Ser eclécticos no significa, necesariamente, perder la identidad o ese sentido de la historicidad que tanto me gusta del marxismo. Y lo que es mucho mejor, mirándolo desde el punto de vista de la psicología, la personalidad es la manera en que manifestamos lo que nos incide de afuera.
De todos tomamos algo, porque la educación que recibimos desde la más tierna edad, desde la casa y a lo largo de nuestra vida, no viene de una sola persona, sino de muchísimas.
Lo que las influencias y los modelos a imitar nos dejan la posibilidad de elegir cómo vamos a ser según nuestros estados de ánimos y la periodización de las edades, de manera consciente e inconsciente.
Y sin embargo, no perdemos la esencia de "eso" que somos, ni de lo que quisimos ser. Ah, porque uno no nace "siendo" sino que se va construyendo a sí mismo en la medida que esa relación con el "otro", con el medio social, se va profundizando.
Lo mismo ocurre con la cultura. O cualquier otra cosa creada por el hombre. Y me gustaría referirme a la arquitectura, y en especial, a la ciudad. A ese patrimonio que tanto intentamos cuidar y que los más conservadores tratan de alejar de los embates del eclecticismo.
Esas personas no tienden a pensar con profundidad en el asunto del patrimonio, ni en la verdadera esencia del eclecticismo. No quiero sentar cátedra ni parecer petulante, pero ese fenómeno, como la globalización, son, a mi juicio, necesarios.
Como bien dijera Jorge Luis Borges, "nadie puede querer ser contemporáneo, pues somos irremediablemente contemporáneos". Y asumo esa frase y cambio palabras para quedarme con la idea de que nadie puede negar ser ecléctico, porque si somos contemporáneos por naturaleza, no podemos prohibirnos el deseo de dejar presencia de ese “hoy” en la estera del tiempo y de la historia. Porque es también una necesidad natural.
De esa necesidad se nutre, en esencia, la cultura. Lo que hace el hombre y deja una huella imperecedera sobre el paso el tiempo.
Ahora bien, ser ecléctico en arquitectura, no quiere decir quitar para poner algo nuevo, ni el llamado cortar y pegar que tanto usamos en la computación de estos tiempos. No, vendría a ser, a mi juicio, una suerte de acto de enriquecer lo ya existente. O de, en algunos casos, cambiar lo que ya va en detrimento a pesar de su importancia histórica.
Sé que hay edificaciones que, a pesar de su valor patrimonial, ya no resisten más el embate de la naturaleza y se hace menester demolerlos y construir algo más en su lugar. Por supuesto, que no sería algo escandalosamente contemporáneo, sino que responda a la propia historia del entorno, pero sin repetir los antiguos cánones de belleza y distribución espacial.
Es necesario respetar, pero también transgredir. Tomar de varias cosas lo mejor. O hacer muchas cosas con formas disímiles en un mismo entorno. Y eso no le resta sentido a lo patrimonial ni afecta a la identidad de un pueblo.
He caminado por las calles de una ciudad que son tan modernas, que solo me dan deseos de ansiar algún poco de historia. Unas casas de años atrás, un arco barroco, algunas vigas desgastadas y soportando aun lo que un día fue bello, entre otros detalles que forman el patrimonio histórico.
O viceversa. He andado por ciudades netamente a la antigua, que me piden a gritos, espacios y construcciones más modernas. Como para ir refrescando, sin perder la identidad del lugar donde estoy, pero recordando siempre que estoy en el presente, en el “hoy”, y no en una máquina del tiempo.
Ser eclécticos no debería ser una fobia. Y si existe, debería coexistir una cura para ella. Porque se hace necesario que los que toman decisiones importantes sobre el presente y futuro de una ciudad, no le tengan miedo a seguir el camino selectivo de la naturaleza, y colocar lo nuevo, lo contemporáneo, en lugar de lo falleciente. A la larga, nuestros sucesores, como yo en este momento, lo agradecerán.
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