La Revolución, iniciada en enero de 1959, conlleva la permanente concientización e identificación colectiva de un “nosotros” y de un “otros” que comprende a los adversarios o enemigos. Esto, mediante la adherencia a ciertas representaciones y símbolos, que posibilitan una expresión propia y compartida, más la afiliación a una y no a otras expectativas de cambio.
El “¿quién gana quién?” comprende la disputa por el control de la historicidad y por los sueños, qué marcos de significación de los actos y las actitudes se hacen hegemónicos y qué “memes culturales” imantan el sentido común de época. Si la “cultura de ser” o la “cultura de tener”, si la del aportar o la de portar indicadores de “éxito”; si la miamización de nuestras formas de expresarnos y de impresionarnos o la extensión fecunda de las intensidades que igualaron a los cubanos en La Demajagua y que se tejieron himno en el Bayamo irredento de octubre de 1868.
Desde Miami, por múltiples canales, nos llega una visión del mundo en la que ser ricos y ostentar es el único modo de ser felices. Un tóxico deseo de ser y parecer ricos inunda las mentes de una gran parte de nuestros jóvenes. Gota a gota, ola tras ola, los zarandea un océano postmoderno que suplanta la brújula de la razón, por los mareos del deseo, por los cantos de sirenas del neoliberalismo.
En el Sur de La Florida ostenta su fama la “Farándula de Miami”, una comunidad de mercaderes del arte, preponderantemente anexionista. A la que se han integrado los cubanos doblegados por el exilio duro, el más recalcitrante, esos “sensatos patricios, y que solo tienen de sensatos lo que tienen de fría el alma”. Los que, ante la disyuntiva planteada por el Apóstol, optan por el yugo.
No por gusto el “éxito” de los emprendedores cubanos radicados allí fue presentado como paradigma en el discurso de Obama en el Gran Teatro de La Habana. Idea reiterada por su sucesor Donald Trump y más recientemente por Joe Biden.
Reafirmación de nuestra identidad
Y como desde esa orilla se enfilan los cañones de la guerra cultural que se nos hace, la reafirmación de nuestra identidad, de un “nosotros cubanos y socialistas” ha de comprender el despliegue de una serie de marcadores nítidos y vitales, de símbolos y mitos bien diferentes de los que se producen allá. Y sobre todo bien distintos al collage de símbolos y prácticas de obediencias que allí abundan.
El poder de la alternativa socialista debe probarse en la capacidad de reducir la labor de zapa de las mercancías culturales producidas en aquel pantano; en la fijación orgánica de nuevas prácticas de producción simbólica para la consecución de una “superior conciencia”, de una novedosa apropiación de la realidad. Se valorará por la capacidad de inmunizar a nuestros jóvenes frente a la norteña pandemia de símbolos y sentidos, frente a una avalancha de mercancías culturales que degradan la condición humana, y que reproducen la subjetividad “capitalística”, que maximizan “la plusvalía de poder a través de la ‘cultura-valor’”, para decirlo como Félix Guattari.
La hegemonía cultural del bloque independentista se ha de constatar en la prevalencia de emancipadoras prácticas discursivas, de una antimperialista producción simbólica. Y eso pasa, por cambiar las condiciones y limitantes de esa hegemonía. Por transformar, entre otras calamidades, como señalara Israel Rojas, que “los consumos culturales en este país, dentro de la música”, se manejen desde Miami. Eso, comparto con el músico “es una derrota de este país”.
La fortaleza de la Revolución comprende la constate reconstitución e institución de una cultura “otra”. No una manera distinta de archivar saberes, sino un modo alternativo de “organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior conciencia para la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y deberes”, que es como definía Gramsci a la cultura.
El mejor antídoto ante la homogenización de los consumidores
La riqueza de una cultura se informa por el mayor inventario de símbolos, rituales, historias y visiones del mundo que encuentran los sujetos para expresar su naturaleza humana, para reconocerse auténticos y singulares. La defensa de nuestra identidad, la revitalización de todas nuestras tradiciones es el mejor antídoto ante la homogenización de los consumidores que anhelan las trasnacionales. La movilización para una vía cubana de desarrollo humano, para un camino distinto de emancipación, también depende de esa autoctonía de ser y de decir “aquí estamos”.
De esa caja de herramientas, de distinciones heredadas, hemos de tomar nuestros códigos, para subvertir los códigos dominantes del neoliberalismo. De estas materias primas construiremos otro orden de cosas, una diferente manera de organizar nuestra vida social y de relacionarnos. Desde nuestros barrios y en las academias.
En nuestro país, en terrenos más públicos y en los más íntimos, se comporta la pugna por capitalizar adeptos entre dos cosmovisiones. Una que se enfoca en lo externo y sale a conquistar; la otra que enarbola su esperanza en lo propio y siembra luz. Una se arma de apropiaciones, del reciclaje, la otra se construye de metabolizar y fundar. “Yo conquisto” frente al “Nosotros co-creamos”. Para una, todo es mercantilizable, también la cultura y las producciones artísticas, para la otra, la cultura es “escudo y espada de la nación”, condición de libertad.
Como creía Lenin, “es mucho más difícil cazar a una docena de inteligentes que a un centenar de bobos”. Inteligentes por su capacidad de inteligir, de elegir entre la verdad (alétheia) y lo aparente (doxa); lo permanente y lo transitorio, “lo natural” (martiano) y lo “naturalizado” por la lógica consumista de Miami. Nuestras prácticas de asignación de significados y sentidos, nuestros modos de producir y disfrutar la cultura deben cultivar en nuestros ciudadanos la habilidad de “atacar frontalmente y destruir todos los mitos y fetiches” que La Yunai produce y las industrias del entretenimiento difunden; todo ese cúmulo de representaciones-ídolos que intenta colonizar nuestros cuerpos y mentes.
La identidad de lo cubano debe pasar por una representación distinta de la cultura. Los rasgos seleccionados por su significación deben ser consensuados y proyectados bajo nuevos actos comunicativos de socialización; deben redundar en la superación del régimen de la necesidad y de lo accidental. En un espiral continuo, en el que cada consenso intersubjetivo que se alcance, punto de llegada como de despegue, debe constituirse en nueva pauta para la búsqueda de nuevos horizontes de democracia y libertad, plenas.
Desde Miami se nos vende como nuevo “himno” una mercomúsica negadora de la marcha guerrera que un 20 de Octubre de 1868 se popularizó en Bayamo, con la letra y el espíritu de una nación en forja, de un pueblo nuevo empeñado en ser libre o morir.
Pero con dos “O” planteó su disyuntiva el que murió en Dos Ríos por la Revolución de Céspedes, la misma que actualizamos hoy con Nuestro “Patria o Muerte”. Era un adolescente cuando en el único número del Diablo Cojuelo equiparó “¡O Yara o Madrid!” a ¡O Cuba o España!, ¡O Carlos Manuel de Céspedes o el Capitán General de turno!; para simbolizar la contradicción fundamental colonia-metrópoli. Por cuya superación gloriosa los mambises “cayeron sobre la tierra dando luz”.
El más tenebroso peligro para Cuba engordaba en la “Roma americana”, dijo Martí
Horas antes de caer en combate, José Martí apuntó que el más tenebroso peligro para Cuba engordaba en la “Roma americana”. El naciente Imperio se prestaba a probar sus experimentos colonialistas en las más débiles repúblicas del Sur. Eso ha hecho hasta nuestros días con sus imperialistas industrias culturales y con Miami como su principal laboratorio.
Hoy, cuando en el campo cultural se dirime nuestra sobrevivencia como nación soberana, el ser ciudadanos libres o consumidores de una neocolonia, la diputa pudiese resumirse en “O Bayamo O Miami”.
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