Miguel Ángel, Tony, Ramiro y Pedro Justíz II


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Musicalmente soy un hombre ecléctico desde la infancia. Para mi generación sus “primeras redes sociales” fueron la radio, los discos y un casete. Esa santísima trinidad nos condujo a muchos por los caminos empedrados de distintas músicas, intérpretes y modas.

 

Mi familia, lo mismo que muchas que conozco, atesoraban discos con la misma pasión y voluntad con que hoy algunos reclaman ¡que suenen la campanita! Y en ese asunto de “compartir” casi todos éramos expertos en llevar un disco de pasta (vinilo para no defraudar a los demiurgos) envuelto en un periódico o en su empaque original. En el caso del casete la tarea era menos engorrosa: bastaba con un bolsillo para que fuera de un extremo a otro de La Habana.

 

La culpa de ese eclecticismo sonoro debe achacarse a mis padres, a algunos de sus amigos y a muchos vecinos. Crecí, como muchos, escuchando los mambos y boleros del Benny precedidos de su leyenda; los temas de la Aragón o de la orquesta de Enrique Jorrín; la voz inconfundible de Pacho Alonso y la voz de Elena Burke gravitando como un salmo inacabado en todo momento.

 

Pero también estaban los discos de “música americana” —como solía llamarle mi abuela— de un tal Frank Sinatra, de una mujer negra y gorda llamada Ella FitzGerald que; desde mi proverbial ignorancia infantil; confundía con Elena. Estaban los discos de otro Benny en que nadie cantaba y uno de una tal Miles Davis que tocaba la trompeta y que mi papá solía escuchar muy quedamente casi al final de día mientras tomaba su última taza de café.

 

Por ese entonces la palabra jazz era algo incomprensible para mí. No voy a negar que me gustaba aquella otra música americana que se combinaba con la de Frank Emilio o la de Samuel Téllez; y que lograba que mi padre se convirtiera en músico por unos minutos y fuera capaz de ejecutar él solo todos los instrumentos con acentuación en los solos de cada uno.

 

Tuvo que llegar la etapa final de mi adolescencia para descubrir todo lo que encerraba la palabra jazz. Primero de forma ordinaria —en su acepción más vulgar— y después en toda la extensión de su concepto.

 

Fue en ese entonces que conocí a Ramiro que era tío de mi amigo Juan Carlos “el viola”. Ramiro, a secas, fue tal vez quien por vez primera me habló de que el jazz se bailaba y que en Cuba había bailadores de jazz. Aquello fue una revelación de peso.

Era la época en que comenzaba a descubrir “las descargas” del bar Elegante del Hotel Riviera y me sentaba en una mesa, jinger ale de por medio, en el bar Las cañitas del Habana Libre para escuchar al grupo de Nicolás Reinoso donde tocaba el piano mi amigo Gonzalo Rubalcaba; para después ir a bailar con el grupo de Pucho López en el cabaret Turquino hasta pasada la media noche.

 

En una de aquellas tardes de viernes o sábado en Las cañitas fue que conocí a Miguel Ángel Masjuán, el padre. Estaba allí sentado en una mesa disfrutando de un Alexander y se extasiaba con la música. Fue Ramiro quien nos presentó; pero creo que fue la ausencia de espacios. Terminó su trago y se marchó, no sin antes recoger un gran paquete de discos que había sobre la mesa.

 

Ignoraba yo que “el viejo Masjuán” tenía una de las colecciones de discos de jazz, de la era del swing y de los cantantes de jazz norteamericanos que cubría desde 1930 hasta 1980. Que había vivido en New York cuando joven y que trabajó en una emisora de radio en aquella ciudad.

 

Pero la vida habría de premiarme. Diez años después, me permitía el lujo de sentarme en la cabina de Radio Taíno los sábados después de las tres de la tarde para escuchar sus comentarios y disfrutar de toda esa música que había atesorado por años.

 

Para ese entonces había leído todo lo que a mis manos llegó sobre el jazz; había pasado horas hablando con Leonardo Acosta y comenzaba a ser asiduo de las peñas que algunos domingos organizaban Rojas, Bobby Carcassés y Horacio Hernández en el teatro de la Casa de la Cultura de Plaza y que ya se extendían a algunos fines de semana y que comenzaban a llamar “Jazz Plaza”.

 

Masjuán comentaba de modo bilingüe. Esa era una rara virtud en ese momento en la radio cubana –solo ocurría en Radio Habana Cuba. No usaba guion como tal, solo una hoja de papel en la que garabateaba ideas o anotaba algún detalle que debía recalcar.

Durante tres años, o un poco más, fui oyente fiel de ese programa, tal vez uno de los mejores programas que tuvo y tendrá Radio Taíno; y compartía espacios y algún comentario de neófito con un señor llamado Tony Basanta, que se preciaba de conversar con el anfitrión del programa en inglés e incluso conversaban animadamente sobre algún intérprete o banda.

 

A Tony Basanta le conocía de vista. Trabajaba en Radio Cadena Habana donde tenía un programa de jazz, pero el suyo era menos especializado que el de Masjuán. Recuerdo que fue una libreta de notas la que selló nuestra amistad más allá de las citas de los sábados.

 

Para muchos en ese entonces, Tony podía resultar un petulante; pero no era así. Por ese entonces se dividía entre la radio y ser profesor de idioma en un preuniversitario o en la universidad pedagógica, ese dato no lo recuerdo con nitidez ahora. Lo que sí no olvido que él dejó su libreta de notas en la fonoteca de Radio Rebelde junto a unas cintas de la orquesta Aragón que yo había seleccionado.

 

Gracias a Tony Basanta mi colección de rarezas del jazz fue creciendo y fortaleciéndose. Solo que Tony era impredecible. Bien me traía un disco de 45 rpm, que un casete para que lo copiara o me lo regalaba según la importancia que tuviera para sus archivos o el grado de dependencia emocional del artista implicado; que me sorprendía con una cinta de carrete que mostraba cual trofeo de alta importancia un disco compacto (CD), en el mismo instante que comenzaba a ser una novedad y disponer de un reproductor era toda una rareza en Cuba.

 

Tony Basanta fue el otro entusiasta que acompañó a Alexis Vázquez en la aventura de organizar el concurso JoJazz y se convirtió en anfitrión de la Zorra y el Cuervo. Fue allí en ese lugar desde donde rescató para el jazz cubano y la cultura en general a don Gilberto Valdés y le organizó un trío y un cuarteto; y aunque nunca le tomaron en cuenta a la hora de la programación de los Festivales de Jazz en esos años, Tony organizaba Jams sesión todos los días que duraba el festival y tenía hasta su público paralelo, conformado por amantes del jazz que viajaban especialmente a La Zorra… para disfrutar las ocurrencias de programación que organizaba, sobre todo los fines de semana.

Fue Tony Basanta quien organizó el concierto de despedida profesional de Peruchín II con su grupo una noche de miércoles en La Zorra y el Cuervo. Han pasado casi veinte años de aquella noche de despedida; pero para mí fue un viaje en el tiempo.

 

Había conocido a Peruchín una tarde en que sustituyó a Nicolás Reinoso y a su grupo en el Habana Libre. Nicolás estaba de viaje al extranjero con sus músicos y él le hacía la suplencia esas dos semanas.

 

Para ese entonces mi mundo en la guitarra se reducía a Carlos Emilio Morales; a un nuevo vecino al que todos llamaban Chicoy; y a los guitarristas clásicos de ese entonces: Leo Brouwer, José Ángel Navarro, Joaquín Clers y a Luis Manuel Molina que cruzaba del rock en la tarde a ser guitarrista acompañante en el Capri en las noches, y el sábado tocar una pieza clásica acompañado de la Sinfónica Nacional.

 

Sin embargo; Peruchín era otra cosa. Él reproducía los sonidos del piano en las seis cuerdas. Era algo fuera de serie y bastante novedoso para mí. No creo que fuera un gran virtuoso de la guitarra, de hecho aún lo sigo creyendo; solo que su instrumento era el piano; lo dominaba a la perfección, dominaba los secretos de la música cubana como pocos de su generación; pero a principios de los años sesenta el rock le cautivó y nunca más cogió un piano. Redujo su mundo a la guitarra y profesionalmente se centró en el mundo del cabaret; que era la fuente primaria de trabajo de parte importante de los músicos en los años ochenta.

 

Peruchín y su combo más que hacer música para mostrar o derrochar virtuosismo lo que hacían era divertirse sobre el escenario. Cada tema era una fiesta; pocas veces habría de ver tanto “relajo con orden” a la hora de hacer música en que todo funcionara como un reloj.

 

Poco a poco me volví asiduo a sus presentaciones en el cabaret Palermo, en San Miguel y Amistad. No era un cabaret de primer nivel, creo que ni de segunda, pero ahí estaba cada noche una de las voces más robustas de la declamación en Cuba de ese entonces: Walterio Carbonell que recitaba de un tirón los “20 poemas de amor” de Pablo Neruda y “La casada infiel” de Federico García Lorca, además de otros poetas como José Ángel Buesa, Hilarión Cabrisas, Pedro Mata y José Martí. Era una clase de literatura latinoamericana entre tragos y bailarinas.

 

En el Palermo la vida comenzaba al finalizar el show. Ese era el momento en que Peruchín y sus músicos, además del grupo Los Reyes 73, que eran la otra parte del show, comenzaban a soltar energías; a esa hora llegaban otros músicos que o bien terminaban su jornada en los cabarets de la ciudad o estaban grabando en el estudio de la Egrem en ese momento y algunos trasnochadores que sabían del secreto del Palermo: las descargas de jazz hasta casi el amanecer.

 

Era el ciclo del jazz en La Habana de los años ochenta, un ciclo que también incluía el club Maxims y en menor medida el Johnny Dreams —también llamado Río Club— con su barra circular.

 

El Palermo, el Maxims y las Cañitas del Habana Libre son parte de un pasado que no ha de regresar. Lo mismo que el programa de Masjuán o los bailadores de Santa Amalia que poco a poco se han ido extinguiendo.

 

Tony Basanta desde Vermont impone el gusto por el jazz y la música cubana y Peruchín —el único sobreviviente de su combo— disfruta de su tiempo libre en su casa en el barrio de Buenavista; y este servidor de vez en vez revisa viejas fotos, escribe un mensaje a Tony o simplemente escucha aquellas de esas grabaciones que ha atesorado.

 

Como dice una canción de moda que repite mi hijo menor a cada momento “ellos no van salir en la foto… se movieron”, o simplemente los fotógrafos de hoy no saben de ellos o simplemente no existen… solo que ellos son la historia… y sin la historia esa foto no tiene futuro…


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