En nota al pie de su libro póstumo titulado Decirlo todo. Políticas culturales (en la Revolución cubana), nuestro difunto amigo Guillermo Rodríguez Rivera escribe, refiriéndose al surgimiento en 1962 de las dos revistas de la Uneac: La Gaceta de Cuba y Unión que: “La Gaceta de Cuba, bajo la dirección del escritor Norberto Codina, ha alcanzado una gran calidad en los últimos años”. (p. 93) Quienes conocimos y tratamos a Guillermo, descubrimos que esa breve nota, puesta como al descuido en un texto sobre las luces y sombras de la política cultural del período revolucionario, no es ingenua ni casual. Como también sabemos, esa gran calidad que acompaña los últimos años de la publicación, bajo la dirección de Norberto, cumple este mes tres decenios. Y en justicia hay que decir que el equipo de La Gaceta…, con su subdirector y lanzador estrella Arturo Arango, Vivian Lechuga, Mabel Machado, Nahela Hechavarría, Marla Cruz, Lisandra Fernández Tosca y Jamila Medina, guiados por el “manager” Codina, no suman una novena pero sí son un verdadero equipo All Star, teniendo un banco de lujo en su consejo editorial.
El número inaugural de 2018 se abre con un editorial que fija la perspectiva de la revista ante el sesquicentenario de las luchas independentistas iniciadas por Céspedes en Demajagua. También se detiene en resaltar la complejidad del momento actual, donde los cambios económicos y políticos (uno trascendental ocurrirá mañana) determinan ya los modos de producir y reproducir la cultura y la ideología en los más diversos ámbitos. Aquí aprovecho para recordar una muy profunda definición de ideología que me enseñó mi maestro Fernando Martínez Heredia —a quien la revista acaba de dedicar un palpitante número— y que dice que la ideología no es más que la manera en que las personas viven cotidianamente sus vidas.
Diversas son las temáticas que se presentan en este número, pero es evidente que las une un hilo secreto y de múltiples misterios que los adeptos solemos llamar Historia. Ramón Meza y Miguel de Carrión, esos dos gigantes de la narrativa finisecular y de los albores republicanos, se encuentran aquí en un contrapunto que nos muestra facetas poco conocidas de su quehacer intelectual. La investigadora Adis Barrio, una de las más perspicaces conocedoras de la literatura cubana del período, nos introduce en un Meza que no alcanza las brillantes tesituras de Mi tío el empleado, —quizás la novela más importante de todo el siglo XIX cubano, con perdón de Cirilo Villaverde—. Su relato “En un pueblo de La Florida”, aparecido originalmente en las páginas de la revista Cuba y América, en 1899, tiene un propósito menos literario que propagandístico. Esto lo lleva, nos dice Barrio, a que la narración incurra en los “tics del peor romanticismo”, con el fin de modelar un imaginario de nación para la futura república. La admiración sincera que muchos cubanos ilustrados sentían por la civilización y el progreso estadounidense, alcanza aquí una página de calidades subalternas, donde no faltan elementos tan arquetípicos del siglo XIX como el positivismo científico y las creencias esotéricas.
El exhaustivo ensayo de Ronald Ramírez sobre Miguel de Carrión, escritor “desistente” o “agonizante”, según las varias etiquetas que se le han colgado, nos muestra en cambio una zona de su obra periodística abundantísima y prácticamente ignorada por la crítica. Tres son en mi opinión los aciertos de Ronald que debemos agradecer: la necesidad de establecer un paralelo entre la prosa reflexiva y sus pares de ficción en los albores republicanos, pues ambas comparten similares presupuestos filosóficos y estéticos, enlazados con el positivismo biológico, el darwinismo social y el decadentismo. Asimismo la necesidad de explorar en mayor profundidad la rica veta periodística de Carrión, sobre temas internacionalistas o de política doméstica, y unido a lo anterior valorar su condición de hombre público, entregado a no pocos menesteres científicos, pedagógicos y administrativos.
La indagación de Zuleica Romay se centra en los contextos de conflicto racial en la primera república, cuyos hitos más descollantes fueron la Enmienda Morúa y la protesta armada del verano de 1912, finalizada con una brutal represión. Creo que lo más interesante de su propuesta, para entender las circunstancias históricas de este momento dramático de la historia cubana, es el vínculo que establece de la citada Enmienda con los cabildeos de la política republicana, específicamente el ala liberal regenteada por el caudillo villareño José Miguel Gómez y también con los intereses de los conservadores, pues al final ambos partidos votaron a favor de la ilegalidad del Partido de los Independientes de Color. Si la enmienda que promovió el senador Morúa no fue otra cosa que, dice Romay “el comodín utilizado por el presidente José Miguel Gómez para hacerse pasar por salvador de la nación y de paso, purgar al país de negros levantiscos”, más inquietante resulta que varios legisladores negros y mulatos le hayan dado su apoyo en los prolegómenos de la insurrección, con nombres tan prominentes como Juan Gualberto Gómez, Generoso Campos Marquetti, Agustín Cebreco, Lino D’Ou y Nicolás Guillén Urra. En un sutil comentario, Zuleica Romay nos propone que “por razones que rebasan la cuestión racial para hundir raíces en la ética, la ideología y la política, el proceso de negociación, aprobación y aplicación de la enmienda Morúa, exige todavía atento estudio porque la historia y sus protagonistas no admiten interpretaciones dicotómicas”. Y en otro momento señala: “de ahí que el proceso de los independientes de color me parezca uno de los capítulos más enigmáticos de la memoria histórica cubana”, enigma que llega hasta el presente, y que tiene una (re)visión desde la literatura en la novela Lágrimas negras, de Eliseo Altunaga, una obra de ficción de la cual la autora hace una paráfrasis en sus análisis y la considera al mismo tiempo un “thriller” político, novela de aventuras y de amor con capacidad de problematizar tramas, situaciones y personajes.
Dentro de los acercamientos a la historiografía cubana más reciente, el joven historiador David Domínguez Cabrera discurre por lo que llama “el interregno de los 90” y la “reinvención de las narrativas nacionalistas”. Si tenemos en cuenta que los tres grandes libros sobre la nación y el nacionalismo de los últimos años del siglo XX —Comunidades imaginadas, del antropólogo británico Benedict Anderson; Naciones y nacionalismo, del también antropólogo inglés de origen checo Ernest Gellner y La invención de la tradición, de los editores Eric Hobsbawm y Terence Ranger—, se publicaron originalmente en 1983, entonces su recepción entre nosotros fue más bien tardía, pues los libros que comenta David Domínguez fueron divulgados dos decenios más tarde: Gallos y toros de Pablo Riaño, en 2002; Las metáforas del cambio en la vida cotidiana de Marial Iglesias, en 2003 e Imaginarios al ruedo… de Ricardo Quiza, en 2010. Los dos últimos, dicho sea de paso, publicados por las Ediciones UNIÓN. En esta trilogía, y también en otros que se dieron a conocer entonces, es evidente que la matriz discursiva sobre la nación se ha trasladado de sus epístemes socioeconómicos y políticos a otras visuales de tipo cultural, donde la noción interpretativa de la cultura y sus condicionamientos simbólicos son dominantes. Riaño con la disputa alegórica colonia-metrópoli, (re)presentada en las prácticas lúdicas de gallos y toros, de claras resonancias geertzianas; Marial, con sus indagaciones filológicas y arqueológicas en los cambios simbólicos de la vida cotidiana y Ricardo Quiza con su lectura del fenómeno de las exposiciones mundiales como vitrinas imperiales y textos ideológicos del capitalismo industrial como corolario de la civilización occidental, son tres maneras inteligentes y audaces para entender el tránsito cubano de la colonia española a la república dependiente desde la perspectiva de sujetos y saberes subalternos.
El último texto de carácter histórico que nos depara la revista es un fragmento de un libro póstumo de Jorge Ibarra Cuesta, titulado Simón Bolivar, entre Escila y Caribdis, alegoría de los dos monstruos míticos que asecharon el regreso de Odiseo a Ítaca. En este caso, con una enjundiosa introducción de Pedro Pablo Rodríguez, que nos sitúa en el contexto historiográfico del discurso de Ibarra, el historiador santiaguero dispara sus dardos contra la interpretación sesgada y colonialista que hace un colega canario sobre la figura del Libertador y en particular su visión social de la Guerra de Independencia. Contrario a lo que postula el historiador español, Ibarra demuestra que la hueste bolivariana era multiclasista y no discriminaba en su oficialidad por cuestiones de raza. Asimismo, destaca la oposición de Bolívar a la institución de la esclavitud, sin cuya abolición su propia obra de redención social estaría inconclusa.
Hay en La Gaceta…, como siempre, remansos muy saludables para el deleite intelectual, como el titulado “Chispazos de la memoria”, de Ambrosio Fornet, donde relata una aventura bibliográfica de juventud acompañado por Edmundo Desnoes, y también para el homenaje, como el que recibe el desaparecido poeta y narrador santiaguero Eduard Encina, en emotivos textos de Yunier Riquenes y Caridad Atencio, quien fue premio de poesía de la revista y autor de los libros Ñámpiti, El silencio de los peces, El perdón del agua y Golpes bajos. Fue un golpe bajo, sin duda, el de La Parca que lo llevó al bosque de álamos negros de Proserpina con apenas 44 años.
Otro homenaje imprescindible es el que le dedica La Gaceta… al Premio Nacional de Artes Plásticas Eduardo Roca Salazar (Choco), aquí visitado en su dimensión de cubano generoso, simpático, ocurrente, amigo de sus amigos y hombre cabal, gracias al testimonio de primera mano que nos ofrece Nicolasito Hernández Guillén. Y como siempre la revista guarda verdaderas sorpresas, como el acercamiento de Enrique Saínz a la poesía del Premio Nacional de Literatura Luis Álvarez, o la sutil mirada arborescente de Jamila Medina a la pintura de José Manuel Mesías, de sugerente penetración en lo histórico, con una galería de próceres (pre)meditados por un “corpus” deslumbrante de metáforas y alegorías.
Y por supuesto, lo que La Gaceta… ha representado y representa en la cultura cubana, merece mucho más que la nota al pie con la que inicié esas páginas.
Muchas Gracias.
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