Empedernido lector. Defensor a ultranza de la literatura para niños. Vive convencido de que Peter Pan vendrá un día para redimirlo de las terribles garras de la adultez. Amante del género de aventuras. Innovador en temas y formas de narrar. Inquieto, buscador, rebelde y anti convencional, Otilio Carvajal (1) me asombró (y conmovió profundamente) por su desmesura memorable —y sus recursos literarios tan originales— en un libro fuera de serie que no casualmente se titula El libro más triste del mundo y en el cual redime a esa infancia ultrajada por las circunstancias de su entorno vital. Aunque ha escrito pocos libros para niños y jóvenes, ya tiene un lugar innegable entre quienes hacen del ejercicio de estas letras un arma poderosa para defender los derechos de la infancia. En este diálogo cuenta de sus anhelos, miedos, momentos difíciles que le inspiraron lo mejor de su obra y teoriza sobre el desarrollo en Cuba del llamado género y la posibilidad de contribuir con nuestros libros al nacimiento de un lector inteligente y con ojos de futuro.
¿Existe para ti una literatura infantil? ¿Una LITERATURA? o simplemente ¿Literatura para personas?
Organizar el mundo, tal como lo conocemos hoy, ha sido una tarea milenaria. La criatura humana ha hecho, de la clasificación, una ciencia. En relación con la literatura hay un exceso de categorías. Con solo revisar la multiplicidad de apellidos que tiene la novela ya pudiéramos comenzar a espantarnos. Es indudable que ese exceso lo han condicionado más el mercado y la vida literaria que el propio suceso creativo. No obstante creo en la existencia de una Literatura Infantil con la misma certeza e intensidad con que creo en que un día de estos me encontraré con Peter y me llevará por los aires al País de Nunca Jamás. No me cabe la más mínima duda de que va a suceder. Mi crecimiento ha sido solamente externo y Peter, que es muy sabio, se dará cuenta de ello. Lo que sucede con la duda (muy cultivada) de si existe o no la literatura infantil es que hay algunos adultos que se avergüenzan de sus preferencias lectoras y quieren virar la verdad al revés. A mí no me molesta mucho que se escondan en los baños para leerse Alicia... que aguarden a que los demás se hayan dormido para que nadie los sorprenda anegado hasta el moño con La Historia Interminable, pero me parece abominable que pretendan virar la verdad al revés. Los que niegan la existencia de una Literatura Infantil son, sin dudas, los lectores vergonzantes. Ahorita pueden aparecerse con que el caramelo, la papilla de malanga, el sagú y el supositorio de dipirona infantil, tampoco se inventaron para los niños. La literatura infantil tiene sus códigos artísticos muy bien definidos, se podría decir que posee sus propias marcas de género, que se advierten con facilidad cuando uno lee un libro revelador. Lo malo es que se han escrito muy pocos libros reveladores y lamentablemente una infinidad de copias que mal remedan esos libros reveladores. También existe el asunto del tipo de literatura y el destinatario. Creo que el género es una cosa y el receptor es otra. Los buenos lectores cuando llegan a viejitos —o sea cuando llegan a sabios— se descocan por El tesoro de la juventud, y por aquellos textos que se leyeron en la niñez. No se debe ser intolerante en nada y mucho menos en lo relativo a la intención lectora; tampoco se debe ser prejuicioso. El prejuicio y también el menosprecio que han padecido los autores de Literatura infantil han sido dañinos para el género.
¿Qué piensas de la infancia?
La infancia es el momento en el que Dios quiso demostrarnos que era nuestro Papito. Ninguna otra estación de la vida se le asemeja en fascinación; por eso —aunque a veces tengo que hacer de padre en las reuniones que se hacen donde estudia mi hijo— me paso la vida tratando de salvarme de la adultez. Yo era muchísimo más feliz —y mira que lo soy— hace treinta cinco años: tenía un solo pantalón, pero no lo sabía; tenía un jamo para atrapar el fantasma que salía en el patio de Nélida (¿qué habrá sido de él?); tenía un perro al que le decía Yute y regañaba porque se la pasaba «lambiando» el repello de la dulcería; tenía un mejor amigo y una mejor amiga; tenía a mi mamá cerquita, viva aún, que me decía te quiero como cincuenta veces por minuto; tenía aquellos ojos de halcón y todo el tiempo del mundo para que las cuchillas de mi barrilete cortaran la pita del barrilete de Eduardito; no tenía televisor ni necesidad de saber qué pasaba en el Oriente Medio... en fin; mi hijo cree que sabe mejor que yo cuando le digo que se levante temprano y goce el día entero, sin perder un segundo, de ese regalito que nos ha dado Dios... sus chinas, su tirachinas y ese parque Vidal tan lleno de dianas voladoras...
En tu concepto ¿los niñ@s leen hoy día más o menos que antes?
«Antes» es un término abstracto en la cadena del tiempo, digamos que es una «abstracción móvil». El «antes» que me tocó vivir fue entre 1978 y 1988. Durante esos diez años mis amiguit@s y yo leímos como viciosos. Incluso los días sábado. En casa no había más que un televisor Krim 218 en el que era muy difícil diferenciar a Madonna de Félix Savón, entonces mi diversión más duradera era la de colarme en las historias que leía y «travestirme» a semejanza del personaje que más me gustaba. ¡Qué delicia! Luego, al acostarme, reinventaba en mi cabeza todos los pasajes: no puedo asegurar de cuántas maneras fue mi encuentro con lady Mariam en el bosque o la mezcla de sentimientos que acumulé al recibir la noticia de la muerte del Corsario Rojo, en la proa de El Rayo. Leer era una gran opción... en el «antes» que está sucediendo ahora hay unas grandes opciones que trajo la Era Digital y el libro ya no es vicio para muchos. No solamente los niñ@s: en general se lee menos. Los autores de libros y promotores de la lectura hemos perdido demasiado el tiempo en descubrir y criticar las causas de la «deslectura» en vez de crear «un modo» que nos permita atrapar nuevamente la atención del niño-adolescente-joven. En muchos de los casos, las historias nuevas son pacatas, desconectadas de la realidad humana, desconectadas del ritmo con el que se vive en las calles, desasidas de la magia y el encanto que precisan los libros infantiles. Y eso es malo. Remalísimo.
¿Qué piensas del tono que deben tener las historias para niñ@s?
La literatura infantil debe huir de la tontalización... a toda prisa... escapar del síndrome del animalito herido; es decir, del lugar común. También es preciso escindirse de la escritura noble; del texto plano. La literatura infantil demanda un tipo de escritura creativa, que obligue al muchacho a interesarse no solamente por la anécdota sino también por el modo en que está expuesta la historia. La capacidad de asombro que celebramos en los niños surge de su interés por la sorpresa. El niño espera —permanentemente— que le sorprendan. Lo que no le sorprende le aburre. Lo que le aburre lo desecha. Los autores del género debemos ocuparnos especialmente del ritmo del texto: a veces se «entiesa» la mano y se hacen unas raras combinaciones entre párrafos interminables y otros lapidarios que maltratan el ritmo narrativo. Cuando se escucha: este libro me lo leí de un tirón, échale la culpa al ritmo más que a la anécdota. Casi todas las historias se parecen, tienen sus convergencias: el bien contra el mal... uno que daña, otro que es dañado y busca justicia... la diferencia está en el ritmo que impone la escritura creativa. En mi caso siempre cuido que el discurso sea politonal para que permita la poliritmia. Es que el lector no es un ser frío, abandonado en el tiempo; la criatura humana vive en diversidad de tonos y es imprescindible, de manera al menos subjetiva, incorporar los matices que tiene la vida humana a la escritura. Otros elementos que me interesan en «mis tonos» son el desenfado, la crudeza, la búsqueda permanente de la sencillez. Cuando era pequeño mi madre para dormirme me cantaba: «Pon, pon, el dedito en el Pilón». Un texto sencillo, crudo, desenfadado que, además de muy rítmico, me servía de alerta para cuando mi padre se ponía en el patio a macerar el grano.
Se suele decir que en cada libro que se escribe va un gran porcentaje de la personalidad de su aut@r. ¿Eres tú parecido a alguno de los personajes de tu obra?
No, no. Puede que en algunos aparezcan elementos de mi personalidad, ciertas manías. Pero esos rasgos son comunes en muchos seres humanos. Cuando escribo intento mezclarme lo menos posible, por ello jamás lo hago mientras me estén dominando pasiones fuertes que puedan intervenir en la escritura. Necesito estar absolutamente sosegado para que los personajes y la propia historia sean los que me vaya «encendiendo». Logro incorporarme emocionalmente, amar u odiar según el segmento de la escritura, pero no me permito «el retratismo», es decir: no me permito existir en los libros. Yo soy el autor, aquel el narrador y estos los personajes. Es un ardid del que me valgo y que reviso constantemente.
¿Cómo concibes idealmente a un autor para niñ@s?
A mí no me gustan los arquetipos, tampoco las definiciones básicas, pero considero que un autor de literatura infantil debe tener algunas características especiales... o diferentes... para no ser tan exagerado. Debe ser un lector empecinado sino consigue ser un lector adicto. La lectura es la que propicia la afinación perfecta de ese instrumento al que llamamos lenguaje. A un autor de libros infantiles o juveniles que no posea un amplísimo registro lexical, se le enreda el escenario y naufraga en la simpleza. Un autor de literatura infantil jamás debe ser simple y siempre debe padecer por conseguir la sencillez. Cuando un autor emplea un lenguaje sencillo generalmente posee un amplísimo conocimiento del idioma. La sencillez es el arte más difícil; la simpleza destruye la escritura, la convierte en palabras vacías. Es preciso diferenciar ambos valores. Un autor de literatura infantil debe «contaminarse» con la realidad en la que viven los niños, que es una realidad mudable: hace diez años los niños vivían una realidad muy distinta a la de ahora. En cada historia –quiéralo o no el autor– siempre va una porción de la realidad inmediata: trasvasar adecuadamente esa realidad real a la realidad literaria es muy importante, a veces es definitivo para un libro. Un autor de literatura infantil debe dominar —como ningún otro— la verosimilitud. El niño es muy pícaro y descubre con facilidad los gazapos, incluso cuando pertenecen al lenguaje. Un autor ideal de literatura infantil es aquel que además de sencillo consiga ser profundo (Exupèry); además de creativo sea coherente (Fournier); además de mágico sea verosímil (Tolkien); además de diferente sea encantador (Salinger).
¿Reconoces en tu estilo alguna influencia de autores clásicos o contemporáneos?
La literatura «también» se hace de literatura. Es muy difícil que uno se lea a Salinger, German Hesse, Mark Twain, Rudyard Kippling y a Walter Scott y no se sienta muy atraído por sus estilos. Los cinco poseen formas tan atractivas de narrar que, sin asegurar que fueron decisivos para que yo comenzara a escribir, aportaron lo suyo. Lo verdaderamente asombroso es que haya conseguido escapar de sus estigmas. Me da la impresión que —buena o mala— he conseguido mi marca individual y eso me hace muy feliz. Percibo que mis libros no se parecen a otros, que pude abrir una pequeñísima brecha por la que envío señales distintas. Ojalá esté en lo cierto. Creo que ese es el gran reto del Creador: conseguir la diferencia.
¿Cuáles fueron tus lecturas de niño?
De todo. Desde Cocina al minuto hasta Así se templó el acero. No tenía mentor ni guía, así que «le echaba sal y pimienta al gusto». Hubo libros que leí «antes» y que comprendí bastante después, otros que comprendí desde «antes» y supe que no servían para volverlos a leer. Impactante fue mi encuentro con Holden Caulfield. Fue a partir de la lectura de El guardián en el trigal cuando pude diferenciar entre lo bueno y lo malo, no conocía toda la historia que traían sobre sus espaldas el libro y el autor, todo ese halo mítico, trascendente, pero sentí —al conocer a Holden— que algunos cristales dentro de mí se habían encendido. Luego llegarían El gran Meaulnes y Un Yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo. Esa triada de libros fue la dosis perfecta para convertirme en adicto. No es justo que exista un ser humano que no se los haya leído. No es justo. Es preciso hacer una colecta pública para reeditar esos tres libros en todos los idiomas, que no se quede nadie sin leerlos. Claro, el «antes» de mi encuentro con Holden fue cuando tenía catorce o quince años, para entonces Había una vez... era un libro amado; de Ivanhoe y El conde de Montecristo, me sabía cachos de memoria; disfruté todo lo de Verne, lo de Salgari. Consumí mucha más literatura durante mi niñez y adolescencia que leche o huevos...
¿Quién es tu héroe de ficción?
Entre un centenar de héroes es muy difícil seleccionar a uno: si llegamos a la conclusión de que Jesucristo existió de verdad, entonces quedaría fuera de selección. Jesús es un «personaje» que cualquiera adoraría aunque ese cualquiera fuera más ateo que un naipe. Lamento mucho que se quede fuera de posibilidad electiva. Sancho Panza —que fue construido por el genio de Cervantes a imagen de Jesús— me lo convierte en antihéroe la vanalidad del docente que muchas veces condiciona con lo externo aquello que es invisible... Me quedo entonces con Peter Pan. Peter tiene mucho de Jesús y de Sancho. Un reducido número de personas creemos en que existe «en la realidad», por lo que es dable considerarlo un personaje de ficción. Su coraje, sentido de la justicia y el método de subsistir es fascinante. No cualquiera puede hacer todo lo que él hace. Adoro la rebeldía de Peter —que es la misma de El barón rampante— su irreverencia —que es la misma de Holden— su desenfado —que es el mismo de Huck— su manera de amar —que es la misma de Robin— su intrepidez, que es la misma de Jim. Peter Pan es el personaje mejor construido en la Historia de la Literatura y como consecuencia el más delicioso, el único que puede estar vivo y no llenarnos de asombro si un día de estos aparece. ¡Lo digo en serio!
¿Quién, tu villano?
Edmundo Dantés es el villano más genial que se haya conocido, aunque la gente lo tenga como un héroe, en verdad es un villano, sobre todo después que se fuga de El Castillo de If y asume una personalidad que no era la suya para conseguir su venganza. La venganza es un mal objetivo desde la perspectiva moral, pero anega una parte apreciable de la literatura juvenil. Es casi imposible conseguir un solo protagónico en la literatura de «capa y espada» que no esté impulsado por la venganza: Memet, Lagardere, Robín, El corsario negro, Edmundo... A veces da la impresión que la justicia no es suficiente para que los malvados paguen por sus fechorías, que es imperioso hacerles sufrir hasta que lo sientan en el tuétano de sus huesos. Eso me gusta de Dantés y también la elegancia y el donaire con que se vengaba.
¿Cómo te insertas en la llamada literatura infantil cubana?
En Cuba hay un «salcocho de libros». Es decir, muchos libros y muy poca literatura. Si uno lee lo que sacan las «ediciones territoriales» cubanas se da cuenta del estropicio que se provoca: no existe decantación, devastamiento minucioso y eso es muy peligroso para establecer un panorama de algo. Y no hablo de gustos, de preferencias. Me refiero a los libros que no son libros; a la cursilería y la fragilidad, a la simpleza y las medianías que salen. Eso me hace sentir un poco triste porque se «gastan recursos» en hojas de plátano en vez de reeditar los libros útiles, necesarios. Pero, en fin... digamos que hay un grupo —muy reducido de autores— que está escribiendo y publicando buenos libros, que son los que —tal vez— en un futuro conformen el corpus de la literatura infantil cubana de estos tiempos, y me gusta pensar que al menos dos de mis libros formen parte de ese equipo. Pero suceden esas cosas «del Orinoco», las tiradas son breves, apenas existen las reediciones y la más de las veces los libros para niños salen tan feos que en vez de atraer, espantan. Así es muy difícil insertarse en cualquier panorama. Agradezco mucho a los estudiosos del género que me ubican con sus útiles comentarios y reseñas: tanto a los que me adversan como a los que me elogian.
¿Podrías contarme alguna anécdota personal con El libro más triste del mundo? ¿Qué te motivó a hacer historia semejante?
Era una tardenoche lluviosa de 2004 cuando comencé a escribir el libro triste. Recuerdo con absoluta precisión que mis manos, como las de un niño asustado, temblaban sin que pudiera evitarlo y mucho me costó, que los dedos comenzaran a repicar sobre el teclado de aquel primer ordenador de textos al que apodé Frankenstein porque tenía piezas de distintas tecnologías. Todo el cuerpo y la mente me pedían a gritos que dejara el esfuerzo sobrehumano al que los sometía y me echara en la cama de una bendita vez, pero el duplo de mí —transido por la fuga— que siempre me acompaña, era más poderoso. Había sido aquel el día más triste del mundo. A la bella Eleonor, mi esposa amantísima, la habían ingresado en la sala de cuidados especiales del hospital materno de Santa Clara. Ese huracán sin ojo que lo gobierne, que es mi hijo José Agustín, quería ganarse con excesiva prontitud el abrazo de su padre y tras, solamente, cinco meses de concebido, amenazaba con abandonar el vientre materno. ¡Ya lo castigaré cuando él sea viejo por esa inaudita travesura! Puedes imaginarte cómo andaba de triste mi corazón, de hundida en profundos tormentos mi cabeza, de heridas de muerte mis ilusiones. Durante treinta y ocho años había entibiado entre los paños de mis días la bendita ilusión de tener un hijo propio, un hijo hermoso, un hijo que me diera inquietudes y besos, penas y motivos, emociones distintas y tremendas, luz y sombras: vida. De poco nos sirvieron los excesivos cuidados ni la amorosa moderación conque Eleonor cuidó de su embarazo durante esos cinco meses: el tirano quería venirse al mundo cuando aún no tenía pies para andar o todos los dedillos para contar hasta diez o nariz en la cara o cielo en la boca que le permitiera emitir esos chasquidos tan deliciosos. El doctor fue terminante: «si nace, morirá en el acto». Yo era una bomba de tiempo delante de Frankenstein, una criatura amarga y despiadada que buscaba asilo en cualquier habitación de las invenciones. Me dolía el cuerpo y estaba débil, pero sabía que no tragaría bocado ni dormiría aún con los más potentes sedativos. Aquel apartamento en el que vivíamos entonces, tan mínimo como mi fe en un desenlace feliz, me parecía un hangar de profunda desolación, un cubículo enorme y vacío, muy cómodo para echarse a llorar como un idiota. Y lo hice. Lloré solo, lenta y amargamente durante dos horas. Cuando me repuse por fin, me asaltó el comedimiento y decidí comenzar la escritura de una historia en la que trasvasara todos los miedos recónditos que salían ya a la superficie. No hubo entonces estudio anterior, notas reflexivas, apuntes, croquis, planos, definiciones de los personajes, caparazón ni arquitectura para el libro triste; no hubo más que yo redactando como un demente, macerándome, huyendo de la realidad real hacia la posibilidad de otra realidad menos amarga. En varias horas escribí la primera mitad del volumen. Hacia el amanecer llamé al hospital y aún se mantenía el cuadro de contracciones y el cuello del útero había aumentado su capacidad de dilatación: el parto inmaduro era inminente. «¿Y ella, doctor, estará bien? pregunté con tanta ingenuidad que el doctor no pudo contenerse. Difícilmente».
Como pude llegué hasta la cama y me tendí. Sentía tanto dolor que me quedé rendido en el acto. Era mediodía cuando me despertó el ruido del teléfono. La voz firme, serena y esperanzadora del hermano de mi esposa me abrió la primera puerta hacia la luz. El doctor Alemán, decano de los ginecostetras de la ciudad, se estaba ocupando personalmente de la niña y si cesan las contracciones, habrá esperanzas. «Tranquilo, Otis, tranquilo que todo va a estar bien, me dijo antes de colgar». Un baño largo y dos huevos revueltos, duchaditos con salsa de tomate, me devolvieron a Frankenstein y la novela. Horas después terminé lo que entonces creí que sería la primera versión y que a la postre resultó la única. Imagino que si el desenlace del parto inmaduro hubiera sido otro, la habría reescrito hasta mutilarla del todo, pero (a ¡Dios gracias!, otra vez y otra) esa misma noche supe que mis dos criaturas estaban fuera de peligro y que a la mañana siguiente la bella Eleonor iluminaría nuevamente las habitaciones de la casa. Aunque el bello monstruo al que di vida en el libro triste, me asaltaba de vez en cuando, no leí una sola cuartilla hasta marzo de 2005, cuando mi hijo José Agustín, ya revisado cuidadosamente por mí, comenzó a emitir sus murmullos iniciales. La lectura de marzo, me estremeció. Tenía la certeza de que jamás había escrito aquel breve volumen. Podía jurarlo delante de un tribunal. Era un algo excesivamente acabado para mi gusto más desprolijo cuando realizo primeras versiones. Todavía no puedo precisar si es una técnica o un ardid o una travesura, lo cierto es que en las primeras versiones de mis novelas huyo ferozmente de la edición del texto, de la tiranía estructural, de la decantación sígnica; evado la estrechez a que conduce un estilo de puntuación perfilada y persigo constantemente que los sucesos se atomicen en búsqueda permanente de libertad. Ello demanda un mayor esfuerzo en la reescritura, pero permite que las próximas versiones sean igual de apasionantes para mí que la primera. Y es que, para corregirme, no me entusiasma reescribir sino ReCrear, inventarlo todo otra vez y otra. ¡A Dios, gracias! En el libro triste (así se tituló en un principio hasta que me interesó conectarlo en inversión de significados con Rudyard Kipling y Joaquín Sabina), no tenía nada más que aportar al no ser la colocación de unos lábaros aquí y allá que me impidieran emporcarlo. No sentí un gramo de entusiasmo con semejante conquista. Si no tenía la opción de travesear sobre lo que había creado no era pues ese costal de miedos un texto literario que pudiera interesarme más que como un recuerdo de aquellos días de desdicha y también como precaución futura para no asirme de la literatura mientras el pánico se avivara en mi corazón. Sin grandes esfuerzos envié el archivo a una carpeta donde guarda los trastos viejos y los textos pilotos. Hoy debo agradecer a la impertinencia de mi amigo Jorge Milián, lector voraz y amante severo de cuanto redacto, el salvamento del libro triste. Él andaba por aquellos días con la cabeza trafulcada y su bibliomanía no nos deja en paz ni a él ni a mí. Luego de rebeberse mi biblioteca, comenzó a exigirme libros nuevos. No tenía ninguna dosis nueva que suministrarle y ya se me convertía en una desagradable piedra en el zapato. La bibliomanía puede llevar a quien la padece a soluciones extremas. De nada servía que le explicara a Jorgito, que se me habían agotado los libros propios y los de otros autores, que ya le había entregado hasta los proyectos y las notas de posibles libros. Él insistía: «algo debe haber, revisa, revisa, revisa». «Bueno, le dije, ahí tengo un texto digital, si consigues imprimirlo lo puedes leer». A las tres horas llegó muy emocionado y con la noticia de que había impreso tres copias para que lo enviara al premio de la ciudad. Le hice caso.
¿Qué es lo que te enciende emocionalmente-creativamente?
El hallazgo me entusiasma mucho. A veces se torna difícil crear un personaje o una historia que no sean mecánic@s, que fluyan con la naturaleza de lo diferente. Huir del arquetipo, de la factura estructural y crear todo el complejo cosmos de un libro es un reto fascinante. En la novela es más ardua la tarea porque no basta con que los personajes principales y la trama central sean «el hallazgo», lo distinto. Si alguna virtud tienen El libro del holandés y El libro más triste del mundo es que todos los personajes son «el hallazgo» y también las subtramas. Quizás por eso no produzco mucho, me paso años trabajando en el mismo libro, y lo termino cuando ya no doy más, cuando me percato de que en lo adelante solo queda comenzar a emporcarlo.
¿Qué es lo que te desanima?
Detener el proceso de escritura. A veces, como la vida es en colores, me veo obligado a hacerlo y me cuesta mucho retomar el ánimo. El oficio permite hacer un costuroncito que el lector apenas nota, pero yo puedo advertirlo a dos leguas de distancia. Es horrible. Por eso casi siempre me aíslo mientras estoy escribiendo. Mi Wendy (que se llama Eleonor) hace lo indecible por salvarme del mundo. Solamente en casos muy extremos me interrumpe y por eso la perdono cuando no le pone canela al arroz con leche. Es malo, remalísimo, escribir desanimado. Una de mis recetas personales es la contención: es muy difícil contener a los personajes cuando no estás animado; hacen lo que les da la gana, caminan para allá y para acá, bostezan, es decir, se liberan. Lo peor para un libro es que los personajes se liberen y empiecen a marcarle pautas al autor. Un lector inteligente se percata de ello y entonces el libro pierde un altísimo por ciento de su «intención». Sí, detener el proceso de escritura es horrible.
¿Qué atributos morales piensas que debe portar consigo un buen libro infantil?
Todos los atributos morales e inmorales que necesite el libro, y ninguno que este de más, que solamente asista para dictar normas de comportamiento. No me molesta «lo didáctico» cuando armoniza con el resto de las herramientas comunicativas que emplea el autor. Me espantan cuando se desgajan y cumplen su función básica. En términos creativos es muy asquerosamente negativo —diría Holden— que los atributos morales aparezcan en su función básica, sin traspaso al idioma del arte literario.
Aparte de tu profesión actual, ¿qué otra cosa te hubiera gustado ejercer?
Desde pequeño me gustó ser lo que soy: un fabulador. Creo que desde que mi padre me le leyó Las Fábulas de Esopo, ya quise ser un fabulador. Ahora que estoy más grandecito —además de fabulador— me gustaría ser «hacedor de cometas». Es fascinante. No me pierdo los documentales chinos sobre los hacedores de cometas. Cuando más joven hice muchos barriletes con güin de caña, que son las varillas ideales por su ligereza y flexibilidad, pero también por lo resistentes. Aún recuerdo a mi viejita preparando el pegolín en una cazuela. Cuando no tenían en casa los ingredientes para «el cocido de la pega» utilizaba el fruto del ateje, que es uno de los mejores pegamentos que existen. Hacer un buen cometa, una cuadrá, una picúa o un papalote común, es un proceso complejo, demanda mucha concentración. Eso si quieres que te quede bien, que vuele parejo, que ascienda según «las cucas» que hagas con la pita. La gente quiere que el barrilete luzca bello en el aire, que sea fuerte, que se balancee y baile cuando el viento lo sacude, pero ignora que para eso hay que construirlo según medidas exactas. La cola, por ejemplo, no se pone porque sí, sino según el peso y la medida del papalote. Otra cosa es la combinación de colores del papel; abajo te puede parecer que tal y tal colores se ven elegantes, y cuando el papalote sube un par de metros, ¡pácata! se pierde todo el contraste, la elegancia. Aunque El Kibalyon dice que lo mismo es arriba como es abajo —y yo creo en tal sentencia— en términos de colores para barriletes pueden existir variaciones.
¿Qué profesión nunca ejercerías?
Mi abuelo paterno fue sepulturero y sepulturero, durante su adolescencia, fue mi padre. Jamás lo sería. Me entristece mucho cuando los viejitos del pueblo donde nací (Chambas), con el deseo de elogiar a mis viejos celebran lo bien enterrados que les quedaban los difuntos. Por pura justicia, para ese fue el primer oficio que se debieron crear robots.
¿Podrías opinar de la relación autor-editor?
Cuando un editor no se ciñe solamente a la labor de «auxiliar de limpieza» es pieza indispensable en la entrega final. Un editor puede salvar a un autor. Hay autores que escriben con los pies: capaces de hacer los libros más alucinantes del mundo, pero que desconocen las reglas mínimas del idioma. Si detrás de este tipo de autor no existe un buen editor, el texto no llega a Arte Literario. Yo no creo en el libro perfecto ni en la escritura intocable. En las editoriales cubanas, por pertenecer todas al estado, el asunto es más complejo para el editor. Muchas veces tiene que trabajar textos que no le «entran por los ojos», que no poseen ninguna conexión con sus intereses, incluso que ni siquiera le parecen adecuados para la publicación. Y es que el método de elaborar los planes editoriales en Cuba discrimina y diluye ese antiquísimo e imprescindible oficio. Soy antagonista de ese sistema de falsa democracia que lleva el nombre de «lectores especializados» y de «consejos de publicación» a los que se ven subordinados (en cuanto a la selección de títulos) los editores cubanos. No sé cómo funciona en las editoriales nacionales, pero en las «de provincia» el editor interviene cuando ya otros hicieron el plan, aprobaron o desaprobaron los libros: eso me parece absurdo. También me parece absurdo que un autor y un editor compitan para ver cuál de los dos es más inteligente. Un editor tiene que ser —obligatoriamente— un lector inteligente y también un diplomático audaz. Es preciso, antes de empezar a marcar el original con los bellos signos de corrección, que ambos conversen mucho sobre el libro; a veces un diálogo profundo ofrece soluciones adecuadas. Cuando estoy en cualquiera de los dos escenarios busco: comunicación, confabulación y sobre todo capacidad para aceptar que el otro y yo vamos hacia la misma estación.
Si te ves en un naufragio ¿cuáles libros escogerías? ¿Alguno de los que has escrito?
Pongamos que en este hipotético naufragio el navío iba hacia Camelot. Todos los náufragos somos vanguardias municipales de distintas esferas y el único lector soy yo. Cuando llevamos dos horas en altamar comienza la tragedia. Las mujeres tratan de salvar sus cofrecitos de alpaca donde llevan las listas del mercado y unas bellas cartas de amor recibidas en la adolescencia; algunos hombres intentan salvar a las mujeres en medio de una bullaranga atronadora, otros se lanzan al agua despavoridos y yo corro hacia la biblioteca: sin pensarlo dos veces me arranco el ego y lo lanzo lejos: los míos podría escribirlos otra vez y me quedarían muchísimo mejor. Agarro Un Yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo, El gran Meaulnes, Peter Pan y Wendy y El guardián en el trigal. Como solamente puedo llevar diez libros y ya van cuatro, agarro una Santa Biblia y el Glosario Teosófico que está al ladito del libro santo... busco bien, busco bien... me quedan tres minutos antes que el barco se vaya a pique y cuatro libros por escoger... son estos: En la calzada de Jesús del Monte, Los Cachorros, Cien años de soledad y Corazón de perro. Los cargo todos y llego a cubierta con los segundos contados... de repente, pierdo el sentido; cuando vuelvo en mí estoy en la isla desierta y ha pasado un mes. La mona Chita me ha ido alimentando mientras estaba inconsciente. Me incorporo y gozo cuando veo al tigre dictando una conferencia a los demás animales sobre el incoherente gusto de los humanos en materia de lectura.
Nota
(1) Chambas, Santa Clara, 1968. Escritor. Miembro de la UNEAC. Ha publicado los siguientes títulos: Libro del profanador (1999); Oda al pan (2000); Los navíos se alejan (2001); Prohibido soñar en esta casa (2002); Thank giving day (1999); Pájaros de noche (2003); Condenados (2007); Ponme la mano aquí (2000-2006); El libro del holandés (2004); Dime con quién andas (2006); El libro más triste del mundo (2006-2010); Sobredosis (2012). Ha obtenido, entre otros, los premios literarios: José María Heredia (Teatro); Manuel Navarro Luna (Poesía); Regino E Botti (Teatro); José María Heredia (Poesía); Eliseo Diego (Novela para jóvenes); Fundación de Santa Clara (Poesía); Ediciones Vigía (Poesía); Beca José J Milanés (Teatro); Raúl Gómez García (Poesía); Beca Ciudad del Che (Novela para jóvenes); Premio Poesía de Primavera. (Poesía); Premio Raúl Doblado. (Poesía); Fundación de Santa Clara (Novela para jóvenes); Premio «Videncia» 2013 (Ensayo). Es profesor único del taller de Formación Literaria El viajero. Ha participado en más de 50 antologías de la poesía y la narrativa cubanas e hispanoamericanas publicadas en Cuba, España, Argentina, México y EE.UU.
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