Nelson Dorr: en el Olimpo de la escena.


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El reconocido director Nelson Dorr (cuyo nombre oficial fuera Nelson César Dorremocea Udaeta), Premio Nacional de Teatro 2011, ha partido en la madrugada del 26 del presente, cercano a cumplir sus ochenta y cinco años el próximo 31 de julio.

Su vehemencia, entereza, tenacidad, unidas a un talento inusual me hacen pensar en él hoy, cuando nos falta, como si se tratara de una fuerza de la naturaleza.

Es, sin dudas, uno de los teatristas cubanos de más intensa y variada obra. Comenzó su preparación teatral en una institución de alto prestigio entre las primeras academias teatrales cubanas: el Teatro Universitario. Su primer personaje fue El subastador, de La peste viene de Melos (1956), texto antológico del dramaturgo argentino Osvaldo Dragún.

En abril de 1961 llevó a la escena Las pericas, un proyecto inusual, con la que él y su autor: su muy joven hermano Nicolás, llamaron definitivamente la atención del medio artístico.

Al crearse el Conjunto Dramático Nacional figuró en su nómina y laboró como asistente del director argentino Néstor Raimondi en dos grandes espectáculos, La Madre y Vassa Yeliéznova, ambos de Máximo Gorki, con un espléndido reparto.

Como era sumamente inquieto montó La ramera respetuosa, de J. P. Sartre, para labores de extensión teatral, y algunos textos breves y ligeros de su hermano.

Entre la extensa lista de espectáculos que ha realizado se hallan obras y autores como Los justos (Albert Camus) y Escenas de la vida doméstica (René Fernández), en 1960; Escambray 61 (Tomás González), El centroforward murió al amanecer (Agustín Cuzzani) y La visita del ángel (José Triana), en 1962; Luciana y el carnicero (Marcel Aymé, 1963); El sombrero de paja de Italia (Nabiche y Michele, 1964); La tragedia optimista ( Vsevolod Vichnevsky, en codirección con Néstor Raimondi) y Tosca (Luigi Illica, Giuseppe Giacosa y Giacomo Puccini), en 1965; La fierecilla domada ( William Shakespeare) y La tragedia del Rey Cristóbal (Aimé Cesaire), en 1966; El muchacho de oro (Clifford Odets, 1967); Falsa alarma (Virgilio Piñera, 1968); Las visiones de Simone Machard (Bertolt Brecht, 1969); Elegía a Jesús Menéndez (Nicolás Guillén), Tía Mame (libreto de Jerome Lawrence y Robert Edwin Lee sobre la novela de Patrick Dennis) y Naranjas en Saigón (Raúl Valdés Vivó), en 1970; Santa Juana de América (Andrés Lizárraga, 1972); Juan Palmieri (Antonio Larreta), en ese tránsito que se produce entre el Teatro del Tercer Mundo, un colectivo acerca del cual aún conocemos muy poco, y el Teatro Político.

Luego vino Vida, fulgor y muerte de Joaquín Murieta (1977), de Pablo Neruda, versionada por él y presentada en El Sótano, y los títulos que dirigió en el Teatro Musical de La Habana, entre ellos Mi bella dama, y en el Teatro Lírico Nacional, a los que suma todos los géneros y formatos, por lo que en su catálogo ingente encontramos desde óperas hasta unipersonales.

En complicidad con Nicolás hizo regresar a los escenarios a dos vedettes que nuestra torpeza había divorciado de su medio natural, el teatro. Me refiero a María de los Ángeles Santana y Rosa Fornés. Y pudimos disfrutarlas en otra etapa de sus vidas mediante las puestas en escena de Una casa colonial y Confesión en el barrio chino.

Una de sus características particulares fue su enorme energía y su férrea voluntad. Nelson fue una de los artistas más intensos de la escena cubana. Le acompañó una vocación pedagógica perenne, más allá de la docencia impartida de manera oficial, y del mismo modo colaboró en los tribunales de evaluación profesional y en cuanta labor de asesoría le fue solicitada.

Tomó a su cargo varias galas artísticas en homenajes y fechas patrias e igualmente colaboró con los guiones de espectáculos diversos.

 Como mismo levantó sobre la escena a Shakespeare, Lorca, Puccini, Camus, Piñera, Brecht, Triana, Rodrigues, Cesaire, Cuzanni se las vio con toda clase de formas espectaculares: tragedia, comedia, farsa, pieza, monólogo, ópera, opereta, vodevil, zarzuela, comedia musical, ballet, danza contemporánea en un ejercicio que lo clasifica en tanto director entre los más versátiles y completos de nuestro ámbito teatral.

Su labor artística y formadora ha desbordado los confines de la isla y ha llegado a los artistas y públicos de Ecuador, México, Nicaragua, El Salvador, Italia, Brasil, España, Francia, Libia y Rusia.

Integró el Grupo de Expertos del Consejo Nacional de las Artes Escénicas en su primera y mejor etapa y desarrolló las responsabilidades de presidente de la Sección de Espectáculos y vicepresidente de la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC.

Su quehacer ha sido reconocido con la Distinción por la Cultura Nacional, que otorga el Ministerio de Cultura de Cuba, el Premio Omar Valdés, que entrega la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC y el Premio Nacional de Teatro, pero hace mucho que su nombre es leyenda, reverenciado por los públicos y respetado por sus colegas, a pesar, incluso, de su voluntario retiro de la vida pública durante los años recientes.

Deja una huella en sus compañeros de aventura creadora, sin importar las edades; un sentimiento de gratitud en muchos de quienes fueron sus estudiantes y sus actores. Algunos le agradecen hoy la confianza que les insufló, las capacidades y los recursos expresivos que descubrió y entrenó en ellos. Otros les agradecemos que, en su grandeza, haya llevado nuestros textos a los escenarios.

Hombre culto, sobrio, informado, inteligente, enamorado de la escena y defensor a ultranza de un género teatral que, bajo ninguna justificación, debiera faltar de nuestra paleta de colores: el teatro musical en toda su gama.

Su disposición a realizar proyectos de gran complejidad — sin contar con la infraestructura necesaria — como fueron los musicales Madame Butterfly, en el 2003 y Pedro Navaja, en el 2006, habla de la proverbial determinación, autoridad y pujanza que caracterizaron a esta gran figura de la escena cuyas dotes hubieran resultado inestimables en la reorganización del teatro musical cubano y en la preparación del talento necesario para ello.

Ojalá seamos capaces de lograr ese, su lúcido propósito. No habrá ocasión mejor para sentirlo, de nuevo, entre nosotros.  


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