Breve vida cumplida, increíblemente cumplida,
la de Luis Rogelio Nogueras. Joven feliz, que
se fue sin tener que soportar la prueba de la
amarga vejez, en la que tantos hombres hacen
pedazos lo que fueron.
Guillaume de la Rivière
Perpignan, invierno de 1987
Exactamente eso me dijo mi marido esa tarde del 6 de julio de 1985, apaciguando su voz, como para causarme la menor impresión posible. Yo estaba embarazada, y él sabía que no por esperada sería una noticia más y que yo lo sentiría como una pérdida dolorosa y fuera de lugar… escandalosa, como lo sintieron todos sus amigos. Sin embargo, no había hablado una palabra con este hombre de leyenda galante, solo alguna que otra vez habíamos coincidido en el medio cultural cubano, en las ferias del libro, en las editoriales o en eventos literario. Eso sí, ya en los setenta su leyenda caminaba con él y se expandía, no se podía soslayar. Transgresor e irreverente, rebelde y enamorado de la mujer, de la patria, de la poesía, hizo versos, novelas, guiones de cine…
Yo, más que leía, estudiaba su poesía, me impresionaba mucho aquel trenzado de belleza y de inteligencia, aquella manera de adueñarse de las palabras, aquellos versos que abrían ventanas y reformulaban el mundo con súbitos haces analógicos, con un irónico conceptismo digno de Quevedo. En esos mismos días escribía un estudio sobre sus poemas, como evaluación de un posgrado sobre poesía cubana del siglo XX, que un poco más tarde se publicó en la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí.
Desde el romanticismo, que los poetas se murieran acabados de nacer era un lugar común, pero una cosa es el mito, la distancia, y otra es ser un testigo de la extinción física de uno en particular, y más si es un compañero de viaje generacional, uno que ha soñado tus sueños, que se hace las mismas preguntas y comparte muchas de tus vivencias y tus interrogaciones, y estar, además, todo el tiempo al tanto de su tránsito. Como nos decía Guillermo Rodríguez Rivera en sus clases de poesía, la realidad rebasa toda posible literatura.
Este Proteo poeta, nos dejó una poesía en continua transformación, como las nubes en el cielo, apelando a todas las épocas y a todas las culturas, se disfrazaba y disfrazaba a todos sus amigos y conocidos, los exponía a los más sinuosos riesgos de la aventura, pero siempre amparados por Blanca Luz, la imagen ideal de una mujer inasible al fin, pero segura mediadora entre la ensoñación y lo concreto, una mujer que era un puente, un verso, una distancia. Poesía guerrera y cultísima, que hacía malabares extraordinarios con el lenguaje, de honda independencia de pensamiento, batalladora por la justicia, pero con ese trasfondo nostálgico, tierno pero escéptico, que da la mucha sabiduría, ese regreso sin haber ido que poseen algunos poetas.
Nada mejor para llegar al paraíso donde sonríe eternamente este poeta muerto, que sus propios versos vivos:
El entierro del poeta
A Víctor Casaus
Dijo de los enterradores cosas francamente impublicables.
Blasfemaba como un condenado
Y a sus pies un par de águilas lloraban pensando en las derrotas
En el entierro estaba Lautréamont,
yo lo vi desde mi puesto en la cola:
dejaba el sombrero al borde de la tumba
y cantaba algo triste y oscuro
(lloraba honradamente, ya lo creo, y los caballos devoraban higos en silencio).
Hubo discursos,
sonrisitas de Rimbaud junto a la cruz,
paraguas abiertos a la lluvia como
a él le hubiera gustado.
Hubo más:
hubo viernes y
canciones funerarias,
palomas que volaban sin sentido, como niños,
versos oscuros,
la hermosa voz de Aragón,
suicidios deportivos de Georgette y nunca más y hasta siempre.
A la hora más triste del asunto
no quería bajar porque allí estaba oscuro.
Pero estaba muerto y hubo que bajarlo,
los sombreros abandonaron las cabezas,
se alzaron copas, adioses, letreros de nunca te olvidamos.
(Un joven poeta a mi derecha le mesaba las rodillas a la muerte).
Lo bajaron.
Se aplaudió en forma delirante;
la gente corría como loca asumiendo lo grave del momento.
Lo bajaban.
Las mujeres lloraban en silencio
porque bajaban las águilas, los sueños, países enteros a la tierra.
Se intentó una última sentencia:
Nerval se acercó con una tiza y escribió con letra temblorosa:
Su cadáver estaba lleno de mundo.
Desde el fondo, Vallejo sonreía sin descanso pensando en el futuro.
mientras una piedra inmensa le tapaba el corazón y los papeles.
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