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Néster Núñez: Salvaría los libros que no están escritos…


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El nuevo movimiento narradores cubanos está cada vez más permeado sin duda alguna de las tendencias de la literatura infantil contemporánea. En las obras que se publican o presentan a concurso es posible advertir el eco de las voces de autores connotados de la LIJ universal, que con nuevos aportes resuenan en los libros de los creadores del patio. Desde que escuché a Néster Núñez (1) por primera vez leyendo en una velada nocturna en la ciudad de Matanzas, pasajes de su obra Olivia, supe que estaba en presencia de una voz con nuevas intenciones y mucho que decir. Luego, Néster me contó que aquello era parte de una saga que se inspira en una de sus hijas, de ahí la frescura y el tono ligero del relato que todo el tiempo se propone comunicar con la infancia desde la reivindicación de sus derechos a ser con autenticidad. Nuestra literatura ya se va llenando por fortuna de niñas un poco heterodoxas como Mónica caída del cielo, Violante, Olivia y tantas otras, que ahora se me escapan entre páginas y páginas, niñas que como la clásica Pippa Mediaslargas, de la Premio Andersen Astrid Lindgren o la célebre Teresa, del venezolano Armando José Sequera, vienen con un nuevo discurso que enseguida se gana a su posible lector y esa, innegablemente, ha de ser una de las divisas que porte toda buena cruzada porque los niños de hoy y mañana sean activos y valientes lectores…

¿Crees que hay una literatura infantil? ¿LITERATURA? ¿Literatura para personas?

Siempre me han molestado las clasificaciones. Mientras pueda evitarlo, no catalogo, no encasillo nada ni a nadie, sobre todo porque es muy difícil dejar de emplear juicios que a la larga resultan parciales, incluso poco flexibles o simplistas. No sé si los críticos, los teóricos, los catedráticos, tengan la respuesta correcta. Simplemente puedo decir que, como escritor, mi única pretensión es inventar historias. Es más, las historias a veces llegan por sí solas pidiendo ser escritas. Cierto que antes de poner un dedo sobre el teclado ya uno sabe de modo automático a quién se ajusta las historia en cuestión, si a los lectores adultos o a los más pequeños. (A veces no ocurre antes de tocar una tecla, sino en medio del proceso de la escritura, lo que conduce a una nueva redacción). Para hacer su trabajo, un médico utiliza determinados métodos, con los cuales diagnostica los padecimientos de su paciente.

En el momento de comunicar los resultados es que ajusta el lenguaje, en dependencia del nivel cultural de la persona que tiene al frente. Creo que esa es la principal diferencia entre las historias escritas para niños o para adultos: no en las técnicas narrativas que uno emplee, sino en la complejidad de las palabras que componen la narración. Otra particularidad, otra diferencia, pudiera ser la complejidad del tema, o más bien, el tono y el punto de vista desde el que se afronta un tema, porque cuestiones como la muerte, la homosexualidad, el amor, el exilio, los divorcios, hoy son leiv motiv comunes en lo que ha dado en llamarse literatura para niños. El resto es cosa de los críticos, de los educadores, de los distribuidores y vendedores de los libros, que hacen sus clasificaciones. Literatura preescolar, juvenil… Sin embargo, a mi hija de ocho años no le gustan las historias sosas que comúnmente se destinan para los de su edad. Aun cuando por su extensión los adultos hemos tenido que leérselos, ya conoce todos los libros —con esa mezcla de misterios y didactismo que los caracterizan— de Carlos Frabetti.

¿Qué piensas sobre la infancia?

Un niño es potencialmente un artista, un escritor, un carpintero o deportista, maestro, médico… Los niños tienen en sí, sin explorar ni explotar, todas las capacidades humanas. Y todavía no tienen ninguno de los conflictos, temores y condicionantes que limitan a los adultos. Por eso son tan libres de hacer y decir lo primero que les venga a la mente. De ahí su sinceridad, su espontaneidad, su alegría. La infancia sirve para establecer los fundamentos de la futura personalidad, los cimientos del tipo de persona que después serán. Intrépidos, esforzados, valerosos, independientes; o por el contrario: tímidos, asustadizos, falsos, apegados. La infancia es ese período en el cual, con un la ayuda de los actores socializantes (familiares, maestros…), y fundamentalmente a través del juego, ellos se van conociendo.

¿Leen los niños más o menos que antes?

A esta pregunta uno tiende a dar una respuesta rápida, automática, amparada en cierta lógica: se lee menos que antes. Entonces se argumenta con la influencia que han venido ejerciendo las nuevas tecnologías en la formación de los niños y jóvenes. Computadoras, internet, play station, PSP, tabletas, mp3 y mp4… Y luego uno echa mano a los contenidos que estos difunden y que ocupan buena parte del tiempo libre de los menores, sobre todo, aunque no exclusivamente, en las zonas urbanas: videojuegos, películas (al estilo Hollywood), documentales, chistes, power points…, conciertos, videos clip… Educados en esa cultura donde prevalece lo visual y la rapidez, los niños han perdido el placer por los libros. ¿Será realmente así? ¿Algún investigador habrá estudiado el asunto? Y se me ocurre una pregunta tal vez más importante: ¿Acaso nuestros niños nunca aprendieron el placer por la lectura? Si desde los años noventa las escuelas y el sistema educativo son el desastre que aún siguen siendo, y si los padres se vieron lanzados a la individualista lucha diaria por llevar un plato de comida a su mesa, con el consecuente desajuste de una dinámica familiar que priorizaba la vida en común, ¿quiénes, cuántos adultos tuvieron tiempo y deseos de inculcarles a los niños el placer de la lectura? ¿Algún investigador habrá estudiado el tema? Entonces, ¿se lee menos? Es probable que sí. Pero lo de las nuevas tecnologías sería solo una de las variables. Otra, la dispersión social, el fin de un proyecto nacional donde crecer espiritualmente era bien juzgado. Quiero decir: determinados valores cambiaron. Quizá el qué tienes es más importante que el quién eres… Y si se lee menos, ¿tendrá que ver con los títulos que estamos poniendo a consideración de los lectores? ¿Algún investigador habrá estudiado qué se lee y qué desearían leer los niños cubanos de hoy? ¿Los escritores estaremos perdidos, desinformados, y estaremos sublimando en nuestras historias las preocupaciones que nos atañen como adultos sin tener en cuenta las necesidades de los menores? Otra de las causas por la que se lee menos, ¿sería que los niños no llegan a identificarse con la mayoría de los personajes y las situaciones de las ficciones que les damos a leer? ¿Algún investigador se habrá interesado en estudiar por qué los niños consumen ávidamente dibujos animados y películas no ambientadas precisamente en Cuba? ¿Será que estarán queriendo echar a volar su imaginación y solo les estamos dando cucharadas del mismo caldo (¿sucio?) en que se revuelven diariamente? ¿Será que quieren experimentar sentimientos universales, que quieren identificarse con un personaje héroe que no encuentran en ninguna zona de nuestra literatura actual? ¿Será casualidad o síntoma que aún no haya aparecido el sustituto de Elpidio Valdés? ¿Tendremos los escritores parte de la culpa de que los niños lean menos que antes? ¿O la culpa la tendrá los sistemas de promoción, distribución y venta? Cuando hay un libro que se vende, que se lee (dos cosas distintas), ¿se reimprime? ¿Cuánto tiempo después? (No me refiero a Había una vez, ni a La Edad de Oro, que los encontramos una vez sí y otra no, en las ferias del libro) ¿Qué motivación podría tener una vendedora en promover determinados libros en una escuela si coordinar la actividad, llevarlos, traer los que no se vendan… genera un esfuerzo no recompensado económicamente? ¿Basta con el aliciente espiritual de saber que se está contribuyendo a la formación de esos niños? En fin, son demasiados factores. He tocado algunos, y aún sé que faltan otros tantos (¿los precios?). Pero sí: sin pensar los por qué ni los hasta cuándo; sin pensar en los modos posibles de revertir la situación (¿vender audiolibros?), uno tiende a decir que hoy los niños leen menos.

¿Qué piensas del tono de las historias para niños?

La comunicación con los niños (y con los no niños) se establece mejor desde el humor. Me encanta su risa abierta y sincera; pero sucede que es difícil dar con la dosis exacta, no caer en el chiste por el chiste. Y sucede también que una historia de tono humorístico pueda resultar graciosa… sin llegar a ser buena. Por otro lado, no me gusta manipular los sentimientos, así que evito el melodrama. Y lo mismo con el didactismo: ese tono lo dejo para los maestros y para cuando toca aconsejar a mis hijos. Pienso que la misma historia es la que pide el tono en la que será contada.

¿Eres parecido a algún personaje de tu obra?

No hay modo en que uno no pueda parecerse a lo que escribe. Un escritor es lo que escribe. Es lo que dicen y hacen sus personajes. Es la historia que cuenta, inserte o no determinados pasajes que realmente hayan ocurrido en su vida. Hasta ahora no he logrado el necesario distanciamiento para escribir sobre mi infancia o mi adolescencia, ni tan siquiera sobre los difíciles y definitorios años de estudiante universitario (1993-1998). Sin embargo, mi obra es la expresión material de mi mundo subjetivo. Quien quiera saber qué pienso, qué me preocupa, cuáles son mis prioridades, mis inquietudes, mis convicciones, mis dudas, mis propósitos, mis planes… que lea mis libros. En Abismos privados, mi primer libro y el único hasta el momento dirigido a los adultos, hay un cuento titulado “Bicitax-cero”, escrito en momentos en que de verdad me ganaba honradamente la vida dando pedales en un bicitaxi. Y el cuento “Con cara de inválido”, que considero el más autobiográfico, describe con crudeza mi empeño por aprender a narrar. “El marciano” toma por motivo un viejo e insuperable pánico mío: bailar en público. Y así sucesivamente. También hay como una especie de pequeña saga (Olivia la pamplinosa y Nadie se ríe de Olivia) donde me encarno a mí mismo en el rol de padre. Soy tal cual está escrito. Y Olivia es así mismo, y también sus hermanos y su madre. Nuestra dinámica familiar queda allí transparentada. Sobre Panchi y el ratón astronauta, el libro cuyos personajes son animales y donde me propuse alejarme totalmente de mí, puedo contar una anécdota. Mi suegra fue durante muchos años una excelente profesora de Español, y por lo tanto, tiene una capacidad superior para captar los entresijos de los relatos. Pues, tras leer el libro, le comentó a mi esposa con su típico tono trascendente, un poco cercano a lo trágico: En este personaje del gato, Néster se desdobló por completo. Y sin variar el tono leyó un fragmento donde el gato, inmerso en su soledad, contemplaba la infinidad de las estrellas, tras lo cual llegaba a la conclusión de que los habitantes del planeta Tierra “somos, si acaso, un granito de polvo en el universo”. Lo gracioso es que mi editor sugirió que eliminara ese fragmento porque sonaba demasiado trascendental o filosófico, y no empastaba con el resto de la historia. Pese a darle la razón, me encapriché en no quitar el parrafito, por el simple motivo de que había sido dicho por uno de mis dos mejores amigos en una noche de largos tragos, lo cual generó mucha risa. Era mi homenaje a él. No lo eliminé, y después mi suegra dijo: es autobiográfico, o algo parecido.

¿Cómo ves al autor ideal para niños?

Hasta ahora había pensado en la diferencia entre escribir poesía y ser poeta. Este último concepto implica para mí una actitud ante la vida donde prevalezca lo espiritual. Quiero decir, me he formado un estereotipo de poeta en el cual están excluidas o relegadas a un segundo o tercer planos las relaciones mundanas de intercambios económicos, los chismes y egoísmos y en general la mayor parte de las bajezas y debilidades humanas. Pero como tengo ojos y los empleo, y como tengo capacidad de razonar y la empleo, y como conozco a muchos que escriben poesía, sé que ese ideal de poeta es bastante difícil de hallar en la realidad. Lo cual no viene al caso, porque estamos hablando precisamente de una utopía. Entonces, en ese mismo nivel de análisis, considero que mi escritor ideal para niños debería ser un escritor ideal de poemas, dispuesto además a estar rodeado y a entregarse y a identificarse con los niños, que en definitiva son las únicas personas que en sí se mantienen al margen de las relaciones mundanas de intercambios económicos, los chismes y egoísmos, y en general de la mayor parte de las bajezas y debilidades humanas. No sé si me explico.

¿Sientes influencias en tu estilo de algún escritor clásico o contemporáneo?

Todos los buenos narradores y las buenas historias me han influido, pero no creo que al punto de escribir de un modo que se les parezca. No sé si algún crítico pueda hallar determinados nexos. La influencia está dada en que todos los buenos narradores y las buenas historias que he leído, me han motivado a escribir; han abastecido el depósito de mi imaginación, y siempre he confiado en que cuando me siento frente a las teclas, todo ese background sale a flote desde el inconsciente.

¿Leías mucho de niño?

Ya se me olvidó si aclaré lo de mi mala memoria para los títulos y los nombres. Es importante que eso se sepa, para evitar las decepciones. De todos modos voy a esforzarme. Además de los Julio Verne, los Salgari, los Huck Finn y los Tom Sawyer a los doce o trece años, recuerdo haberme atiborrado inicialmente de todos aquellos libros hijos de la colaboración y el intercambio socialista, los mismos que hoy denominan libro-álbum: a todo color, en variados formatos y con todos los mensajes. Entre ellos, las muchas versiones de dibujos animados: La florecita de los siete colores, Orejitas a cuadros… Más tarde leí, infinidad de veces, Muchachos de la guerrilla; no más de una vez leí Pelusa, Boris y el cohete; Elvis Karlson; Timur y su pandilla. También estuvieron Me importa un comino el rey pepino; Papá de noche; Los niños más insoportables del mundo… Bueno, dirán que es una falsedad lo de mi mala memoria. Juro que no es así. Sucede aún conservo todos esos libros y muchísimos más. Y no solo los conservo, sino que les he recomendado a mis hijos algunos de ellos, y yo mismo se los he leído a Olivia, mi hija más pequeña. Entre los que sí recuerdo, tal vez porque estén asociados a la parte naturalista que habita en mí, están Cartas desde la selva; Jack el caribú; Bari, hijo de Kazán; El país de las sombras largas… Y recuerdo haber leído muy temprano las Selecciones del Reader Digest, dos o tres tomos de Cuentos sobre boxeo… y así, en este patrás y palante, no puedo dejar de mencionar la revista Misha y todas las historietas de Matojo y del héroe de nuestra infancia, Elpidio Valdés, de cuya novia María Silvia me enamoré tempranamente, y hasta la usaba para combatir las pesadillas infantiles que con frecuencia me atormentaban.

¿Cómo ves tu obra dentro del panorama literario para niños de Cuba?

Sé que mi obra no ocupa todavía un lugar visible dentro de lo que se escribe para niños en Cuba, ni tampoco es tan amplia como para detectar en ella ciertas directrices, así que me voy a ir por la tangente. He comprobado que un elevado por ciento de los textos que se inscriben dentro del sector que nos ocupa está más destinados a los adultos que a los niños. (Especialmente, a los adultos que conforman los jurados de muchos concursos literarios). Por una parte, los delata el punto de vista falsamente infantil desde el que se narra. Como consecuencia, los futuros lectores, niños de verdad, nunca llegan a identificarse con los personajes, y la ficción pasa para ellos sin penas ni glorias. Muy relacionado con el aspecto del punto de vista están los contenidos, los temas que se tratan. No pocas veces son alusiones adultas a la situación económica, política y social del país (y a las frustraciones y conflictos que estas generan), solo que el personaje central habitualmente es un niño (que atraviesa muy pocos conflictos; que no crece a lo largo de la historia…). Que sea un niño viendo con ojos de niño el mundo de los adultos, permite deslizar cuestionamientos que en ocasiones, solo en ocasiones, llegan a resultar graciosos o sorprendentes. En sí misma, tal intención no está mal. Lo malo es el exceso. El hecho de que cada adulto haya tenido su propia infancia, y de que como la mayoría tenga sus hijos, como que genera la idea de que todos estamos capacitados para escribir literatura infantil. Quizá por eso, o por la falta de constancia o de talento, es que vislumbro una carencia de pretensiones mayores. Es decir, no veo la hora en que aparezca un Harry Potter cubano, otro Pelusín del Monte, otro Elpidio Valdés u otro Matojo. La fantasía, la épica cubana, ¿dónde se ve? Sí hay acercamientos a las tradiciones (los güijes, las leyendas de la religión yoruba), pero ha faltado el gran despegue imaginativo. En este contexto es en el que debo abrirme paso como narrador. Ir labrando mi propio camino. Si tengo una ventaja, es que sé cuáles son las tentaciones y los facilismos que se interponen entre mi meta y yo; y por supuesto, sé también cuál es esa meta que quiero lograr. Ojalá me alcance el ingenio.

¿Qué serías en otra vida? ¿Qué profesión nunca ejercerías?

Yo soy graduado de psicología (en la Universidad Central de Las Villas) y nunca me nació trabajar en la parte clínica. Dar consultas y eso. Me llamó la atención, aprendí cuanto pude, pero siempre supe que no era lo mío. Es una cuestión de personalidad. Si se quiere, soy demasiado egoísta, y para ser psicólogo clínico uno debe tener una predisposición altruista, ser muy sensible a los conflictos ajenos… Yo soy sensible a ellos, pero desde el enfoque del creador. Del que los analiza para luego repensarlos, adornarlos, convertirlos en ficciones. Siempre supe que quería eso: crear. No solo literatura. Mi acercamiento al mundo de la creación se produjo (tardíamente, por cierto, y luego de un proceso de autodescubrimiento) desde el audiovisual. Por un tiempo eso me apasionó. Ya en primer año de la universidad estudié mucho el asunto de la publicidad. Elaborar un mensaje que incite a la acción o a la reflexión, o que cambie actitudes, en un período de tiempo que nunca excede los treinta segundos, es fascinante. Pero sucede que dadas las características de nuestro país… Lo que más se acerca son los mensajes de bien público. Los destinados a sugerir el uso del condón, contra el tabaquismo, ese tipo de cosas. En Telecubanacán realizamos algunas de mis ideas y fueron muy bien aceptadas, incluso por los miembros de varios jurados, que las premiaron, aunque luego me fui dando cuenta que lo que era la realización, la puesta en escena, digamos, dejaba mucho que desear. Lo más decoroso eran las ideas en sí. El concepto. Luego regresé a mi ciudad natal, Matanzas, y obtuve una plaza de periodista en TV Yumurí. Fue donde aprendí algo sobre la edición, sobre el sonido, las bandas sonoras, las luces… Además de hacer noticias, escribí el guión y dirigí varios documentales de corte histórico. Solo que para un creador, la televisión, con su infinidad de condicionantes políticos, es un medio muy limitado para expresarse. Pero sí, regresaría al audiovisual. Sin dejar definitivamente la escritura, por supuesto. La fotografía es otra de mis pasiones, de mis hobbies desatendidos. Pudiera dedicarme a ella de un modo más sistemático, y hasta profesional. Más allá de la creación, me atrae la naturaleza. No la simple contemplación, aunque también, sino verme insertado en condiciones naturales extremas. Saber que dependo de mi instinto, de mis capacidades y habilidades físicas y espirituales para sobrevivir… Creo que sería un buen Robinson Crusoe, por ejemplo. Pero no creo que eso conste como una profesión. Cuando todavía estaba estudiando en Santa Clara subí a la comandancia del Che en el Escambray. Recuerdo el agua friísima de los ríos, los caminos de piedra, el piso de cemento pulido, súper fresco, de un bohío, el cansancio de mi cuerpo, los pulmones llenándose de aire con olor a monte… En aquel momento pensé que si me mandaban a hacer el servicio social en esas lomas, me iba a alegrar. No solo por la naturaleza. También por la vida sencilla. Algo así me sigue gustando. Es contradictorio, porque lo otro que me llama la atención sería montar un negocio propio. Lo digo, y pienso en aquello de la iniciativa privada. En la competencia. En desarrollar estrategias para satisfacer las necesidades de los clientes y a la vez obtener ganancias. Según lo estoy viendo, sería poner la creatividad en función de esa empresa. Funciona bonito en mi cabeza. Pero la realidad es bien distinta a lo que me imagino, es más cruda, tiene leyes distintas. Mi esposa me lo dice cuando me mando a imaginar: “que me concentre en mis historias, que escriba. Que deje los negocios para los que tienen otro carácter”.

¿Qué atributos morales debe tener un buen libro infantil?

Un atributo moral que no debe faltarle a un libro para niños es la honestidad, según creo. Ser honesto significa no escamotear la verdad. Ser sinceros. Y no se puede ser sincero si no reflejamos los matices del alma y del comportamiento humano. Nuestras imperfecciones y nuestras purezas. Al mismo tiempo, sin caer en el didactismo ni en el moralismo, los libros infantiles deben dejar abierto un resquicio hacia el mejoramiento personal. Que el lector, allá en lo último, sepa que sí es posible ser una persona buena. Que es posible, y también recomendable. Porque no hay mayor felicidad que ser una persona sensible y piadosa. (Quiero dejar explícita la idea de que un libro cualquiera puede estar cargado de atributos morales, pero ello no impide que sea un libro mediocre.)

¿Qué piensas sobre la relación autor editor?

Basándome en mi experiencia como autor y como editor, considero que, al menos cuando los dos partícipes en el asunto se toman las cosas en serio, es una relación estresante. Y no está mal que así sea. Es más, siempre que sea estresante, el libro en cuestión gana en calidad. (Estoy hablando del editor como el sujeto específico que se encarga de la edición de tu libro, y no como la entidad editorial donde vas a publicarlo. Por supuesto, el editor responde a una concepción editorial que lo supera y condiciona su trabajo; pero a lo que quiero referirme en primera instancia es a esa relación individual, muy cercana, entre el autor y el editor). Cada vez que he entregado un libro a la consideración de una editorial, rezo (como quien dice) para que sea aceptado. Una vez que ha sido aceptado, rezo con más fervor (si cabe) para que me asignen un buen editor. Un buen editor es para mí uno muy (pero que muy) exigente. Que lea mi libro cinco o seis veces (como yo lo hacía cuando era editor), hasta darse cuenta de todos los detalles, y que me sugiera entonces todos los cambios del mundo: cambios en las sintaxis de las oraciones, cambios de adjetivos, cambios en la puntuación… Un editor exigente que no se quede en las cuestiones de estilo y se introduzca en el uso que doy a las técnicas narrativas; que quizá me sugiera contar tal historia en tercera y no en primera persona; o en pasado y no en presente; o que se percate de que la solución a un conflicto narrado en tono realista es inverosímil, pues es una solución proveniente de lo fantástico, que llegó sin indicios, por lo que la historia necesita una fuga en el nivel de realidad… Puede ser que ese editor exigente me sugiera hacer cambios en el orden de las narraciones, o cambiar el título a algún que otro capítulo… Parto de la convicción de que no hay ningún libro perfecto. Ni los libros que han tenido ediciones anteriores, ni los libros de autores ya consagrados. En mayor o menor medida, todos son perfeccionables. Entonces, las dos virtudes de un editor son: percatarse de esos detalles, y encontrar un modo respetuoso pero directo de comunicar y convencer al autor de la necesidad de esos cambios. Mientras más arreglos sugiera (bien justificados, por supuesto), mejor. El resto queda en manos del poeta, dramaturgo, novelista… que aceptará o no las sugerencias. Si un editor es exigente y hace bien su trabajo, logrará, al menos, poner a pensar al autor. Y también logrará, al menos, que el autor reconozca que se ha tomado las cosas en serio. Y eso son dos cosas muy importantes. Hasta aquí debe quedar claro que el autor tiene siempre la última palabra. Y tal vez no debería ocurrir así. Sucede que es probable que el autor sepa que el editor lleva razón en sus argumentos, pero no mejore el libro porque: a) no tiene tiempo, tiene que cumplir con otros compromisos o proyectos; b) no tiene el suficiente talento (en muchas ocasiones no lo reconoce directamente, sino que le pasa la bola al editor, diciéndole que haga con el libro lo que considere; c) el orgullo, el ego, no le permite reconocer los defectos del que considera el mejor libro jamás escrito (el suyo), y se dedica tal vez a denigrar el trabajo del editor; d) le van a pagar la misma cantidad tanto si arregla el libro como si no, tanto si el libro se vende como si no… Así, pudiéramos agotar todo el alfabeto. O casi. Y en el camino, comprobamos que el editor lleva las de perder. Quizá ese sea uno de los motivos por lo que resulta tan raro encontrarse con un buen editor. Un editor conocedor, asertivo y exigente. No uno que haga su trabajo lo bastante bien como para ganarse su salario sin recibir demasiados regaños por parte de sus jefes.

¿Salvarías diez libros de ir en un barco que naufraga? ¿Alguno tuyo?

Ante la posibilidad de un naufragio no salvaría ningún libro. Ninguno. Ni la Biblia, ni Cien años de soledad, ni algún otro de poesía… Lo siento, pero es así por varias razones. La primera de ellas no es una razón en el sentido estricto de la palabra. O al menos no a la parte de lógica y de razonamiento que implica. Viene siendo más bien un motivo, un impulso. Eso, un acto impulsivo. Ante la idea de un naufragio, impulsivamente trataría de ponerme a salvo. A mí mismo, a mi persona. Es lo que hago cada vez que padezco aquella pesadilla recurrente en la que desde la orilla de una playa o desde la cubierta de un barco veo aproximarse una ola gigantesca. En ese momento corro, huyo, pongo el motor a toda marcha; pero siento que no será con la suficiente rapidez. Entonces vivo el terror de saber que las posibilidades de sobrevivir son escasas; y despierto. Pero el terror permanecerá muchas horas más. Hará que sea imposible retomar el sueño. Esa es la cadena de imágenes que se suceden en mi mente cuando escucho o pienso un poco en la palabra Naufragio. Como comprenderán, en circunstancias tales es poco creíble que la personita que soy se detenga a echar mano a una mochila de libros. La otra razón es que, pese a lo que pudiera pensarse de alguien que escogió como profesión adentrarse en el espíritu humano desde la narración de historias ficticias, soy un tipo bastante pragmático. Con esto digo que, en caso de un naufragio normal, al estilo del de Robinson Crusoe, me aseguraría de cargar herramientas (armas, cazuelas, fosforeras, ese tipo de cosas), y también alimentos, abrigos… Nunca libros. Al no ser que encuentre uno titulado “Tenga un naufragio cómodo: los mil métodos de naufragar en una isla desierta y tener éxito”, o algo parecido. El caso es simple: sé que la esperanza, los valores morales y cuanta cosa legada por la humanidad pueda encerrar un libro, ya habitan en mí. Sería cuestión de meditar, de hallarlas en cada una de mis células. Y esto me lleva a la tercera y última razón por la que no cargaría con ningún libro en caso de naufragio, aunque para ello debo despojarme de mis pesadillas y asumir por fin el sentido metafórico de la pregunta que me hacen. Pues bien, esta razón es que veo a los libros como entes que una vez publicados inician su propio ciclo de vida, como un hijo cuando sale del vientre de su madre. Los libros buenos se abren paso por el mundo, se instalan en la memoria de la gente, y probablemente nunca mueran. Muchos otros, hijos de la moda o de las circunstancias, harán época o pasarán bastante desapercibidos. Aun así, todos ellos fueron leídos. Por millones de personas o por unas decenas, fueron leídos. Y ser leídos viene a ser como el sentido de la vida, el motivo de vivir, de los libros. Así que si viene el diluvio universal y todos los humanos son como yo, que no salvaría ni un libro, los libros deberían morir con el orgullo de haber dejado alguna huella en el corazón o en la mente de alguno de esos humanos ingratos. En cambio, hay miles de libros que aún no han tenido su oportunidad, que esperan su momento, que todavía no han pasado a la imprenta, que no han sido escritos o que en el momento de la indecisión y la catástrofe son una vaga idea en la mente de alguien. Y esos son los libros que yo quisiera rescatar. Los que no han alcanzado su vida propia. Y como en mi cabeza hay varios, diría que me salvaría a mí mismo. Si me dieran la oportunidad, salvaría también a cuanta persona pudiese, porque cada una encierra historias, versos, dramas, reflexiones, que con toda certeza merecerían verse plasmadas en libros. Deberían alcanzar la oportunidad de ser conocidas por los sobrevivientes. Así que eso: libros ya publicados, ya leídos, no salvaría ninguno. Libros que están por nacer, incluidos los que habitan en mi cabeza, todos los que pudiera.

 

Nota

(1) Nacido en Matanzas, 1975. Es sicólogo, escritor, guionista y realizador de radio y televisión, periodista y editor. Con Olivia la pamplinosa (primer aparte de Nadie se ríe de Olivia, editorial Gente Nueva, 2013), obtuvo el Premio Literario Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2009 (Editorial Capiro, 2010). Tiene publicado, además, Panchi y el ratón astronauta (Ediciones Matanzas, 2012).


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