Algunos, porque parece envuelta en un velo de onírico encantamiento, la nombran La Bella Durmiente.
Otros, aludiendo a sus puentes y a que vive en el líquido elemento, en un paisaje fluvial y marítimo, prefieren llamarla la Venecia de Cuba.
Pero unos terceros -desde 1860-, cuando recuerdan que es plaza fuerte de la cultura -poesía incluida- optan por denominarla la Atenas de Cuba.
Si usted incursiona por aquellos gráciles parajes citadinos, siempre habrá un guía cordial que le muestre sus ríos y sus puentes, el arco amable de la bahía. Pero, invariablemente, también lo tomará de la mano para llevarlo hasta la calle Gelabert, para allí susurrar: “Ésa es la casa del poeta”.
José Jacinto Milanés, el bardo infeliz de Matanzas, lidió aquí contra las espesas tinieblas de la locura, que ensombrecieron gran parte de su existencia. Aquejado de mal de amores, por un romance, desventurado romance con una prima, murió mentalmente desquiciado antes de arribar a la cincuentena.
Mas el vate infortunado dejó tras sí versos que sus compatriotas fervientemente memorizamos desde que abrimos el primer libro de la escuela primaria. Entre ellos los de La tórtola, poema que algunos leen como finísimo y desgarrado canto de amor, en tanto que otros lo consideran una velada alusión al ansia de la libertad de Cuba, sofocada por la metrópoli despiadada:
“Tórtola mía, sin estar presa,
hecha a mi cama y hecha a mi mesa,
a un beso ahora y otro después,
¿por qué te has ido, qué fuga es ésa,
cimarronzuela de rojos pies?
¡Ay!, mas tu fuga bien me acredita
que ansías ser libre, pasión bendita,
que aunque la llore la apruebo yo.
Ay de mi tórtola, mi tortolita,
que al monte ha ido y allá quedó”.
También en nuestra Atenas viene al mundo -1861- un descendiente de irlandeses cuya cuerda vibrará con encendido acento patriótico. Bonifacio Byrne estaría llamado a ser el “Cantor de la Bandera”:
“Al volver de distante ribera,
con el alma enlutada y sombría,
afanoso busqué mi bandera
¡y otra he visto además de la mía!
¿Dónde está mi bandera cubana,
la bandera más bella que existe?
¡Desde el buque la vi esta mañana,
y no he visto una cosa más triste!
Con la fe de las almas austeras,
hoy sostengo con honda energía,
que no deben flotar dos banderas
donde basta con una: ¡la mía!
En los campos que hoy son un osario
vio a los bravos batiéndose juntos,
y ella ha sido el honroso sudario
de los pobres guerreros difuntos.
Orgullosa lució en la pelea,
sin pueril y romántico alarde;
¡al cubano que en ella no crea
se le debe azotar por cobarde!
En el fondo de obscuras prisiones
no escuchó ni la queja más leve,
y sus huellas en otras regiones
son letreros de luz en la nieve.
¿No la veis? Mi bandera es aquélla
que no ha sido jamás mercenaria,
y en la cual resplandece una estrella,
con más luz cuando más solitaria.
Del destierro en el alma la traje
entre tantos recuerdos dispersos,
y he sabido rendirle homenaje
al hacerla flotar en mis versos.
Aunque lánguida y triste tremola,
mi ambición es que el Sol, con su lumbre,
la ilumine a ella sola, ¡a ella sola!,
en el llano, en el mar y en la cumbre.
Si deshecha en menudos pedazos
llega a ser mi bandera algún día...
¡nuestros muertos alzando los brazos
la sabrán defender todavía!”.
Pero también incursionó el matancero Byrne en una poesía más doméstica e intimista, como en su pieza titulada Los muebles:
“¿Por qué no? Cada mueble
puede hacernos alguna confidencia:
en una alcoba triste un lecho endeble
no es difícil que pueble
de trágicas visiones la conciencia.
El armario de pino
que en el rincón aquel yace olvidado,
¿no es verdad que parece un peregrino
rendido y fatigado
entre las asperezas del camino?
El mullido sofá semeja un lecho
que al sueño y al deleite nos invita:
cómplice del amor, está en acecho,
atisbando el latido que en el pecho
los éxtasis presiente de la cita…”.
Matanzas ya había visto pasar por sus calles a José María Heredia y a Plácido. Y en 1886 nace allí Agustín Acosta, llamado a ser cuerda mayor de nuestra poesía. Suyo es el emotivísimo poema Mi camisa:
“Esta camisa blanca que mi madre ha zurcido,
tan llena del aroma íntimo de mi casa,
tiene una santidad cuyo oculto sentido
ni envejece ni pasa.
Yo podré ser mañana un hombre potentado,
sin soberbias ridículas y sin turbios sonrojos.
A estos días de ahora llamaré mi pasado
y una lágrima triste caerá de mis ojos.
¡Mi pasado! ¡Oh qué dulce me será todo esto!
En el viejo horizonte ya mi sol se habrá puesto,
y yo despreciaré honores y fortuna…
Acaso esté de sedas riquísimas vestido;
mas como esta camisa que mi madre ha zurcido,
¡no me pondré ninguna!
Para concluir estas líneas mal hilvanadas, dígase que, en los años 40 del pasado siglo Matanzas, esa tierra fertilísima para la poesía, experimenta un nuevo deslumbramiento: se publican los primeros versos de Carilda Oliver Labra.
Sí, Carilda, la bellísima rubianca que acuñó para un poemario el mejor título imaginado en Cuba: Al sur de mi garganta.
Sí, Carilda, quien cinceló unos versos que son, quizás, los más populares entre los cubanos: “Cuando te toco con la punta de mi seno, / me desordeno, amor, me desordeno…”.
Sí, Carilda, que no se limita al ámbito erótico, sino que se remonta hacia las cumbres filosóficas de la existencia, como en estos versos estremecedores, que entregamos como despedida:
“Señor, que no detienes
mi paso débil, mi emoción cansada,
la soledad antigua de mis sienes
ni este rostro de mal acompañada…
Señor, tengo el derecho
de amar todas las cosas que no amas:
el aire enloquecido, el pájaro sin lecho,
los miedos, los cánceres, las llamas…
Mira el color injusto que llevan las hormigas;
les das un traje así… como al disgusto,
tú, que vistes de limpio las espigas.
Te olvidas de este mar,
de estos perros famélicos e inciertos,
te olvidas de cerrar
la mirada cumplida de los muertos…
Señor, tú que me quieres
y levantas al cielo las semillas:
comprende que la roca también sueña,
que hay una luz dormida en cada rayo,
que la yerba no quiso ser pequeña
ni la flor es culpable de su tallo!
No pido para mí… yo estoy conforme
queriendo paralíticos y ortigas.
¡Sólo me pesa aquí la prisa enorme
de repartirme cuando tú lo digas!
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