Los libros (algunos) que nos hicieron hombres de bien


los-libros-algunos-que-nos-hicieron-hombres-de-bien

Mis hijos y sus amigos se han ido a la Feria del Libro. Tienen edad suficiente para elegir libros de su interés y que respondan a sus inquietudes culturales. De hecho, desde que nacieron, el asistir a la Feria, buen sea en la Cabaña o en el Pabellón Cuba, es parte de sus actividades anuales de importancia; tanto que compite con las vacaciones.

Cada año ellos regresan cargados de libros que no siempre leen en un primer momento, pero que han convertido nuestro librero en una imitación en miniatura de una biblioteca; y con una complementaria lista de misceláneas no siempre funcionales, que incluyen material escolar y de oficina.

Como padre, pocas veces he intervenido en lo que leen recientemente; y no es por dejadez o desidia: se trata de que por años nos hemos preocupado, los dos, por marcarle una pauta de lectura plural en función de que sus horizontes culturales y profesionales siempre estén en constante evolución. 

Verlos partir a la Feria, cargados de entusiasmo, me recuerda aquellos momentos en que descubrí el mundo de las librerías y de los libros. Si; porque hay una diferencia sustancial entre las librerías y los libros. Los libros son un remanso de conocimientos y acumulación de historias en la que alguna vez nos vemos reflejados; en ellos viven los héroes que nos han de definir algún sueño o abrirán la puerta de nuestra imaginación; también son el vínculo entre el pasado, el presente y un futuro que algún escritor ha de imaginar y que algún día veremos.

Las librerías son caso aparte. Pudiera definirlas como los templos complementarios del saber. La antesala de las bibliotecas. En ellas habita un tipo de guardián que hoy parece condenado a desaparecer: el librero. Y muchos de los libreros que conocí eran personas diferentes, casi únicas. Como venidos de otra galaxia. 

Como pudo haber pasado a muchos de mi generación el primer encuentro con el placer de la lectura llegó en la primera infancia de dos formas distintas: la curiosidad y el ver al abuelo sentado en su sillón absorto en la lectura del periódico o de alguna revista. Las abuelas no se quedaban atrás, muchas estaban a la caza de las recetas de algún dulce rico con el que complacernos y muchas de esas formulas estaban en libros y en las páginas de alguna revista. Y ciertamente la referencia para hacer el dulce o la comida que se proponía venía sugerida con las cantidades exactas –precisión casi milimétrica-- de ingredientes y la forma de ejecución; pero nuestras abuelas las modificaban y “a ojo de buen cubero” logran el mismo resultado, en algunos casos superiores o establecían sus modificaciones, que el previsto por el experto. 

La curiosidad era y será siempre la primera y mejor forma de acercarse a la lectura. No lo recuerdo, pero cuentan mis mayores que más de una vez desgarré la página de alguno de los libros de los abuelos, las golpeaba con mis pequeñas manos cuando no lograba pasar a la siguiente, o en un franco de ataque de ira propio de los párvulos las desgarraba. Cuentan que; a pesar de los regaños y las páginas rotas; siempre estaba listo a acercarme a los libros.

La escuela fue el primer acercamiento al arte de leer. Primero fue el aprendizaje de las letras –las vocales siempre ha sido una responsabilidad de la familia, lo mismo que el corregir las palabras mal dichas y el modificar el lenguaje infantil cuando el niño dice primero “carajo” que “comida o abuela” – y su escritura. Después vendría en acto de leer con buena pronunciación y respetando las pautas que establecen los signos de puntuación y por último (en mi caso muy particular) las copias cierta lectura ante las indisciplinas cometidas en una clase.

En mi caso la letra, y la lectura, no entró con sangre sino con caligrafía.

En ese arte de hacer diez copias de un texto, cierta maestra descubrió que de modo habilidoso había adelantado algunos párrafos de esa lectura de castigo y, cual mago ante un público que conoce sus trucos, decidió modificarme el castigo: debía leer el libro “Oros viejos” de Herminio Almendros y desarrollar una composición de doce párrafos donde relatara mi experiencia de lectura. Ah, y tenía dos días para hacerlo. Moraleja: debía desechar las copias adelantadas. Ada Negrín, que era su nombre, me obligó a escribir mi primer ensayo a la edad de once años y cursando el quinto grado.

En ese mismo tiempo mis padres me regalaron un grupo de libros que me alejaron por un tiempo, sobre todo después de clases, del placer de mataperrear en el barrio. Sus títulos: Las aventuras de Tom Swayer de Mark Twing; Colmillo blanco de Jack London; Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas; Los conquistadores del fuego y Robin Hood. Los libros llegaron junto con un regaño de la escuela por alguna bellaquería, lo que trajo como consecuencia un merecido castigo que hube de protestar acostado leyendo estos libros una y otra vez; hasta casi llegar a conocerlos al dedillo.

Sin proponérmelo y saberlo estaba fomentado mi necesidad insaciable de leer y con esa necesidad llegó el momento y la hora de descubrir las librerías y a los libreros. 

Mi primera librería favorita fue la Abel Santamaría, la que está en la calle 25 en el Vedado. No olvido que tenía grandes estantes llenos de libros, identificados por géneros y autores. Lo primero que compre allí fue casi todos los libros de julio Verne y Emilio Salgari, lo hice en compañía de un amigo: Bárbaro Zayas al que todos llamaban “Machi” y nos gastamos la astronómica cifra de treinta y cinco pesos entre los dos. Como complementos encontramos en ese lugar a quien se convertiría en nuestro primer consejero de lectura que respondía al nombre de Eduardo Guzmán Gallego.

Era un señor mayor que se gastaba una barba medio encanecida y que acusaba las manchas de nicotina; recuerdo que fumaba sin parar. Eduardo, o “Gallego” como todos le llamaban y conocían, había sido en su tiempo maestro normalista y una afección en sus cuerdas vocales le alejo de las aulas y trabajar en una librería era su forma de continuar en el mundo del magisterio.

Gallego se convirtió en un confidente de nuestra pasión por la lectura y la estimulaba haciendo una selección de libros que debíamos leer para ser mejores personas; y esa selección vino acompañada de una reunión con nuestros padres para que nos autorizaran a ser parte de un club de lectura que estaba organizando y que debía reunirse los sábados en la mañana. Con la anuencia de mis padres me convertí en parte fundamental de aquel sueño hasta el mismo instante que su salud se resquebrajo tanto que decidió que debíamos continuar nuestro club con un amigo suyo, nombrado Meriño, que trabajaba en la biblioteca Nacional en la sala de préstamos, o biblioteca circulante.

Ahora poseía un carnet de miembro de la Biblioteca Nacional y esa distinción me permitía acceder a libros increíbles, a textos que no estaban al alcance de todos. Y como bono extra Meriño nos abrió las puertas de la “librería de viejos” que tenía su familia en la calle Gervasio esquina a Reina.

Aquel cambio de lugar, de librero y de acceso a libros modificó mis hábitos de lectura. Los Meriño me sugirieron leer nuevas cosas, consideraban que estaba listo para una literatura más compleja, así llegué a los libros de algunos escritores norteamericanos; sobre todo a una colección de cuentos que habían sido publicados en los años sesenta por la editorial Arte y Literatura; a las novelas de Estendal y a Víctor Hugo. Pero lo más impresionante fue leer los poemas de Edgar Allan Poe. 

No olvido que eran los tiempos en que las novelas policiacas eran la pasión de todos en Cuba y sus autores los líderes del gusto popular. Allí, en aquel sitio conocí a Daniel Chavarria y a Armando Cristóbal Pérez que eran asiduos a hurgar en sus montones de libros apilados lo mismo en cajas que en estantes que desafiaban las leyes de la física, sobre todo la de la gravedad.

Con esas herramientas iniciales fui armando y complejizando mi gusto literario y me volví más electivo en cuanto a escritores, estilos o escuelas; lo que llevó a tener mi propia biblioteca.

Lo demás es historia. Un buen día me vi sentado escribiendo mis primeras líneas, esperando la aprobación o no de algún escritor conocido y soñando con ser un escritor famoso.

Tuve la suerte, además, de conocer y esperar la aprobación de un hombre de la talla de Fernando Portuondo que antes de leer mi “posible intento de un cuento” me acotó: “…si a tu abuela le gusta entonces es perfecto…” Portuondo nunca me dio su criterio, pero si me saludaba con afecto las veces que volvimos a vernos; lo que me impidió saber que pensaba de mi relato tan ilustre profesor.

Ahora, que mis hijos han regresado de la Feria, atestados de libros; me tomo unos minutos para revisar su compra y descubro, amarillento, en una esquina del librero casero aquel ejemplar de Las aventuras de Tom Sawyer que mi padre me regalara hace más de medio siglo, ajado por las veces que le he leído y las que mis hijos le han prestado atención.

Es la historia y el libro que hemos compartido y todo indica que será la marca literaria de nuestras vidas. 

 


0 comentarios

Deje un comentario



v5.1 ©2019
Desarrollado por Cubarte