Manolo Villar.


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Manolo Villar.

Uno de los grandes placeres de mi etapa de infancia y adolescencia, además de ver diariamente las aventuras a las siete y media, era sentarme a escuchar la radio. Diría que más placentero, era el jugar a encontrar una emisora que lograra satisfacer mis nacientes inquietudes musicales.

Sí; porque la radio que conocí en mi infancia estaba más centrada en lo musical que en lo informativo; con la excepción de Radio Reloj que era “la emisora musical de casi todas las familias”. Su ritmo constante, tan obstinado como el bajo sincopado de la música cubana –eso que llaman cinquillo los estudiosos--, era la melodía que solía despertar a esta nación antes de la llegada de los teléfonos inteligentes y los despertadores electrónicos con sus números digitales. Sólo “el tumbao matinal” de los relojes de cuerdas podía competir con Radio Reloj.

De tanto escuchar esa emisora muchos llegamos a creer que Juan Emilio Frigulls era el miembro de nuestra familia, encargado de contar las interioridades de cada casa a la que era invitado sin él saberlo. Y que el redoble del tic tac de la emisora era una advertencia de que la posibilidad de llegar tarde al trabajo o a la escuela estaba cerca; tan cerca como la vergüenza de tener que espiar al vecino porque al radio de la casa se le había roto un bombillo.

Eso de estar atado a la radio ganó en importancia en mi vida cuando mis padres me regalaron un “radio de pilas”, portátil, marca Sokols hecho en la antigua Unión Soviética. Debo decir que ellos se habían comprado antes un VEF de origen alemán y estaban aspirando a uno marca Selena –que aún no cantaba tecno cumbias—cuyas posibilidades eran superiores, tanto que se podían escuchar los programas que se transmitían en FM, todos ellos originados en el estado de la Florida.

Tener un radio portátil daba distinción, independencia sonora y libertad de escucha, siempre y cuando las pilas duraran lo suficiente. No voy a negar que fui uno más de los que tuvo una colección de pilas, de distintos orígenes y marcas, almacenadas en el refrigerador de la casa añorando que lograran reactivar su carga útil. Ellas compartían el espacio destinado a las medicinas en tan importante artefacto doméstico.

Mis preferidas eran las Yara, que se producían en una fábrica cercana a la escuela vocacional Lenin, en la misma planta donde se crearon los radios marca Juvenil (¿era ese su nombre?) y se ensamblaban los televisores Caribe que tanto orgullo nos dieron.

Escuchar la radio me abrió las puertas a sintonizar los domingos en la mañana el programa de la orquesta Aragón y ser un candidato más a bailar el “chaonda”, ser parte de los vecinos del edificio de Alegrías de sobremesas y disfrutar las canciones de Nocturno. Todo ello en mi propio espacio privado, sin necesidad de tener compañía. Podía desafinar a viva voz y regodearme en mi ridícula manera de imaginar el modo de tomar el micrófono de los cantantes del momento.

Crecí y me asocié a los criterios, acertados o no pero siempre honestos, de Eduardo Rosillo sobre ciertos temas de la música cubana. Me imaginé sentado a su lado cuando presentaba a las orquestas del momento o cuando relataba una anécdota que había vivido.

Así llegó mi hora de entrar a la radio. No para hacer una visita guiada. Fui invitado a comentar sobre temas de música cubana en la emisora Radio Rebelde, en especial en la emisión sabatina del programa Haciendo Radio y fue allí donde estuve cara a cara, compartiendo micrófonos con Manuel Villar.

A Manolo Villar le conocía desde la distancia. Alguna que otra vez nos vimos en el bar Hurón Azul de la UNEAC y fue Helio Orovio quien nos fue acercando en la medida que crecía nuestra amistad.

Helio y muchos de los compositores que allí recalaban le consideraban un gurú de la música cubana que se atesoraba en los archivos de la emisora Radio Rebelde. No era para menos, él había entrado a trabajar en el medio a fines de los años treinta con tan solo diez y seis años y había desempeñado casi todos los oficios posibles y probables que se vinculan a la radio. Solo le superaba en tiempo y habilidad Oscar Luis López por una semana; solía afirmar.

Desde el primer día que estuve ante un micrófono Villar me dio la confianza suficiente para que hiciera las cosas bien; pero su bondad fue mayor al invitarme a su “cuarto de misterios”, para que escuchara decenas de grabaciones de grandes figuras de la música cubana y latina, que guardaba perfectamente organizadas y clasificadas por años, programas y duración. Cada cinta tenía un registro de aquellas personas involucradas en el programa de marras. Su colección incluía además, discos de cristal y algunos cilindros metálicos que pensaba donar en su momento al museo de la música.

Fue un privilegio que compartí con Gaspar Marrero al que consideraba su hijo putativo en la profesión.

El viejo Villar, me obsequió, una caja con diez casetes con toda la música de Machito y sus Afrocubanos y que le había sido obsequiada nada más y nada menos que por el mismo Machito cuando visitó New York a fines de los años ochenta. Había viajado a esa ciudad a visitar a su única hermana, y casi todo el tiempo lo pasó visitando amigos y comprando música. Como extra agregó dos casetes con la música de Vicentico Valdés, de quien era amigo, se cartearon hasta meses antes de morir el cantante cubano, en cuya casa pasó más tiempo durante ese viaje.

No voy a negar que convertí la música de Machito y Mario Bauzá en mi preferida de ese entonces, hoy lo sigue siendo; y que me imaginé un día siendo parte del público que le pudo escuchar en el Palladium Ball Room –Manuel estuvo ahí en los años cincuenta cuando estuvo en un curso en el Radio City de la ciudad para hacerse grabador.

Con el paso de los años, Villar fue quedando para mencionar o referirse a acontecimientos y fechas memorables de la música cubana. Lo hacía cada día en el programa Frecuencia total que dirigía Ramón Espígul; de cuyo padre fue amigo y compañero de fechorías musicales. Él llamaba a ese momento en que se volvía a poner ante el micrófono como “calendario musical”; pero en privado decía que “era la hora de radio sarcófago” pues siempre había un muerto de por medio.

Para mí, y para quienes le conocieron, era todo un sabio. Un sabio que siempre estaba presto a dar una fecha o a comentar un acontecimiento sin la petulancia que hoy algunos exhiben. Lo había vivido todo, pero nunca escribió nada; a diferencia de Oscar Luis López con quien más de una vez le oí  conversar y discutir la exactitud de un nombre o una fecha.

Manuel Villar parece que no piensa irse de la historia de la radio cubana. Ahora está en la televisión. Miro el personaje que interpreta el actor Rubén Breñas en la novela que ahora se transmite y solo le diferencia el color del pelo. Manolo Villar a los ochenta años no tenía canas.

Breñas lo hace bien. Tal parece que se integraron ambos espíritus.

Lástima que nunca se hayan conocido.


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