Al fin ha llovido en la Habana. Para ser justo debo decir que por fin ha llovido en mayo y como se ha hecho costumbre en mi vida, ya no salgo a bañarme en el aguacero; aunque mientras cae la lluvia y mis vecinas recogen un poco de esa agua para embellecer su cabello, en un futuro no muy lejano en mi cabeza resuenan una y otra vez las notas de aquella canción que aprendí en la infancia “…aguacero de mayo…agua que va a llover…”
Hurgando en mi memoria no logro recordar cuando fe la primera vez que me bañé en el aguacero; lo que sí no olvido era el estar pendiente una vez que comenzara a llover, del permiso de mi madre para sumarme al torrente de los chiquillos del barrio que disfrutábamos el golpe de la lluvia sobre nuestros cuerpos infantiles o adolescentes.
Había, y hay, reglas específicas para gozar bajo el aguacero; y entre la más importante estaba no acercase a un cable caído en el piso; por tal razón era importante ponerse zapatos viejos o aquellas chancletas plásticas ya gastadas y que alguna vez su suela fue parte de la decoración de mis brazos o piernas; en dependencia del tamaño de la bellaquería o del lugar que mi madre eligiera al azar, en el momento de imponer “la comunión entre la chancleta y mi cuerpo”.
Ciertamente a la altura de los diez o doce años el agua de lluvia vigoriza y fortalece. Pasada esa edad siempre escuché decir que tenía efectos dañinos. De todas formas, la posibilidad de probar o refutar esa teoría está lejana en mi vida.
En mis años de estudio un amanecer lluvioso era una de las cosas más deseadas. Esa posibilidad de faltar a clases y dormir un poco más la mañana daba una sensación de paz; aunque no voy a negar que en más de una oportunidad el sueño nunca se logró extender más allá de unos minutos. Y es que al más mínimo asomo de cese de la lluvia ya mis padres exigían –mirada de por medio—que fuera a cumplir mis deberes escolares.
No todo fue siempre alegrías cuando se trataba de la lluvia. Hubo muchas veces que la vi caer tras los cristales, o desde una ventana; incluso desde el portal de casa de algún familiar. Eran las lluvias que acompañaban a los ciclones o a las tormentas de octubre.
Hubo lluvias en las que no me podía bañar so pena de recibir un fuerte castigo, o una sanción. Eran los tiempos en que asistíamos a la escuela al campo y los profesores velaban por nuestra salud; aunque no voy a negar que siempre hubiera un resquicio por el que se podía pasar gato por liebre y uno se podía dar una mojadita. Breve, pero mojadita al fin.
Un buen día descubrí la relación entre la lluvia y los estados de ánimo que estaba viviendo. Clara señal de que estaba creciendo, madurando; o simplemente “cogiendo fundamento” como decían mis mayores.
Ver llover, en esos tiempos, podía desatar en mí cierta tristeza y estimulaba ese acto de recordar eventos desagradables de la vida de ese entonces, como el primer fracaso amoroso y caminar bajo una lluvia torrencial para ocultar mis lágrimas. Sí, porque los hombres no lloran y si lo hacen debe ser bajo la lluvia. He dicho.
Después vendría la vinculación entre mi vida, la lluvia y la música. Sobre todo, aquellas canciones de amor que escuché primero en la infancia –eran las comidillas de mis primas y vecinas “señoritas” -- recuerdo una que interpretaba una dominicana llamada Sonia Silvestre y que en una de sus frases afirmaba que “…la tarde está llorando y es por ti…”. Armando Manzanero también formo parte de ese mundo que vinculaba la lluvia con el acto de amor o desamor personal y social.
Había y hubo otras canciones más o menos conocidas, pero estas dos que menciono unieron varias generaciones de hombres y mujeres que en los años sesenta, setenta y ochenta amaron con todas sus fuerzas y vincularon sus éxitos o fracasos al simple hecho de ver llover.
En cierto momento de mi vida; ese en el que las lecturas ocuparon casi todo mi tiempo libre y ocupado; entendí por qué la lluvia era una fuente de inspiración para muchos poetas; sobre todo los románticos. Gustavo Adolfo Becker y Lord Byron no podían vivir sin mencionar la lluvia cada vez que les fuera posible; lo mismo que al mar; y es que la comparaban con el andar o el vivir de esa amada que imaginaban.
Más terrenal me fue entender la lluvia desde la mirada de Rubén Martínez Villena. Había una diferencia de casi medio siglo entre la publicación de su crónica relatando ver llover torrencialmente en la Habana y la primera vez que me bañé en un aguacero; pero cada una de sus palabras reflejaba mis emociones y sentimientos. Cada una de sus ideas se reflejaba en mis vivencias y observaciones.
Él tenía razón. Hay una ciudad antes y otra después de la lluvia.
Una vez que fui padre entendí los recelos de mi madre cada vez que salía a bañarme en el aguacero, sobre todo si estaba tronando.
Fui yo quien enseño a mis hijos a bañarse en el aguacero, quien les alentó a violar la regla materna de “…espera que llueva fuerte… que ese chin chin solo trae catarros y desgracias…”. Escuchar esa frase me recordó una y otra vez a mi abuela, a mis tías mayores y a mi madre.
Sí porque hay diferentes niveles de lluvia y de acuerdo a su intensidad es el nivel de aprobación familiar para salir y dejar que la lluvia limpie nuestros cuerpos lo mismo que a la ciudad o el barrio.
Mis hijos, lo mismo que yo, y algunos amigos que aún encuentro por ahí, son devotos del aguacero. Y es que bañarse en él es también un acto social que reúne a todos los chiquillos del barrio y lima posibles asperezas, sobre todo si provienen de un partido de futbol en que una de las partes fue derrotada.
Por fin ha llovido este mes de mayo. Las matas de mango han de florecer, lo mismo que los aguacates y otras frutas. Ha llovido a cántaros un domingo casi cuando el mes entraba en su recta final. Dicen que fue por obra del efecto del Niño o la niña, no lo sé bien. Sólo sé que llovió en la noche y no pude bañarme en esa primera lluvia como hago desde que tengo uso de razón, ni mis vecinas acumular cubos de agua para su sed de belleza capilar.
No ha vuelto a llover, mayo casi termina y todo indica que la segunda lluvia demora.
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