“No puedo explicar por qué lo sabía, pero lo sabía.
Esa coreografía tenía alma, tenía poesía, tenía una fuerza interna.
Tenía una verdad. Yo supe que iba a ser una obra para toda la vida”
Luz María Collazo
Una larga tradición de danza escénica entre nosotros, certifica que aquí, en esta tierra, la danza es ruta de conocimiento de varias identidades todavía en construcción. Aquellas tildadas de “modernas”, más apegadas a códigos tal vez hoy añejos, y otras que explayan sus vocabularios expresivos hacia zonas transfronterizas de lo entendido por “contemporáneo”. De esta manera, la producción coreográfica se vería entre franjas sino opuestas, quizás en acoples bifurcados. Por una parte, la exhibición del “saber hacer” del cuerpo danzante y la necesidad del “poder decir” del cuerpo expresivo, entre la activa presencia dinámica del movimiento como recurso inapelable y de lo intrínseco que se encubre detrás suyo, del gesto, del ademán, entre la percepción semiótica y la experiencia performativa de la acción corporal que se torna danza. En esta vertiente podría estar El Cristal, de Julio César Iglesias Ungo; pieza que juega a alejarse de la linealidad narrativa para desplazar sus travesías hacia otros principios de estructuración: la multiplicidad, la fragmentación o la descontextualización. Diríamos que tejiendo y destejiéndose dentro y fuera de lo liminal, de las intuiciones, las ideas, las emociones, meta-realidades y subjetividades como testimonio de su acontecer. En la acera contraria, una danza que arma su ser a través de un arduo equilibrio de doble existencia, batiéndose en una balanza que se compensa entre tensiones y relaciones, entre mesura y compostura, entre ondulaciones y torsiones, entre lo que podría identificarse como “propio” de una escuela y todo el conjunto expresivo y estilístico que de ella emanaría. Situemos en esta perspectiva a Súlkary, la mítica pieza de Eduardo Rivero. Ambas propuestas, junto a Identidad -1, de George Céspedes, integraron el programa que la compañía Danza Contemporánea de Cuba recién ofreciera en la sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba, también como homenaje a Ramiro Guerra, el artífice iniciador de la modernidad en la danza cubana.
Mucho se ha hablado del programa concierto, sobre todo, por el regreso de Súlkary después de tanto tiempo sin bailarse en escenarios cubanos por Danza Contemporánea de Cuba, la compañía que lo estrenara hace más de cincuenta años. Asunto de atendible estima al concebirse como distinción al cumpleaños de Ramiro. Y es que Súlkary, creación de Rivero, uno de los discípulos ejemplares de Guerra, es síntesis y concreción de los principios estructurales de la escuela cubana de danza moderna. Nótese cómo para muchos de los jóvenes bailarines y espectadores que no habían visto la obra en vivo hasta el pasado fin de semana, reconocen el valor contenido en ella como depósito y conservación de la excelencia formalista que denota la técnica de la danza moderna cubana. En los pasos y sus combinaciones, en la métrica de las evoluciones corporales y grafía espacial, está el cuerpo fulgurante del Eduardo bailarín de excepción y todo aquel acervo que lo llevaría a no desestimar la impronta cultural ancestral de nuestra memoria musical, danzaria, plástica, para volverlo un coreógrafo grande.
Rivero, dentro de su generación, se reapropió con afinado garbo de la africanía y sus caminos secretos imaginales, para transformar sus creaciones con la sabia de quien puede vislumbrar el camino, sus recorridos y eventuales resoluciones. Yendo de cabo a rabo, de principio a fin, de derecha a izquierda y así recíprocamente, del gesto aparentemente simple a las más diversas combinaciones dinámicas de energía, de flujos, poses y asociaciones formales o icónicas. De eso está repleto Súlkary, sus tres figuras femeninas-diosas y sus tres hombres-reyes lo escenifican entre cuerpo, espacio, atributos, luces y ejemplar sonoridad. Pero, también la dupla de Okantomí, ambas piezas inscritas como “clásicas” en el repertorio de la danza cubana moderna contemporánea. Con ellas, Eduardo (se) abrió un camino que, con variaciones más centradas en la técnica corporal, conectaba invariantemente con las piezas fundacionales de Ramiro.
Súlkary y Okantomí, abrieron una fértil brecha inspiradora para otros alumbramientos made in Rivero que nunca excluyeron la cuidada y refinada presencia de un cuerpo listo y elegante: Otansí, Dúo a Lam, Lambarena, Tributo, Elogio de la Danza, Destellos, Ceremonial de la Danza, entre otras que lo colocan entre los genios más certeros de nuestra danza. Marcándose por ser sintetizada devolución, con distinguida y depurada técnica, de las aportaciones de su maestro y que ahora el discípulo, le imprimiría su sello de expresión acervada en la cultura dancística cubana, santiaguera, afrocaribeña y universal.
Pero, más allá del regocijo, posibles reclamos, la alabanza, el mérito incuestionable de la corta temporada que DCC nos regalara; ante el programa “de confluencias” con tres obras muy distintas en sus grafías, demandas interpretativas y alcance espectacular, me seduce retornar sobre la eternal pregunta alrededor de “lo moderno” y “lo contemporáneo”, pues ha sido motivo de comentarios especializados y comunes. Y no es por procurar reducir lo que al presente se puede o no razonar como danza moderna o contemporánea, o por tratar de referir lo que se incluye o se excluye dentro de los términos, no, eso sería como intentar definir algo sobre una superficie altamente inestable. Seguirá siendo la danza escénica un escenario en el que se cruzan categorías estéticas y poéticas, influencias, tendencias, conceptos filosóficos, contextos sociales y formas culturales, donde coexisten diferentes obsesiones creativas, como datos expresivos, escrituras de movimiento y un largo camino en devenir, desde donde muchas coreografías, cavilaciones serias y otras no tanto, donde oportunos debates que intentan identificarla, describirla, clasificarla, no llegan a encontrar una respuesta uniforme, sino más bien siguen ampliando las ideas, en relación a la gran multiplicidad de posibilidades que hay en torno a la danza (contemporánea) como variación poética de un hacer más que legitimado en Cuba.
Volver a estar frente a Identidad -1, del prolífero George Céspedes, coreógrafo residente de DCC, formado en la compañía como escuela; reapropiarme de los cuerpos incalculables que suele proponer Julio César, ahora en El Cristal, me aseguran que el amplio espectro donde el discurso del lenguaje contemporáneo en la danza oscila entre el representar “visiones del mundo”, reconstruyendo los planos y niveles dramatúrgicos de la escena para ser mirado, escuchado y pensado, y el presentar como suerte de metáfora epistemológica de aquello que permite a la coreografía legitimarse a sí misma a través de la encarnación de una abstracción o concepto, no es cualidad privativa de “lo contemporáneo”. Y entonces, el recuerdo de mis conversaciones con Eduardo Rivero cuando sostenía que “con Súlkary, yo sí hice dramaturgia, todo estaba pensado, milimétricamente calculado y diseñado…”, sostienen que “moderno o contemporáneo”, el “mostrar sin demostrar, sin decir, hacer que la cosa exista sin justificar su existencia (...) Hacer y no re-hacer el mundo. Existir como acontecimiento del mundo, no como simulación”, como afirmara Michèle Febvre, cohabita en esos modos que tiene la danza de explicarse desde su danzalidad, o sea, en el aquí y ahora, afuera y adentro, en salto o caída, girando o en la quietud de sus propios recursos inmanentes.
El remontaje de la Súlkary recién vista, ha colocado un lente de aumento sobre la pieza, amplificando la visión que de ella podemos hacernos en tiempo real, en la medida que transcurre la coreografía; pero, al mismo tiempo, maximizando las conexiones que hemos establecido con el registro fílmico que gracias a Melchor Casals en la producción de 1974 del ICAIC, nos ha acompañado en clases, estudios y en la transferencia del repertorio. También, a través de testimonios agrupados en los documentales de los amigos y colegas Miguel Ángel García Velasco (Súlkary, medio siglo después) y Súlkary clásico, de Yuris Nórido y Adolfo Izquierdo. Estos registros constituyen documentos en el reordenamiento y recualificación de la mirada, a modo de cuerpo sobre blanco, de cuerpo reflexivo, expandido, testimonio y también “perverso” (el del amigo ojo crítico. Contar con la presencia de Luz María Collazo e Isidro Rolando durante el remontaje y encuentros sistemáticos donde el peso de las anécdotas no disuade el propósito operativo, es vital. En ese mismo sentido, me regresa la pregunta inicial, cómo reacomodar el peso actual de pasos archivados en corporalidades que no son las de otrora, cómo viajar de las encarnaciones de Wendy Ferrer o Yoerlis Brunet y de sus tiempos danzantes de la pieza al presente de sus mediaciones en tanto ensayadores, repertoristas, trasmisores. Y todavía más, cómo hacer para compilar y hasta contrarrestar las voces de quienes guardan a Súlkary entre sus mejores memorias y retos (Nereida Doncell, Odeymis Torres o Bárbara Ramos, con quienes he intercambiado por estos días.
Y es que “moderno o contemporáneo”, me atrevería a significar que el lenguaje de la danza es preso de los contextos como ningún otro arte, no solo por lo pretérito que resguarda una acción bailada tras su ejecutoria temporal y espacial, sino por el propio peso de vehículo cultural que la historia de la manifestación le ha otorgado a la construcción de sentidos en la danza. Y sí, después de tantas idas y venidas, con su todo y con su nada, sigue siendo de necesidad operativa el desarrollo de herramientas para la comprensión de lo sinestésico, lo abstracto, lo figurativo formal, lo conceptual, lo poético y todo aquello que se pueda suscitar en el terreno de la danza, en su pedagogía, teoría, historiografía y producción creativa. Aun cuando nos quede claro que no existe una forma única y exclusiva de abordar o analizar la danza, sea cual sea su tipo o modalidad, hay variadas formas de establecer una relación siempre cambiante, siempre prodigiosa, transformadora, investigativa, profunda, total; por ello, es importante para no “irse con la de trapo”, oportuno será ofrecer marcos apreciativos, analíticos, revisores y, si se quiere, hasta académicos que promuevan operatorias profesionales para generar una base sólida y afectiva sobre la que podamos construir, fundamentar y argumentar marcos teóricos y prácticos que sean aportativos al gestionar e inventar nuevas perspectivas y experiencias sobre la danza.
No olvidemos que, en ella, en la danza y más específicamente, en su acometido coreográfico para la escena, ni ecléctica, divergente o compleja para evitar explicar ciertos esnobismos banales (“lo contemporáneo”), o traspasada, trasnochada, figurativa o insustancial para explicar ciertas formas aparentemente caducas (“lo moderno”), en la danza, la des-definición de su ser-en-juego dependerá de la potencia de su acontecer. Qué son sino las palabras de la primerísima bailarina Luz María Collazo que vienen como epitafio a estas notas: “no puedo explicar por qué lo sabía, pero lo sabía. Esa coreografía tenía alma, tenía poesía, tenía una fuerza interna. Tenía una verdad. Yo supe que iba a ser una obra para toda la vida”. Súlkary nos reafirma que también hay productos que vencen la temporalidad y borran las posibles fechas de vencimiento, al tiempo que siendo “moderna o contemporánea”, el danzar de sus preguntas se torna impertinentes sentidos de sus respuestas.
Fotos cortesía de ©Yuris Nórido
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