“… por mucho que te lo digo/ tu siempre insistes…”
Un buen día nos despertamos y descubrimos al reggueton cómodamente sentado en la sala de nuestras casas, y que en sus alforjas traía algunos de los tantos males que la sociedad había ignorado, o a los que no habíamos prestado la debida atención durante mucho tiempo. Ocurre que el asunto nos sorprendió a todos y pasamos a “celebrar las gracias de la novedad musical” y en algunos casos a estimularla. De todas formas “somos la Isla de la música” y aquí cualquier ritmo pegajoso es bienvenido.
Tal vez esa actitud, un tanto chovinista, es la que no permitió ver la magnitud de un fenómeno musical que ya se extendía por todo el arco caribeño y que tenía distintos matices; pero en nuestro caso particular condicionado por el rechazo hacía el hip hop más realista y de marcado carácter social; que se manifestaba cada agosto en la localidad habanera de Alamar por medio de un festival dedicado al género y que siempre estaba en peligro de ser suspendido.
Para entender y poder convivir con el “nuevo inquilino” se hace necesario analizar, grosso modo, determinados elementos que arrojaran luz sobre tan peliagudo asunto.
Lo primero que hay que tener presente es que el reggueton ya estaba en el gusto de una parte de la sociedad cubana por medio del llamado “cotorreo” que disfrutábamos y bailábamos con los temas del “General”, a fines de los ochenta y comienzos de los noventa (recuerdan aquello del Pum Pum… mami, no me va a matar tu pum pum); que desde las calles de Panamá nos acercaba a una dinámica sonora que contrastaba con el trepidante sonido que comenzaban a imponer las orquestas cubanas y que para ese entonces muchos consideraban “reguero musical insoportable”.
Otro detalle interesante es la aparición de determinadas agrupaciones cubanas que se comienzan a identificar con esa forma urbana de hacer la música que se aleja del rap o hip hop más ortodoxo; y aquí hay que reconocer la visión de una empresa discográfica establecida en Cuba, Magic Music cuando lanza al trío SBS y su Chupa Pirulí, que escandalizó a la sociedad cubana de la segunda mitad de los años noventa del pasado siglo.
Pero lo que estaba ocurriendo no era fruto de la generación espontánea. Exponente del rap cubano comenzaron a emigrar para incorporarse a proyectos creativos en el extranjero que terminarían unos perdidos en el torrente cotidiano y otros llegarían a lo más alto del gusto a nivel internacional como ocurriría con los Orishas (casi todos parte del grupo Amenaza); otros con menos fortuna y visión quedarían para contar historias a sus descendientes de lo que pudieron ser alguna vez en la música; y un tercer grupo, bastante reducido, tomaría el camino de buscar “un hueco para luchar”, lo mismo desde el rap que desde cualquier espacio que se abriera, siempre que fuera en el giro de la música, donde convergerían raperos y DJ con diversas actitudes humanas, estéticas y por sobretodo existenciales.
Alguna vez, alguien —cuyo nombre nadie recordará— se aventuró a clasificar a los raperos cubanos como “un grupo de marginales que roza con el lumpen proletariado”. Tal juicio discriminatorio le granjeo el repudio de muchos; sin embargo, olvidaba algo y es que la marginalidad musical incluía además a los cultores de la música electrónica y el tecno. Y curiosamente ambas formas de hacer músicas estaban divididas dentro de la ciudad capital en dependencia del modus vivendi. El barrio determinaba la música a escuchar y a profesar como credo social. Pasábamos de “cheos y pepillos” a “miky y repa”; para confirmar el carácter cíclico de algunos fenómenos sociales que se expresan en la música cubana cada cierto tiempo y en el que se involucran el gusto por lo nuestro y la asimilación de modos, estilos y hasta formas de hacer internacional.
Los marginales, si así podemos llamar a raperos y DJ, comenzaron a hacer causa común se lanzaron a buscar un espacio en el que pudieran converger sus intereses. Es cierto que fue una parte de los integrantes de estas dos corrientes; pero esa parte arrastró a un buen número de talentos y otros no tan notables en los que aplicaría el darwinismo social. La hora del reggueton había sonado para la música y la sociedad cubana y en el pistoletazo de salida primó la imitación de algunos patrones ajenos a nuestra idiosincrasia musical y social. Las historias a contar por los cubanos aunque reflejaran lugares comunes, se centraban en particularidades muy locales; tal vez la enfermedad crónica que padece la música popular cubana y del que el reggueton no se libraría.
Pero la mímesis duró poco tiempo, justo el necesario para que la oreja peluda del Pello asomara en el trabajo de una agrupación que se convertiría en referente y tomara la vanguardia creativa en un comienzo, se trataba de los 4; aquellos que sobrevivieron a la estampida migratoria de Eduardo Mora, o para llamarlo como todos le conocían: Eddy K.
Lo demás era historia por escribir. Aún no se había destapado la caja de Pandora que movilizaría a la sociedad cubana; faltaban los textos y la fuerza arrolladora de la piratería como soporte sonoro. Cuba llegará a tener más reguetoneros por metros cuadrados que cualquier otro lugar conocido.
Los marginales asaltaban los espacios públicos; ellos —que son los hijos de las pérdidas sufridas por la sociedad cubana en los años noventa— se valdrían de cualquier medio a su alcance para imponerse y aunque parezca increíble parecía que estaban a punto de lograrlo.
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