Las imágenes lo revelan delgado, con la tristeza reflejada en su rostro y una larga barba de mambí, como lucía en su última etapa, pero aquella persona, golpeada por los años y el dolor, fue en verdad un soñador, uno de los hombres más ricos del Oriente de Cuba y patriota excepcional.
Poco hablamos de Francisco Vicente Aguilera y Tamayo, el niño nacido en cuna de oro en Bayamo, el adolescente huérfano de padre, el joven gallardo que despertaba elogios en las mujeres, el poderoso hacendado que pudo recibir el título de Conde y dejó las comodidades para irse a la manigua con negros y otros humildes en busca del anhelo de un mejor país.
Hijo de Antonio María Aguilera y Juana Tamayo Infante, ambos provenientes de familias con muchísimas riquezas, sorprende el sentimiento patriótico y deseo de impulsar una revolución social de aquel hombre, que vio la luz primera el 23 de junio de 1821.
El historiador Aldo Daniel Naranjo, un ferviente estudioso de su vida, cuenta que solamente el padre tenía tres ingenios azucareros con altas producciones de azúcar y aguardiente, haciendas ganaderas con más de 12 mil cabezas de ganado vacuno, grandes corrales de puercos y más de 300 caballerías de árboles maderables.
A eso se suma que el progenitor fue Coronel de las Milicias Blancas, de las zonas de Bayamo y Santiago de Cuba, alguien con altas posiciones políticas y económicas, y actitudes de apego a España.
Francisco, quien siempre deseó ser abogado, el muchacho de Bayamo, tierra de otros grandes como Carlos Manuel de Céspedes y donde el corazón noble del país parece latir más fuerte, estudió en diferentes colegios, incluido uno dirigido por el pedagogo y filósofo José de la Luz y Caballero en La Habana, donde se enamoró de la idea de una República gobernada por el pueblo.
Su progenitor murió en 1834, cuando el futuro patriota apenas tenía 13 años, ya su hermano mayor también había fallecido, y Francisco, primer heredero, tuvo que regresar a la actual capital de Granma para cuidar e incrementar los bienes, acompañado de su madre.
Según Daniel Naranjo, la señora Juana Tamayo, mujer bellísima y elegante, con piel blanca y ojos azules, jamás se casó otra vez y poseía un carácter muy fuerte, por el cual era llamada La Coronela, pero la relación entre ella y su hijo fue siempre amorosa.
Los dos, junto a otros “pudientes”, impulsaron obras de beneficio social como puentes, una carretera entre Bayamo y Manzanillo, la creación de un teatro en 1849 e intentos para traer el ferrocarril hasta esta zona.
Francisco, dueño también de tres panaderías, 20 casas de alquiler y una confitería, contrajo matrimonio con Ana de Quindelán, hija de un brigadier español, lo cual favoreció el aumento de su riqueza, que abarcaba propiedades en las actuales provincias de Santiago de Cuba y Guantánamo.
Daniel Naranjo refiere con entusiasmo que su familia hasta realizó gestiones para conseguir el título de Conde, el cual podía ser comprado sin dificultad, pero el digno bayamés lo rechazó.
Era tanta su riqueza que algunos todavía comentan sobre la posibilidad de que parte de su tesoro esté enterrado en el terreno donde se encontraba uno de sus ingenios. En aquella época hasta se aseguraba que había solicitado a los reyes de España permiso para conformar el piso de su casa de monedas de oro, lo cual era fruto de la imaginación popular.
Aquel hombre tremendo, que sufrió la muerte de su mamá a principios de la década de 1860, prefirió vivir la aventura hermosa, difícil y osada de hacer una revolución profundamente popular, en una época donde el paradigma de las “naciones civilizadas” era la construcción del capitalismo, y eso lo hace más grande, lo eleva hasta la infinidad.
Muchas veces coincidió con Céspedes, considerado actualmente el Padre de la Patria, quien apenas lo superaba en dos años de edad, y juntos convirtieron en realidad algunos proyectos para desarrollar el territorio.
La mayor obra de los dos fue organizar la gesta de 1868. Aguilera reconoció al otro patriota como jefe supremo del movimiento y se opuso a quienes pretendieron discutir su liderazgo. Especialistas aseguran que la incorporación de Aguilera influyó en los alzamientos masivos posteriores, y con una frase frenó los ánimos de quienes llamaban a la desunión: “Acatemos a Céspedes si queremos que la Revolución no fracase”.
Después de comenzar la contienda, fue nombrado Mayor General, Secretario de la Guerra, General en Jefe del Ejército de Oriente, y vicepresidente de la República de Cuba en Armas. En 1871, cuando ocupaba esa última responsabilidad, se trasladó a Estados Unidos con el encargo de unir a los emigrados y aumentar el envío de recursos, pero no lo logró, debido a la traición de algunos y la acción del gobierno norteamericano, empeñado en mantener a Cuba bajo el yugo español, mientras creaba condiciones para apoderarse de la nación.
Aguilera, quien tuvo más de 10 hijos, soportó chantajes y falsas promesas, persecuciones, hambre y enfermedades; sacrificó la fortuna, la familia y la vida en busca de un anhelo noble: el de un mejor país para todos, su mejor enseñanza.
El 22 de febrero de 1877, aquel señor extremadamente rico años antes, el dueño de numerosas riquezas, el hombre de la barba de mambí definido por José Martí como “el millonario heroico, el caballero intachable, el padre de la República”, murió en Nueva York, acompañado por la absoluta miseria material.
En aquel momento ni siquiera podía hablar, víctima de un cáncer de laringe. Triste final para quien debe vivir siempre entre los cubanos.
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