El arte ha sido, desde la infancia de los tiempo tiempo, el vehículo por excelencia de las expresiones del espíritu. De las vanguardias a nuestros días, los creadores se auxilian de un arsenal muy libre de signos y recursos visuales para proponer variaciones o reinterpretar temas con tradición dentro del cristianismo.
Del laicisismo republicano al ateísmo post-revolucionario, la producción del arte de temática religiosa en Cuba se inclina, casi en su totalidad, a la metáfora; y muchas veces, el artista contemporáneo utiliza imágenes religiosas para construir un meta-relato que versa sobre la nacionalidad, las políticas culturales o lo identitario, conformando una suerte de Atrio de los Gentiles hacia un panorama de debate ético, vigente y polisémico.
Bastaría enmarcar los “Crucifijos” de Tomás Lara en la última tendencia señalada, apuntando la carga alegórica que alcanza el elemento iconográfico glosado en estas interpretaciones volumétricas. Sin embargo, esa polifonía peculiar de “Crucifijos” proviene de una indagación sobre la capacidad plástica de los elementos minerales y orgánicos que Lara viene madurando en la serie Sujetadores, donde el componente dominante v.s. el dominado, la tecnología v.s. la naturaleza, conviven y se oponen en par dialéctico que hostilizan y complementan la existencia propia de las formas.
La taxonomía de esta sub-serie que ha cobrado vida propia, es un lugar habitado en la historia del arte universal a partir de la capacidad de condensación de enunciados que encarna la Cruz como elemento plástico, multicultural y autónomo. Indicador de polos geográficos, símbolo del paso estacional del tiempo, lugar de martirio, la Cruz puede ser leída de modos disímiles desde los referentes culturales del receptor y desde el mismo arte.
En esta pluralidad de significados, el propio título “Crucifijos” genera una violencia inesperada a través de la inmaterialidad del cuerpo crucificado que, a la par, sustituye al cadáver desgarrado por un alfabeto de signos sensoriales que irrumpe en la superficie de los ensamblajes, mientras encadena las formas a ese icono vinculado de modo indisoluble al cristianismo.
Cruces sin cuerpo, de belleza estremecedora y descarnada, reinterpretan así un camino emocional, afectivo, hacia el autoconocimiento de la indefensión ante la muerte y la esperanza en la resurrección que se esconden en el guiño simbólico del reciclaje.
Dentro del discurso formal, se estructura un alto-contraste entre la estética limpia de materiales tersos y pulidos; frente a la huella del tiempo y la resilencia del soporte que sobrevive los embates de elementos climáticos y antrópicos. Mientras los materiales escultóricos disímiles crean una tensión inquietante entre barrotes y patas torneadas que son apoyo y respaldo; los vestigios de perforaciones enfatizan la pérdida de algún elemento unificador que constata la fugacidad de toda certeza. Y entonces surge allí, como activador del significado último, el color: el rojo simbólico de la sangre y los clavos torcidos de la crucifixión, frente al verde tinte de un renacimiento enfatizado en la hoja que nace del madero muerto.
La Cruz como significante aviva nuevos sentidos para los elementos que articulan este sólido proyecto creativo. La madera dúctil, dominada por la resistencia y brillo del metal, pueden ser signo del poder espiritual de la religión sobre las motivaciones existenciales del hombre; pero en la exquisitez terrible de una bisagra acoplada o de un tornillo sinfín, habla la articulación imperecedera entre lo humano y lo divino en el inquebrantable misterio de la existencia. Similar escenario de dicotomías se percibe en los objetos ensamblados: los restos de pestillos capaces de abrir y de cerrar; el momento de tensión que alcanza el muelle frente a la tradicional representación de la Última Cena en el travesaño horizontal; la escuadra que compensa el peso visual del caballito reciclado de un juego infantil, como esa infancia que indefectiblemente perderemos.
Una peculiar y osada disposición es la diagonal en que el escultor coloca los Crucifijos (XXXX), que guardan ese atrevimiento barroco y esa vocación escenográfica de sus precedentes pictóricos, en que el camino al sacrificio se encuentra en pleno movimiento.
Por esto, resultan sugestivos otros paralelos, al contrastar investigaciones abiertas a lo religioso como experiencia artística (por ejemplo la muestra Lo Bello con Dios, expuesta en el Centro Cultural Padre Félix Varela, 2014) que han puesto en relieve la alta incidencia de asuntos relacionados con la Pasión en el arte cubano contemporáneo: crucifixiones, descendimientos, coronas de espinas, llagas… dentro de la producción de un grupo de autores que responden a concepciones éticas diversas; para situarnos en un panorama mayor donde la experiencia existencial del dolor –bajo disímiles signos,- hace confluir al arte en temas sensibles al hombre de todos los tiempos, con la ofrenda del propio ser como eje.
Dentro de la serie se pueden rastrear también, elementos de renovación de lo sacro, por su capacidad expresiva para conservar los asideros espirituales de un nuevo tipo de belleza. Aunque no enfrentamos una producción que responda a exigencias funcionales destinadas a prácticas piadosas, si retorna de forma abierta a la expresión simbólica de las eternas preguntas del hombre sobre el sentido de la existencia, sobre la vida y la muerte.
Preguntas que han vuelto a perturbarnos, que cercan esta nueva humanidad post pandémica donde el egoísmo parece suplantar la ética natural del hombre. Así la retórica del signo sobrepasa la visualidad, con valores sobreañadidos por su sentido espiritual a los elementos estéticos, justificando per se una belleza teológica hacia lo trascendente.
Y bien pudiera estar cualquiera de estos “Crucifijos”, en el ábside de una basílica paleocristiana o en la Capilla del Rosario de Vence o en el Santuario de Aránzazu; porque referirnos a la bella iglesia de La Caridad de Playa Baracoa sería contrastar esa Crucifixión de Alfredo Lozano, con su Cristo agotado, contraído y batido por un viento impetuoso; o con el Vía Crucis de René Portocarrero; obras donde quizá tenga su asidero y antecedente más firme esta lúcida propuesta de Tomás Lara.
Reflexión deontológica sobre la huella que dejamos en el planeta a nuestro paso, sobre la ética de esos poderes e intereses que estructuran la sociedad humana, sobre el legado de las generaciones que hoy pactan con las guerras. Cuando la cultura material se torna pasajera y desechable, cuando todo nace con fecha de caducidad programada; recuperar símbolos antiguos es rescatar el tiempo de las certezas perdurables, de la belleza eterna, del sacrificio definitivo y generoso.
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