Uno de los grandes mitos que ha rodeado el concepto de primera línea ha sido “su inviolabilidad y carácter selectivo”; tal y como si fuera una cofradía o asociación fraternal en la que se deben cumplir determinados requisitos o disponer de ciertas habilidades para pertenecer a la misma. Al menos es lo que marcan las apariencias. Digo aparente y me remito a las decenas de veces que escuché a muchos directores de orquestas, funcionarios y afines, repetir hasta el cansancio que “gracias a ese selecto club de elegidos” hay un futuro y una vanguardia en la música popular cubana.
Nada más alejado de la verdad. Semejante juicio, además de festinado habla de hasta qué punto hay una visión sectaria de las otras caras de la música cubana. Además de que en el fondo hay cierto tufo a “lucha de clases”.
Sin embargo; razones no les faltan a quienes así piensan.
Para validar “la primera línea” y a sus miembros, en un comienzo, se creó y se puso a disposición de ellos una agencia con ciertos poderes omnímodos; algo que hasta ese entonces era impensable. Y como todo club selectivo, eran ellos mismos los que decidían a quien se aceptaba o no en ese club; no obstante haber sus excepciones. Mas con lo único que nunca llegaron a contar sus promotores era con la necesaria dialéctica de la misma música cubana. Otro elemento a su favor, y de alguna manera determinante, era su carácter citadino o habanocentrista. Para sus promotores e impulsores era condición sine qua non que se debía vivir y triunfar en La Habana y en sus espacios bailables o centros de presentación.
Solo que en ese entonces se ignoró un elemento importante: eran los años noventa, la sociedad y la economía no eran las mismas.
Vale la pena preguntarse entonces si aquellos que estaban lejos de la capital –el centro político, económico y cultural de la nación—, no tenían derecho a ser considerados parte de esa “primera línea fundacional”. Incluso algunos de los que aún continuaban trabajando al menos con bajo perfil interno no merecían ese honor.
Personalmente nunca entendí que importantes directores de orquestas nunca defendieran la inclusión (obligada y necesaria) en esa denominación de orquestas como La Aragón o La Original de Manzanillo; a pesar de que públicamente agradecían la influencia en su trabajo, de su respeto al mismo y su amistad con sus directores. En el fondo se trataba de factores económicos y de la influencia de esos marginales que les rodeaban.
Con lo único que no llegaron a contar los promotores de esa visión sesgada del entorno socio musical más allá de la capital fue con la capacidad de reinventarse –hoy le llaman resiliencia—de los músicos y la música cubana. Tampoco contaron con un elemento fundamental: las posibles reacciones del mercado y de los públicos más allá de nuestras fronteras.
Más allá del fuerte impacto internacional logrado por proyectos como el Buenavista Social Club, el Cubanismo, la Vieja Trova Santiaguera, Compay Segundo y sus muchachos; el Guayabero, La Estudiantina Invasora y la Familia Varela-Miranda; correspondió a los músicos santiagueros retomar aquellas zonas que “desde el centro” se consideraban inferiores o menos cercanas al gran público y que no respondían a sus intereses estético/comerciales.
Los músicos santiagueros y sus promotores decidieron regresar al son; que a fin de cuentas es el comienzo de casi todos los caminos sonoros de la música cubana; además de la rumba. El son modo de septetos y sextetos. El son sin grandes complejidades armónicas o tímbricas. Simplemente el son como solo ellos saben hacerlo, apegados a la tradición, pero con la mirada y el lenguaje de su tiempo. Lección dada por Miguel Matamoros en su momento.
La llegada de nuevos actores musicales no fue muy bien vista por aquellos que habían sentado cátedra acerca de las jerarquías musicales cubanas en los años noventa, bien fueran músicos, ejecutivos de los sellos discográficos y promotores; incluso se llegó a condicionar a determinado segmento de público para que rechazara a estos nuevos implicados.
Eran unos intrusos y debían ser tratados como tal. Fue entonces que se desató contra “los clásicos de provincia”, en un principio la furia de aquellos marginales cercanos a muchos de los líderes del momento. Primero fueron acciones discriminatorias al estilo de “… no están a nuestra altura…”, o se apeló a exigencias imposibles de cumplir por algunos interesados en acercar dos modos de hacer la música cubana; entre otras disparatadas demandas.
Solo que aquellas acciones funcionaron a nivel interno.
El mercado internacional de la música estaba pidiendo a gritos música cubana, solo que necesitaban la tradicional; aquella que estaba en sintonía no solo con gustos preestablecidos, sino esa que era auténtica y que establecía una relación directa con nombres como los de Arsenio Rodríguez, Miguel Matamoros e Ignacio Piñeiro.
La primera línea de ese entonces, la que parecía monolítica, era prácticamente ignorada de modo constante en los grandes circuitos de presentaciones de ese entonces (los años noventa en sus finales); tanto que su mayor propuesta para copar el mercado fracasó estrepitosamente por un error de cálculo de sus impulsores: apostaron a una negación virulenta de lo tradicional; y con ello marcaron el principio del fin de su ciclo vital.
Sin proponérselo abrieron las compuertas del cambio en esa definición y con ellas las reglas del juego se debían modificar. Se trataba de cohabitar y los de “la primera línea” más los marginales que le acompañaban no estaban preparados para ello.
Deje un comentario