NUESTRA PRIMERA AVIADORA


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Bertica, con dieciocho años, era el horcón de la familia. En su humildísimo hogar, encabezado por un padre tipógrafo, comunista, se encendía cotidianamente la cocina gracias al empleo que la muchachita había logrado, como telefonista, en las oficinas habaneras de la Panamerican Airways, donde se desempeñaba de maravilla gracias a su dominio del español y del inglés.

Ah, pero transcurren los días de aquella corruptela sangrienta que se llamó — ¡no olvidarlo!—  el machadato.

Y, en medio de alguna de las sucias jugarretas politiqueras, pierde su empleo, para ser ocupado por una yanquirule que no sabía decir ni “buenas tardes” en castellano, ante el teléfono.

Pero Bertica es mucha Bertica. No se arredra. Y decide optar por un destino donde ninguna otra mujer pueda deslealmente arrebatarle el puesto.

Logra ponerse en comunicación con Alfredo Hornedo, uno de los hombres más acaudalados de Cuba, propietario de la empresa periodística Excelsior-El País. Y le lleva un singular planteamiento.

La muchacha le propone que le financie un curso de aviación, a cambio de que, ya graduada, ella piloteara una nave que  llevaría las matrices de su diario hasta Santa Clara, con lo cual “le darían el palo”, en cuanto a la distribución de la prensa, a su rival, El Heraldo de Cuba.

Hornedo fue siempre catalogado como uno de los seres más incultos de Cuba, pero no tenía ni un pelo de tonto en cuanto a los negocios. Y acepta el trato. Pronto su periódico despliega el titular El País costea los estudios de la primera aviatriz cubana, junto a una foto donde aparecen el magnate y la sonriente muchacha.

De inmediato, está matriculada en la Escuela de Aviación Curtis, en Rancho Boyeros. Aquello no fue, precisamente, un lecho tapizado con pétalos de rosa. Durante el curso, mueren en accidentes tres aprendices.

 Pero Berta parece diseñada para desafiar cualquier reto. Su instructor de vuelo, M. Faulkner, expresó, con admiración: “En el aire es valiente. Y cuando ejecuta el salto de la muerte y otras piruetas, a pesar de que apenas llega a las diez horas de vuelo, ya ella toma los controles y, por iniciativa propia, levanta el biplano Fledgling, hace virajes sobre el aeródromo y aterriza como un piloto experto”.

Ella nos hace recordar la frase de Zsa Zsa Gabor: “Cuando un hombre se echa hacia atrás, retrocede de verdad. Pero una mujer sólo retrocede para coger impulso”.  Disfrutó ver desde el cielo cómo se reunían miles de espectadores en cada una de sus demostraciones acrobáticas aéreas.

En los albores de la década 1930, fue nuestra primera aviadora. Pero se frustra el destino que le esperaba en Excelsior-El País pues Machado prohíbe los vuelos sobre la capital, temeroso de un ataque por parte de la oposición armada.

Naufraga su avance profesional, en medio de tanta negligente indiferencia. Está sin trabajo. No le queda más remedio que ser la secretaria del presidente de la W. M. Anderson Trading Co.

En 1975, durante una entrevista de  Alcides Iznaga, que publicó la amada revista Bohemia, confesó: “La aviación fue siempre un pedacito importante de mi vida. Lástima que me durara tan poco”.

Se casa con el doctor Eduardo Sabas Alomá, profesor de Fisiología, con quien iba a tener dos hijos, futuros médicos, como el padre.

Una cota, algo desolada

 “Si nunca se habla de una cosa, es como si no hubiese sucedido”, dijo Oscar Wilde.
Y la frase, machaconamente, me golpeaba las sienes mientras rastreaba, como un amaestrado perro sabueso, las huellas de nuestra protagonista. Han sido contadísimos —siempre aquellas honrosas excepciones—  quienes ante el teclado convocaron su recuerdo.

¿Cuál fue su segundo apellido? ¿En qué fecha nació?  ¿Cuándo le dijo adiós a este universo tridimensional?  Escudriñé ad infinitum sobre estos datos elementales, sin cosechar fruto. Pero algo me consuela.

Quienes la conocieron aseguran que ella fue La Modestia personificada, y, por tanto, será abundante en el perdón para quienes han borrado su vida hazañosa.

No me caben dudas de que, ahora  mismo, andará volando por los aires del trasmundo, mientras tararea la canción que la apasionaba: “Cielito lindo”.


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