El 17 de junio de 1905, a las seis de la tarde, después de luchar contra una infección violenta que invadió su organismo a partir de una herida en su mano derecha, murió, a la edad de 69 años, el Generalísimo de nuestras batallas independentistas, Máximo Gómez Báez.
Dominicano de nacimiento, Gómez forma parte de una pléyade de latinoamericanos y estadounidenses que pelearon en nuestras guerras por la independencia, muchos de los cuales entregaron sus vidas en el empeño. Venezolanos, mexicanos, ecuatorianos, costarricenses y de otros países al Sur del Río Bravo, vinieron a la Isla a ayudar a los cubanos a sacudirse el yugo colonialista. Máximo Gómez fue el más sobresaliente de todos.
En la revolución cespedista Gómez surgió rápidamente a los primeros planos del Ejército Libertador y desde la que se considera la primera carga al machete de la guerra, en Ventas de Casanova, Oriente, comandada por él, su figura militar ascendió sostenidamente de sargento a mayor general. Fue un táctico habilidoso y un estratega respetado por los militares españoles, al punto que se le puso el mote de “Napoleón de las guerrillas”. Gómez trazó una pauta de conducta durante toda su vida de no inmiscuirse en las grandes decisiones políticas de los patriotas cubanos. No obstante, dejó elocuentes memorias en sus diarios y cartas sobre la inoperancia de los cuerpos civiles en medio de una guerra a muerte. De carácter fuerte y criterios sostenidos contra viento y marea, tuvo varios encontronazos con los representantes de la civilidad mambisa, siendo destituido por el presidente Carlos Manuel de Céspedes en una ocasión, por irrespeto a la presidencia, aunque después fue restituido en el mando. Finalizada la guerra, en 1878, viajó a Jamaica y después a Honduras, donde el presidente de ese país solicitó el concurso de su experiencia militar.
No cejó nunca Gómez de pensar en la continuación de la batalla independentista cubana y junto con el general Antonio Maceo gestó el conocido Plan Gómez–Maceo, que no tuvo un desarrollo feliz. En estas actividades conspirativas conoció a José Martí en Nueva York, en 1884. Comenzó entonces una nueva etapa en la organización de la nueva revolución. En 1892, Martí le escribe y le propone la jefatura del Ejército Libertador para la nueva contienda y le advierte que solo puede ofrecerle en pago “el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres...”. Gómez acepta. Se vuelven a reunir en Montecristi y aceleran los planes organizativos. Firman juntos El Manifiesto de Montecristi, en el que plasman el texto programático de la revolución.
En abril de 1895 arribaron a Cuba por la costa suroriental y después de tener los primeros encuentros y designaciones de cargos militares, con Gómez como jefe del ejército mambí y Antonio Maceo como su lugarteniente, cayó Martí en Dos Ríos, en mayo de ese mismo año. Sufrió así la revolución su primer gran golpe. Nuevamente el generalísimo libró un combate tras otro y dirigió las operaciones en el oriente cubano, así como aprobó la invasión al occidente de la Isla. En lo que es la frontera actual entre Las Villas y Matanzas, Gómez llevó a cabo el célebre “Lazo de la Invasión”, en el que retrocedió unos kilómetros ante fuertes columnas españolas, y destruyó las líneas férreas hacia el oriente, para luego hacer un avance envolvente hacia occidente, volviendo a cortar todas las comunicaciones del enemigo. Dejó así incomunicado a un gran contingente de tropas que fueron hostigadas y diezmadas por guerrillas que, si bien eran muy inferiores en número, estaban en pleno conocimiento del terreno y exterminaron a gran parte de los "quintos", jóvenes españoles inexpertos, que eran traídos por decenas de miles a pelear en Cuba.
Ya en La Habana, además de recibir su segunda y última herida de bala, Gómez llevó a cabo una estrategia de movimientos astutos para eludir el combate abierto. Se movían Gómez y su tropa en cuadriláteros de dos o tres kilómetros de lado, dejando atónitos a los expertos generales españoles, veteranos de otras guerras. Refugiándose por pocas horas en los cayos de monte habaneros, atacaban luego a las fuertes columnas hispánicas por la retaguardia, en cargas breves pero violentas. Con esos desplazamientos volvió a retirarse al este, para reunirse con los patriotas en la histórica Asamblea de Yaya, a comienzos de 1897. La muerte del general Antonio Maceo y su hijo Panchito Gómez Toro justo al lado del lugarteniente mambí, fue el golpe más contundente y doloroso en la vida del gran dominicano. La gran pena y sufrimiento los dejó plasmados en la carta a María Cabrales, la esposa de Maceo. El verano de 1897 fue funesto para las armas españolas, no solo por el avance del ejército mambí, sino por las enormes bajas que les causó la disentería, el paludismo y otras enfermedades tropicales. De nuevo, como en la guerra de 1868-78, Gómez sostuvo antagonismos con el poder civil de la revolución en plena campaña.
Al producirse la intervención norteamericana en la guerra, el generalísimo se hallaba hacia el centro de la Isla, en su tarea de diezmar las tropas españolas y a punto de avanzar por segunda vez hacia la capital, con el objetivo de invadirla definitivamente. Reaccionó airado ante la prohibición norteamericana de entrar a Santiago de Cuba a las tropas cubanas, emitida por el general estadounidense Shafter, más no tomó acción alguna, no sintiéndose con derechos de cubano, a pesar de su papel preponderante en la campaña. Al concluir el conflicto bélico, quedaba la Isla empobrecida hasta la inopia, con una cifra enorme de 400 000 muertos, la cuarta parte de ellos niños, y con una economía devastada por los tres años de guerra.
En 1898 Gómez se trasladó a La Habana, a la Quinta de los Molinos, donde fue recibido por una multitudinaria manifestación de simpatía. Al establecerse la Asamblea del Cerro como Gobierno Provisional, Gómez entró a formar parte de ella, pero se negó a dirigirla, alegando su carácter puramente militar y su condición de extranjero. No demoraron en producirse los enfrentamientos entre Gómez y los asambleístas. La contradicción principal estaba dada por si se debía aceptar el donativo ofrecido por el Gobierno estadounidense de tres millones, o si se pedía, en su lugar, un empréstito mayor que asegurara un descanso decoroso a los soldados patriotas. Gómez era partidario de tomar el donativo del Gobierno estadounidense, por temor al nacimiento de una República endeudada. La Asamblea, en cambio, era partidaria de un empréstito mayor, pues, aunque la República naciera endeudada, sostenía, ella sería reconocida como el organismo legal representante de los intereses del pueblo cubano, destinado a devolver el empréstito a los bancos estadounidenses. En marzo de 1899, el cuerpo legislativo acordó la separación de Máximo Gómez, quien expresó en un documento: “Nada se me debe y me retiro contento y satisfecho de haber hecho cuanto he podido en beneficio de mis hermanos. Prometo a los cubanos que, donde quiera que plante mi tienda, siempre podrían contar con un amigo."
Comenzó así la recta final de su vida, como un ciudadano más, rodeado por el respeto y el cariño del pueblo cubano. Gómez se dolía por la situación de vulnerabilidad y miseria en que vivía la población y en carta a su esposa reseñó: “La situación, pues, que se le ha creado a este pueblo; de miseria material y de apenamiento, por estar cohibido en todos sus actos de soberanía, es cada día más aflictiva, y el día que termine tan extraña situación, es posible que no dejen los americanos aquí ni un adarme de simpatía".
En mayo de 1905, invitó Gómez a su esposa e hijas a visitar Santiago de Cuba, quiso el viejo guerrero abrazar a su hijo Maxito y a la familia creada por este vástago y, de paso, que sus hijas conocieran la capital oriental. Ese fue el motivo visible del viaje. Abrigaba, además, el General, una segunda intención, impugnar los planes reeleccionistas del presidente Tomás Estrada Palma y promover la candidatura presidencial del general Emilio Núñez. La agradable estancia en Santiago le reafirmó, que su arraigo y ascendencia seguían intactos. La gente que deseaba saludarlo le cerraba el paso en las calles, todos querían conocer al legendario general, al héroe de más de doscientos combates en treinta años de bregar en las serranías y montes cubanos. Una noche se quejó Gómez de un dolor en la mano derecha, la que tantos habían insistido en estrechar en las jornadas precedentes. La dolencia se manifestó justo en el sitio donde días antes se hizo una pequeña herida. El malestar, era tolerable y aparentemente sin importancia, sin embargo, se complicó. Se produjo la infección y sobrevino la fiebre; se dispuso, de inmediato, el regreso a La Habana.
En un tren especial salió hacia la capital. Lo acompañaban sus familiares y sus médicos, así como varios generales del ya desmovilizado Ejército Libertador. Fue llevado a su casa de la calle Galiano, que el pueblo le regaló, pero el Gobierno, que votó un presupuesto para cubrir los gastos de cuidados de la enfermedad, alquiló la residencia de 5ta. esquina a D, en El Vedado, ocupada hasta poco antes por la legación alemana.
Durante toda su vida Máximo Gómez nada tuvo y tampoco nada pidió. No aceptó la paga que le hubiera correspondido como Mayor General. Precisamente su negativa a respaldar el empréstito que garantizaría el licenciamiento de los mambises, le había traído, en 1899, la animadversión de la Asamblea del Cerro, que terminó destituyéndolo. Murió sin ninguna fortuna personal.
La septicemia aniquiló su debilitado organismo y el 17 de junio en la tarde, justo en el momento en que el presidente de la República, el anexionista y entreguista Tomás Estrada Palma, llegaba a visitarlo. Se le tributaron honores militares y se declaró luto nacional. El intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña, testigo de los hechos, escribió: “Estaba prohibido hacer música y no se oía vibrar un piano ni sonar uno de los muchos fonógrafos de La Habana. Cada media hora, durante tres días, disparaba el cañón de la fortaleza de La Cabaña; y cada hora tañían las campanas de los templos. Cerrados los teatros, las oficinas, los establecimientos, ofrecían las calles llenas de colgaduras negras y banderas enlutadas, un aspecto extraño con las multitudes que discurrían convergiendo hacia el Palacio”. Con el sepelio más nutrido conocido hasta entonces fue despedido uno de los hombres más grandes de nuestra historia, dominicano de nacimiento y cubano por su historia personal.
(Para la redacción de este texto se tuvieron en cuenta diversos libros y trabajos previos de Minerva Isa, Eunice Lluberes, Eduardo Robreño y José M. González Delgado, entre otros).
Deje un comentario