Otra Idea…


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Primera parte: La salida

Issac ya había dado el salto a sus sueños, uno más. Desde comienzos de 1991 había convocado a un grupo de músicos para que le acompañaran en la aventura de formar una banda que estuviera en función de sus intereses vocales y estéticos; tener una banda acompañante era sólo el primer paso, se requería ir un poco más allá y disponer de un disco para poder cautivar al público y al mercado. Para ello se necesita un productor ejecutivo y uno musical capaz de traducir sus inquietudes y desarrollar un estilo y una marca sonora, sobre todo eso, una marca sonora que fuera identificable por todos. La posibilidad de disponer de los productores estaba al alcance de su mano; el musical sería su amigo Gonzalo Rubalcaba; el papel de ejecutivo lo asumiría el uruguayo Alí Ko, que para ese entonces ya había fundado su sello discográfico al que llamó Art Color, y que será el primer empresario en el mundo del disco que se establecería en Cuba donde el monopolio de la estatal EGREM era incuestionable y quien apostaría a Issac y a su trabajo por mucho tiempo.

Issac Delgado será el primer músico cubano que debutaría discográficamente lejos del paragua oficial. Desde aquel mismo año 91 hasta abril del 2015 Issac no dejaría de grabar. Esta es parte de su historia discográfica a grandes rasgos.

La discografía cubana.

La historia y la vida han demostrado que el primer disco es el hijo del entusiasmo y la pasión; en él se vuelcan todas las energías; en función de su consecución trabajan todos: músicos, productores y la familia; y en el caso que nos ocupa no sería distinto. Hacer un disco es más que tener ganas de grabar y deseos de que el mundo conozca el trabajo de un artista. Más de un músico, compositor o cantante se ha quedado con el sabor del primer disco y ese gusto le ha sido más que suficiente. Su carrera, su talento y su vida no daban para más. Hay otros que han ido más allá de ese primer disco y no ha sido solo suerte.

En la Cuba de los años noventa, que se sumergía en una profunda crisis económica, lograr un disco era toda una hazaña. Por norma general en la música bailable se iba probando el tema, se corregían detalles con el bailador y después se registraba en placas de acetato que la mar de las veces demoraba tiempo en salir al mercado, envejeciendo la música. Era una forma de funcionar distinta a como estaba ocurriendo en el resto del mundo, donde muchas veces los éxitos se fabricaban en los estudios.

Habían además otros contratiempos. Para este entonces los estudios de grabaciones de la EGREM, ubicados en la calle San Miguel, disponían de una tecnología tan dispar como ilógica. Había equipamiento de los años cincuenta, de cuando se fundaron, que aún funcionaba Dios sabía cómo y con qué milagroso esfuerzo; tecnología de Europa del Este y algún que otro implemento de cualquier lugar del mundo, sobre todo japonés. Ante tal diversidad técnica el resultado final estaba en las encantadoras manos y oídos de los grabadores de esta institución entre los que sobresalían Tony López, Gerónimo Labrada y el polaco Jercy Belk. El monopolio discográfico se manifestaba en las cuotas de grabación establecidas para cada artista u orquesta ajustadas a una planificación anual; y en la existencia de un “equipo de productores básicos” que funcionaba cual cofradía del sonido y se arrogaba el derecho de otorgar el sacrosanto permiso a grabar a un artista.

La historia musical del país estaba cambiando aceleradamente, fundamentalmente desde fines de los años ochenta cuando los sintetizadores comenzaron a mostrar otras posibilidades musicales; era la antesala de la era digital que vendrá después. En esa ruta de los cambios, nuevos nombres de productores musicales fueron apareciendo, nombres vinculados a una generación de músicos que pensaba y actuaba con otras inquietudes estéticas y musicales; que habían descubierto el “sublime encanto” de los estudios de grabación y querían correr el riesgo de crear, incluso sin el consentimiento de “la cofradía”. A esa generación pertenecen Gonzalo Rubalcaba, Miguel Núñez y Dagoberto “Machete” González, entre otros que esperaban “sus quince minutos de gloria” musical, más allá de sus dotes como instrumentistas. Estaban, además, los que comenzaban a destacarse programando y sampleando estos sintetizadores cuyas posibilidades, aunque eran ilimitadas, no eran conocidas del todo. En este equipo estaban el guitarrista y compositor Edesio Alejandro, el pianista Manuel González y Mario, “Mayito” García, entre otros que en ese momento intercambiaban literatura, tiempo y aquellos primeros discos con sus trabajos. Eran lo que el afamado compositor cubano Juan Blanco llamó “los MIDI Boy”.

Issac, que había reunido entre fines de 1990 y comienzos de 1991 una banda para que le acompañara y que ya estaba ensayando, gozaba de la confianza de los ejecutivos de Art Color -pionera de las empresas discográficas extranjeras que se establecerán en la Cuba de los años noventa- para hacer su primer disco. Una confianza que partía del olfato profesional de su presidente Alí Ko que no escatimó energías para que la producción fuera hecha con todas las de la ley y para ese fin contrató los Estudios INTERSONIDO en la ciudad de Caracas, Venezuela, y se convocó a los músicos que fueran necesarios, tanto cubanos como venezolanos, para garantizar la calidad del producto final.

Un disco es, además de músicos, grabación y productores, el repertorio que lo conforma; a ese rubro corresponde un alto por ciento del éxito o fracaso del fonograma. Entonces con qué pautas conforma Issac Delgado su disco debut. La respuesta es bien sencilla: revisando una parte del repertorio de la Nueva Trova y confiando en la forma de escribir de Giraldo Piloto, con el que compartirá autoría de temas y que además formaba parte de los músicos que ensayaban el repertorio con el que trabajaría la orquesta que le acompañaría en fecha muy cercana.

Una revisión a la discografía cubana hecha en la segunda mitad de los años ochenta, anuncia que en música popular bailable era casi nula la presencia de temas de la Nueva Trova. Años antes Juan Formell había grabado varios temas de Silvio Rodríguez con la participación de este – el primero fue Imaginada y posteriormente Guajirito soy, tras una presentación en el Festival de Varadero y una coincidencia en un concurso Adolfo Guzmán, y una versión muy lograda del Son de Cuba a Nicaragua-; sin embargo eran conocidas y difundidas las versiones hecha por intérpretes extranjeros, fundamentalmente latinoamericanos, de temas de Pablo Milanés, del mismo Silvio, de  Sara González, Amaury Pérez y de los hermanos  Ríos (Efraín y Luis); pero en una producción cubana, hasta ese momento, los miembros del movimiento renovador de la canción en Cuba no eran aceptados como “letristas” de la música popular bailable, y todo ello por prejuicios generados en ambos bandos.

Había quienes consideraban los textos de la NT como complicados para el bailador común, mientras que entre los trovadores consideraban chabacanos, vulgares y faltos de “poesía e inteligencia” las letras de la música popular bailable cubana. Esta actitud prejuiciosa era heredada de los años setenta, cuando determinadas actitudes filo elitistas se establecieron en la cultura cubana que consideraron lo popular bailable como algo inferior; y el término “canción inteligente” comenzó a imponerse para mal de la cultura cubana; pues cualquiera que fuera capaz de combinar imágenes rebuscadas y con notable asonancia o rimas forzadas era un “creador inteligente”; y esa creación inteligente se plagó de temas de dudosa calidad y dio pie a más de una barrabasada olvidada en estos tiempos. Mientras que la música popular bailable acusó notables desbalances temáticos, pues el compositor contribuyente a la orquesta fue sustituido, en muchos casos, por el director/compositor/arreglista que no siempre acertaba creativamente y ejercía total dominio sobre el repertorio de su agrupación. Aunque hubo sus notables excepciones.


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