta por su habilidad para atender y solucionar los problemas de belleza de muchas mujeres negras: se dedicada a hacer desriz, o “el procedimiento”. Un tratamiento a golpe de determinadas sustancias que alisaban el pelo de aquellas que se sometían a esta forma de peinado.
Ciertamente aún no se habían desarrollado otros métodos para que las mujeres negras alisaran sus pelos y pudieran lucir una real melena. Pero volvamos a esos años.
Mi madre y una de mis tías que recién se había mudado para Pogolotti eran algunas de sus clientas. Mi tía, de nombre Flora, vivía frente a su casa, solo se debía cruzar la calle para estar en la puerta de la casa del músico que dedicaba a esa tarea los ratos libres que tenía cuando no estaba ensayando.
Me parece estarlo viendo. Con un par de guantes de aquellos de latex, color verde, y sus utensilios bien ordenados. Un par de tenazas, un peine de hierro fundido, un peine de cabo de punta bien fina de color azul y un reverberó que junto a una llama azulada emitía un sonido infernal.
Oscar era diestro en esa tarea y tenía una inusual demanda en casi toda la ciudad que recorría en una moto alemana o checa (no recuerdo su marca) que tenía un sidecar y a la que debía dar algunas patadas para que arrancara.
Al ritmo de Bacalao con pan
Una de las particularidades de su servicio, el que ofrecía en su casa en un espacio pequeño y caluroso, era la presencia de música; por lo que se puede decir que los primeros seguidores de Irakere, quienes primero cantaron Bacalao con pan; o Moja el pan en la salsa fueron esas mujeres a las que prodigaba su tiempo en aras de una belleza capilar que debía ser retomada al menos dos veces al mes.
Un buen día mi madre decidió cambiar de peluquero, o de peinador que era realmente parte de la tarea. Era imposible conseguir un turno con Oscar, le escuché decir mientras me disponía a jugar con mis primos en el callejón que cruzaba la puerta de casa del músico. Cuando no estaba de viaje estaba ensayando con Irakere.
Esa tarea, y parte de sus clientas la asumió mi tía que había aprendido el oficio de “derrizadora” por obra y gracia de ser vecina de tan singular personaje.
Crecí, me forme profesionalmente y un buen día, tras visitar el salón Rosado de la Tropical, sitio donde ensayaba Irakere, Oscar me propuso a pedido del periodista Rudel Zaldívar que “ayudara a Oscarito y a Diego con el tema de la promoción del grupo”; era el año 1991 y por aquel entonces mi tiempo se compartía entre hacer comentarios sobre música en Radio Rebelde y escribir incansablemente buscando mi propio estilo.
Pero lo más importante era que Oscar me recordaba, yo era quel chiquillo cabezón que usaba espejuelos y era sobrino de Flora, la mujer de Manolo y que siempre le estaba preguntando cosas; pero lo más importante, yo me había atrevido a tocar sus tambores batá un día mientras él atendía a mi madre.
Me sentí privilegiado. No solo sabía quién era, sino que me había visto muchas veces tras el escenario observando a los músicos en toda presentación a la que podía asistir, sobre todo a las celebraciones del 24 de febrero.
Los tambores batá, que se había hecho a finales de 1972
Pasaron los años y pactamos hacer una entrevista. Eran parte de un dossier que sobre música cubana organizaba la Gaceta de la UNEAC pero no fue posible él estaba pendiente de operarse de la vista ante la aparición de cataratas y yo –no me apena confesarlo—no priorice el tiempo para verle; aun así siempre me dispensó su tiempo las veces que nos vimos antes de ponerse frente a los músicos de Diakara, que ya no eran los mismos, pero a los que inculcaba la energía para ejecutar y vivir el jazz latino y la música cubana. Y encabezando las presentaciones estaba el juego de tambores batá, que se había hecho a fines de 1972 cuando se preparaba para la fundación y debut de Irakere.
Los mismos tambores, de tamaño descomunal, que yo había profanado en mi lejana infancia cuando en medio de mis juegos infantiles alguien exclamaba a viva voz en el barrio “…fulana… aquí está Oscar el peluquero que vino a hacerme el derriz…”
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