Durante los primeros decenios posteriores al descubrimiento de Cuba en 1492 no hubo quien practicara en la Isla la profesión médica. No es hasta 1572 que arriba a La Habana Francisco Peláez y Pérez, cirujano naval español, con la misión de atender al personal de las Flotas y a la dotación del Castillo de la Fuerza. Se sabe, no obstante, que el mismo extendió sus servicios a personas civiles, incluyendo a los más pobres. No existe constancia, sin embargo, de que este importante precursor haya estudiado y examinado en alguna universidad y quizá no poseía en realidad título alguno.
Durante muchas décadas La Habana no dispuso de ningún facultativo que se ocupara de manera estable de tan importante misión. Por aquella época la profesión de médico no era muy bien vista en términos sociales y los ciudadanos no reconocían en ella una ocupación respetable. El primero en cambiar ese estado de cosas fue el habanero Diego Vázquez de Hinostrosa, quien al parecer rompió la tradición militar de su familia para marchar, en 1649, a estudiar medicina en México. Hasta entonces la ciudad dependía del irregular envío a la villa de médicos peninsulares.
En los años en que Hinostrosa cursaba sus estudios en el virreinato vecino, entre 1651 y 1655, la población habanera estuvo al cuidado del médico sevillano Lázaro de Flores, quien no sólo se instaló de forma definitiva en nuestro medio sino se convirtió también en el autor del primer libro científico escrito en tierra cubana: Arte de navegar, obra que le tomó nueve años en su preparación y fue finalmente impresa en España, en 1673, año en el que también falleció su autor. Flores había servido como médico a la ciudad por más de 20 años y durante buena parte de ese lapso fue el único disponible.
Al decir del eminente historiador José López Sánchez, la historia médica de La Habana se inicia en propiedad en 1690, fecha a partir de la cual comienza un arribo regular a la misma de médicos y cirujanos. Dicho autor subraya el hecho de que entre el año mencionado y el de 1710 hubieron de arribar a la ciudad médicos y cirujanos graduados en México y otros extranjeros, en número equivalente a los llegados en todo el lapso precedente del siglo XVII.
Entre los bachilleres en medicina titulados en México que regresan a La Habana en esos años finales del siglo XVII se encuentra Marcos Antonio Riaño y Gamboa, quien se adentra en la senda abierta por Flores en las ciencias astronómicas. En 1714, Riaño llevó a cabo cuidadosas observaciones en La Habana y en otras villas del interior, utilizando un telescopio de su propia invención, con vistas a precisar sus coordenadas geográficas. Sus datos y cálculos fueron eventualmente objeto de revisión y verificación por el director del Observatorio de París y publicados por este en las Memoires de la Academie de Sciences, en 1729.
Si avanzamos en el tiempo hasta finales de ese siglo, en especial a partir de 1780, encontramos un significativo impulso al movimiento científico, entre cuyos principales propulsores estará un relevante médico cubano, el Dr. Tomás Romay Chacón. Este distinguidísimo galeno fue el primero en publicar, en 1797, una monografía científica dedicada a la fiebre amarilla. Su aporte de mayor trascendencia radica, no obstante, en su labor precursora en la inmunización contra el más temible azote de la época: la viruela.
Romay conoció desde temprano los trabajos del médico e investigador británico Edward Jenner (1749-1823) y fue un activo introductor en el país de la inmunización empleando “viruela vacuna” (vacunación) descubierta por este, en sustitución del método de inoculación directa de fluido pustuloso obtenido de enfermos de viruela, que se practicaba hasta entonces con no pocos inconvenientes asociados. Al llegar a la Isla en 1804 la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, a cargo del médico Francisco Xavier Balmis, enviada por el monarca Carlos IV para difundir en el entonces imperio español el inóculo vacunal y su aplicación, el visitante hubo de constatar que el médico criollo dominaba a la perfección el procedimiento de la vacunación.
Es célebre el hecho histórico de que, para persuadir definitivamente a quienes se oponían a la vacunación por considerarla ineficaz, Romay asumió la demostración con sus propios hijos, a los que después de vacunarlos hubo de inocularles pus proveniente de lesiones de un enfermo de viruelas, sin que mostraran afectación alguna. Aún más importante es el hecho de que Romay actuó por varios decenios como Secretario Facultativo de la Junta Central de Vacuna en La Habana. No hubo en la época una experiencia comparable, por su alcance y sistematicidad, en ningún otro país del continente.
Ya en pleno siglo XIX emergen como figuras descollantes varios brillantes médicos habaneros. Algunos viajan a Europa, en especial a Francia, para adquirir los más avanzados procedimientos y ponerlos en práctica a su regreso a la Isla. Tres eminentes cirujanos —a los que López Sánchez califica como “la trinidad de salvación” para los pacientes de su época—, se destacan especialmente: Nicolás José Gutiérrez, Vicente Antonio de Castro y Fernando González del Valle.
Gutiérrez fue uno de los gestores tempranos de una sociedad médica y posteriormente de una academia de ciencias y, tras varias décadas de gestiones, logró el establecimiento en 1861 de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de la Habana —la primera de su tipo fuera de Europa— de la cual fue proclamado su primer presidente y reelecto para esa función por más de 30 años. Fue también el fundador de la primera revista médica cubana, el Repertorio Médico Habanero.
Gracias a los estudios realizados y la preparación adquirida durante su permanencia en Europa, este notable cirujano se convirtió en impulsor en nuestra práctica médica de las grandes operaciones (lo que hoy llamaríamos cirugía mayor), las que se fueron haciendo posibles por el uso de la anestesia quirúrgica. De hecho, él fue el introductor del cloroformo en nuestro medio con esos fines a principios de 1848, apenas tres meses después de su primera utilización por Simpson en Edimburgo, Escocia.
Por su parte, Vicente Antonio de Castro había sido el primero en el país en utilizar una sustancia anestésica —en su caso el éter etílico— con propósitos quirúrgicos, apenas cinco meses después de su descubrimiento por Morton y su primera utilización en 1846, por el cirujano C. W. Long en el Hospital General de Massachusetts, Estados Unidos. Según el ya citado historiador López Sánchez, Cuba fue el primer país de América Latina en el que se aplicó de modo regular la anestesia en los procedimientos quirúrgicos, con todo lo que ello implicó en el orden cualitativo para el desarrollo de esta especialidad.
Un nuevo salto de relevancia tendría lugar algo después, hacia fines de siglo, en lo tocante al avance científico en la práctica médica cubana. Bajo el auspicio directo y personal de otro notable médico y académico, el Dr. Juan Santos Fernández Hernández, tres facultativos cubanos: los doctores Diego Tamayo, Francisco I. Vildósola y Pedro Albarrán, viajaron para una estancia de adiestramiento al laboratorio de Louis Pasteur, en París. Al regreso de los facultativos en 1887 se constituyó en la capital el Laboratorio Histobacteriológico e Instituto de Vacunación Antirrábica de La Habana, el cual fue probablemente —en opinión del estudioso cubano Pedro M. Pruna— el primer laboratorio de ese tipo inaugurado en América.
Gracias a esta dinámica iniciativa, la población cubana tuvo a su disposición ese mismo año (1887) el suero antirrábico desarrollado por el eminente científico galo y unos años después (1894-1895), a sólo seis meses de su obtención inicial, el suero antidiftérico. Recordemos que este último era la única medicación eficaz contra la temible enfermedad hasta la aparición de los antibióticos. La institución habanera fue la primera realizar este tipo de producciones en América Latina y varios de sus preparados biológicos obtuvieron premios al ser presentados en la Exposición Panamericana de Buffalo, Estados Unidos, en 1901.
El doctor Santos Fernández fue un muy notable cirujano oftalmólogo. Inició sus estudios en La Habana, pero se graduó en Madrid y pasó de inmediato a especializarse en París. En1875, mientras se encontraba todavía en esa ciudad, fue electo Miembro Corresponsal de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana y tras su regreso a Cuba pasó a Miembro Numerario de la misma y a Miembro de Mérito en 1897. Fue presidente de la institución entre ese año y 1899 y nuevamente entre 1901 y 1922. A su labor se debe la introducción en el país de complejas operaciones oftalmológicas.
Para concluir este sucinto recuento, es preciso aludir a una figura de especial relieve: el insigne médico epidemiólogo e incansable investigador Carlos Finlay de Barres y su trascendental aportación a la ciencia mundial. Su teoría de la transmisión de la fiebre amarilla por un vector —en este caso el mosquito entonces denominado Culex y que hoy se conoce como Aëdes Aegypti— constituyó una aportación de máxima trascendencia al conocimiento de las enfermedades transmisibles y a la comprensión de sus formas de propagación. Nadie antes que él había concebido y experimentado a lo largo de veinte años en torno a esta posibilidad y en virtud de ello su descubrimiento forma parte, con toda justicia, de la historia de la medicina universal.
La teoría del eminente camagüeyano quedó fehacientemente demostrada, en términos históricos, al lograrse en 1901 la virtual erradicación de la enfermedad de la ciudad de La Habana, como resultado de la campaña de saneamiento que dirigiera el médico militar estadounidense William Gorgas, quien se basó para conducirla en las recomendaciones formuladas antes por el sabio cubano. En su ejercicio médico Finlay practicó la oftalmología y llegó a proponer procedimientos quirúrgicos para la extirpación de cataratas, novedosos para su época, según consta en documentos de la Academia.
Al proclamarse la independencia formal de Cuba en 1902, Finlay fue designado al cargo de Jefe Superior de Sanidad y en ejercicio del mismo hubo de organizar el sistema de sanidad de la naciente república.
Los ejemplos apuntados, junto a otros que la necesaria brevedad no permite abordar aquí, dan fe de la histórica avidez y diligencia de los hombres de ciencia en Cuba por acceder al conocimiento más avanzado de su época y su capacidad para accionar con notable agilidad para aplicarlos en nuestro medio. El legado de inquietud científica, esfuerzo personal y dedicación sostenida de estos eximios precursores conserva hoy, en pleno siglo XXI, total validez.
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