Hacia 1970 Silvio Rodríguez, refiriéndose a La Habana, decía en una canción: “la ciudad se derrumba y yo cantando”. Años después Juan Formell cantaba aquello de La Habana no aguanta más. A pesar de esto, visitantes extranjeros votaron a favor de La Habana como una de las “siete ciudades maravilla contemporáneas”.
Esto parece muy contradictorio y lo es. La ciudad sigue derrumbándose y no aguanta más el abandono al que ha sido sometida, la emigración de sus ciudadanos y el poblamiento nuevo en condiciones muy precarias.
La falta de nuevas edificaciones para viviendas, el abandono de los sistemas de acueducto y alcantarillado, de servicios comunales, el deterioro de calles y aceras, la carencia de transporte público, se acumuló desproporcionadamente. Los numerosos cines de la capital se fueron convirtiendo en ruinas y con ellos numerosos servicios públicos.
Hoy esta ciudad de más de dos millones de habitantes y un alto número de personas en tránsito, apenas construye dos mil apartamentos al año para alojar a personas que perdieron sus hogares por derrumbes y llevan ya veinte años o más en albergues temporales. El resto son construcciones por cuenta propia. El sistema de construcción por microbrigadas de centros de trabajo que existió el pasado siglo ya no se empleó más y no se reemplazó por nada mejor.
Algo se ha recuperado en la parte vieja de la ciudad, declarada Patrimonio Mundial en la época en que Marta Arjona presidía nuestra Comisión Nacional de Patrimonio. Algunos edificios se han podido salvar, sobre todo en torno a la Plaza de la Catedral, la Plaza de Armas y la Plaza Vieja. El país creó una forma excepcional de autofinanciamiento bajo la administración de la Oficina del Historiador de la Ciudad para que pudiera disponer de los ingresos que aporta el turismo; fundó la Empresa Habaguanex para administrar hoteles, restaurantes y cafeterías y potenció una empresa constructora propia, Puerto Carenas, para especializarse en la difícil tarea de reconstruir, lo que hace actualmente en varias edificaciones fundamentales de la ciudad como el Capitolio o el Palacio del Segundo Cabo, tras concluir la esperada puesta en marcha del Teatro Martí.
Pero ni siquiera estas instituciones insignias escaparon a los malos manejos financieros y administrativos generalizados en la ciudad, víctima de una epidemia de anarco-indolencia que llega a ser corrupta en los casos más severos.
El emblemático teatro Amadeo Roldán, que recibió una reconstrucción total después del incendio que provocaron manos enemigas de Cuba, y que es la sede de la Orquesta Sinfónica Nacional, lleva largo tiempo sin funcionar y el público no sabe la causa. Aún se transmite por el Canal Habana un breve documental que habla de la reconstrucción del teatro y alaba el trabajo realizado.
A la ciudad le faltan maestros y policías y tratan de importarlos de otras provincias, al tiempo que se incrementa la vagancia delictiva.
A pesar de todo, el espíritu ancestral de La Habana sobrevive y resurge cada día, como el ave Fénix, de sus cenizas. Hay mucha alma noble en ella que la defiende y quiere. Es un compromiso con los antepasados ilustres, fueran ellos Aponte o Varela o Luz, pero sobre todo con el mayor de los cubanos, el habanero José Martí.
Salvar y abrillantar esta ciudad maravilla es tarea de todos, dirigentes y dirigidos, pero sobre todo de los primeros que tienen el poder y los recursos que los segundos les han confiado.
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