Sobre Cortázar caía un pesado plomo de incomprensión, tanto en una buena parte de Cuba como en el resto de América Latina. Dos palabras de moda por aquellos años 60: “intelectual” y “latinoamericano”, cuando se unían parecían explosivos, pues se debatía a menudo sobre “la situación del intelectual latinoamericano contemporáneo”, en los momentos en que la guerrilla combatía en varios países; fue un asunto recurrente, en especial en la segunda mitad de los años 60 y en los 70. Todavía podía ser más problemático si ese intelectual latinoamericano residía en París o en alguna capital europea. Ante el avance, paralización y retroceso de la lucha armada en América Latina, sobre todo después de la caída del Che en Bolivia, se cuestionaba la posición de quienes se dedicaban al cultivo de las letras y al estudio de las ciencias sociales, lejos de los frentes guerrilleros. No se entendía su lugar, crédito o legitimidad en la política o en la lucha emancipatoria. Las opiniones iban desde las de conservadores de la derecha, que suponían que los intelectuales, representantes de la tradición, no debían inmiscuirse en la política ?lo cual, de hecho, era un proyecto político?, hasta las de revolucionarios de la izquierda, partidarios de las armas como único camino para llegar a los necesarios cambios sociopolíticos y económicos, quienes exigían la condición de guerrillero para constituirse en ejemplo de intelectual merecedor de respeto y consideración. Cortázar pronto se definió en carta del 10 de mayo de 1967 a Fernández Retamar, en que aclaraba que las palabras “intelectual” y “latinoamericano” le “hacen levantar instintivamente la guardia” ?tanto ha sido el prejuicio, que aún hoy sobrevive, aunque el proyecto guerrillero haya dejado de ser la única vía para combatir los gobiernos oligárquicos y la intromisión norteamericana en el destino de los pueblos latinoamericanos y caribeños. Como se ha explicado, al escritor argentino ya le había sido impugnada su nacionalidad desde que decidió marcharse de la Argentina “por la soberana voluntad de vivir y escribir” de la manera que le parecía más “plena y satisfactoria”; a las alturas de 1967 aceptaba llamarse “intelectual latinoamericano”, pero mantenía sus reservas hacia las representaciones de “escarapela y banderita” que algunos tanto remarcaban, e insistía en que su condición ética predominaba sobre consideraciones de carácter patriótico o político.
Cortázar había mantenido sistemáticamente un selecto e íntimo contacto personal y un fuerte vínculo cultural con instituciones de América Latina, relación que se hizo decisiva cuando conoció a Cuba. El argentino superaba los condicionamientos nacionalistas y las intolerancias políticas, y proponía un principio: “el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social”, planteamiento que hoy está más vigente que nunca, por encima de cualquier coyuntura. Ello no negaba que algunos “escritores con plena responsabilidad de su misión nacional” lucharan por la revolución en sus naciones, y admitía que algunos que vivían en ciudades del primer mundo se diluían en universalismos teóricos desde su cómoda posición. Sin embargo, en su caso personal, se planteaba con lucidez que si se hubiera quedado en la Argentina quizás hubiera seguido la vía del escapismo intelectual, como algunos de su generación, pero, sobre todo, no hubiera adquirido una visión “desnacionalizada” de los procesos revolucionarios. Resumía su trayectoria confesando: “De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad”. Tal vez este resultado sea lo más útil, sincero y ético para un escritor como Cortázar, que había conocido a muchos políticos defensores de la filosofía marxista en las tribunas, pero reaccionarios en el plano personal. La visita a Cuba en 1963 para participar en el jurado del Premio Casa de las Américas lo transformó; antes de hacer el viaje había leído Cuba, isla profética, del norteamericano Waldo Frank, que le despertó “una nostalgia o sentimiento de carencia”, y el encuentro con la Cuba de esos años fue definitivo porque descubrió una realidad deslumbrante, lejos de los prototipos de los vagos compromisos de los intelectuales socialistas con su catecismo del “arte al servicio de las masas”. Lo vivido en Cuba por esos años, durante varias visitas, la realidad real al margen de las recepciones oficiales e invitaciones interesadas, la compartida con Lezama en sus encuentros junto al delirante fotógrafo Chinolope, la de asimilar la cubanía y la cubanidad por la síntesis “mágicopoética, los elementos más heterogéneos; una cultura que abarca desde Parménides hasta Serge Diaghilev”. La Isla lo había “enfermado” de manera “terminal”, y no todos los intelectuales europeos o europeizados estaban ?ni están? preparados para entender la complejidad y las implicaciones que se derivan de su mestizaje. Todavía en 1979, en carta a Haydée, le comentaba su deseo de disponer de bicicletas para Carol, su compañera de entonces, y para él, para pasear por La Habana y conocer mejor al país: “a lo mejor la Casa nos ayuda a que podamos pasearnos en bicicleta”. (1)
A pesar de que Cortázar sabía que “vivir en Europa y escribir [en] ‘argentino’ escandaliza”, estaba dispuesto a asumirse así sin avergonzarse, y aceptaba con dignidad seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia; declaraba no escribir ni para mayorías ni para minorías, sino que tenía su propia poética y que como cada escritor honesto, realizaba su obra por necesidad personal y no para una repercusión específica, nacionalista o folclorista, ni para cumplir un deber político, o para que sus libros pudieran venderse más, pues estaba convencido de que el éxito, por cualquier razón, era un accesorio, pero bienvenido si no condiciona los principios de la poética que se ha trazado el escritor. Se complacía por la recepción de sus libros entre jóvenes latinoamericanos, y la explicaba porque su obra, a pesar de concebirse a partir de la pura imaginación, apuntaba a las mejores aspiraciones del ser humano: hacia una esperanza de futuro, pues un escritor para ser útil debía ser “testigo de su tiempo”, con su propio estilo personal y perspectivas individuales, dondequiera que viviera. En 1967 el peruano José María Arguedas envió una colaboración a la revista Casa, publicada en el número 45, que inició una sonada polémica con Cortázar mantenida en diversas publicaciones periódicas latinoamericanas. Un año después, en la revista peruana Amaru,apareció el primer capítulo de la novela de Arguedas El zorro de arriba y el zorro de abajo(publicada inconclusa después de su suicidio), en la que atacaba directamente a algunos escritores, cuyas proyecciones el peruano consideraba enfrentadas en dos bandos: los que como Juan Rulfo y él mismo solo necesitaban para la escritura el conocimiento de sus pueblos, y los que, como Alejo Carpentier o Cortázar, contra los que lanzaba algunos reproches por su cercanía a la cultura francesa, proyectaban un cosmopolitismo para él innecesario, pues a la larga todos podían ser considerados provincianos, provincianos de las naciones y provincianos de lo supranacional. En realidad, la polémica tocaba la esencia de cómo podía concebirse un proyecto estético y cultural, y también ideológico y político, desde dos lugares diferentes y con requisitos distintos. Es cierto que el sitio donde se escriben y publican las obras y la formación cultural de los escritores condicionan los mensajes, especialmente tratándose del escenario latinoamericano, en que existe un histórico enfrentamiento entre la cultura de los pueblos indígenas testigos del despojo, y la del mestizaje con la cultura occidental; pero también es cierto que resulta imposible descubrir las raíces de lo latinoamericano a espaldas de Europa, y si hablamos de cultura, de Francia, y no hay por qué hacer excluyentes estos temas en pueblos en que el mestizaje es una realidad cotidiana hasta para lo que se considera más tradicional.
La polémica entre Arguedas y Cortázar llegó a ácidas apreciaciones personales: el peruano creía que el argentino era un pretencioso y este último estaba convencido de que el primero era un resentido. Ni lo uno ni lo otro, pues cada uno partía de dos posiciones diferentes, pero no contrapuestas, sino superpuestas. Arguedas reclamaba ir a los pilares de la tradición y descalificaba el profesionalismo de los escritores, mientras que Cortázar creía que la modernidad era inevitable para desconocerla y que el profesionalismo literario constituía una forma de vida posible; el debate incluía también dos miradas: la de los telúricos y la de los cosmopolitas. Arguedas despreció la imagen que dio Life en español con las fotografías del argentino, y puso en duda la ética de su condición de “exiliado” voluntario, tal y como había sido tratado en la revista, pues nunca llegó a entender la opción europea de Cortázar para desarrollar su vida literaria; este se consideró siempre un latinoamericano conciliado consigo mismo y con su permanencia en Francia, pero tampoco llegó a comprender totalmente el arte y la literatura realizados desde una perspectiva americana más local, que no incluyera el espacio y los temas que para él eran paradigmas de su tiempo; Arguedas no estimó ni se percató de la significación de las técnicas empleadas en el Ulises, de James Joyce ?de alguna manera, un irlandés “provinciano” y también universal, como siempre ocurre con lo más valioso?, ni Cortázar comprendió en su complejidad la proyección y el valor de la cultura popular, por ejemplo, en el caso cubano asimilada por Samuel Feijóo ?un fabricador de mitos universales desde la provincia. Desprecios agrios y dardos envenenados, ironía subida de tono y menosprecios por la otredad, enrarecieron una polémica que iba y venía de un lado al otro, atravesando de ida y regreso a los Andes y el Atlántico, ya sin muchos resultados concluyentes, pues se trataba de puntos irreconciliables que no tenían por qué ser excluyentes. De todas maneras se ventilaron prejuicios mutuos incubados en relaciones decididas en medios culturales diferentes, cuando ocurría la última crisis de la modernidad: las relaciones entre los de adentro y los de afuera, el artista y su público, los de condición étnica diferente, los que defendían la misma proyección política a partir de dos sitios y puntos de vistas distintos. En carta de Cortázar del 10 de diciembre de 1969 a Fernández Retamar, le comenta sus desacuerdos con algunos puntos de vistas manejados en una mesa redonda en Casa de las Américas, a propósito del mismo tema, intentando conceptualizar un modelo ideal de intelectual latinoamericano: “Alguna vez hablaremos tú y yo sobre ese traumatismo que se nota en algunos intelectuales y políticos cubanos frente a los ‘compañeros de ruta’ situados en el extranjero; una vez más creo que lo que tú dices en algún momento es muy justo (esos argentinos que conocí en La Habana y que se pasaban el día explicándoles a ustedes cómo había que hacer para defender la Revolución…), por otra parte creo que tú y otros compañeros tienen ahora la tendencia a meternos a todos en la misma bolsa, a insistir demasiado en eso de que vivimos en nuestras Arcadias y que desde allí vociferamos, etc; no es demasiado justo, sabes, y a veces me lleva incluso a ser injusto yo mismo y a preguntarme si entre ustedes ese punto de vista no es, de alguna manera, una forma demasiado cómoda de hacerse una buena conciencia”. (2)
En esa misma carta de 1969, Cortázar le envía a Fernández Retamar el texto “Literatura en la Revolución y Revolución en la literatura” para responder un artículo del colombiano Oscar Collazos(“La encrucijada del lenguaje” I y II, en Marcha, Montevideo, año XXXI, agosto 30 y septiembre 5, 1969), quien en esos momentos y a pesar de tener solo veintiséis años, había sido invitado a dirigir el Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas; Cortázar pretendía publicarlo en Marcha, la revista uruguaya de Carlos Quijano, en el mismo sitio en que ya Collazos había dado a conocer “La encrucijada del lenguaje”, sobre el tema de la creación literaria más reciente y la formación de un nuevo público ?el argentino le envió a Mario Vargas Llosa copia de su respuesta, porque él estaba muy mencionado en este artículo publicado en dos partes, pues no se refería solo a una obra o autor en particular, sino a la de los escritores del Boom en general, que en esos momentos eran todos jóvenes y amigos; posteriormente el peruano se involucró en la polémica. Collazos se fue a vivir más adelante a Barcelona, y además de investigador, se convirtió en un periodista notable y en importante narrador de raíz realista y coloquial, inspirado por la violencia de los barrios donde imperaba el crimen y el narcotráfico, pero de manera muy diferente a como lo había manejado en su artículo de juventud, cuando inició la polémica con el autor de Rayuela. En el artículo de Collazos mencionado, se culpa a los escritores del Boom, y especialmente a Cortázar, de adoptar “estructuras narrativas retomadas de la novelística europea y norteamericana”, de hacer “literatura como ejercicio autónomo del contexto sociocultural y político”, de olvidar la realidad y despreciar la referencia concreta, de escindir la política del ser literario por menosprecio a la realidad. Su autor, influido por la sociología del crítico marxista húngaro György Lukács y sus tesis sobre el significado del realismo del siglo xx europeo en la novela, mantenía una concepción muy estrecha sobre los temas del realismo en la literatura frente al pensamiento político, sin entender el aspecto lúdico, y por ello criticó a la reciente publicación de62 Modelo para armar, y reprochaba a Cortázar, al igual que a Roberto Arlt y Leopoldo Marechal, haber descendido “a un punto culminante al que había conducido la obra de Borges para desbrozar a una literatura de sus excesos, a veces ese trasunto mecánico de sus procedimientos”; en fin, que, según Collazos, tanto el escritor argentino, como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, estaban dando “como válido un tipo de paraliteratura estrictamente formal”.(3)
Posiblemente los escritores del Boom asumieron la posición de Collazos como cercana a las tesis del “realismo socialista”, en concordancia con lo pregonado por entusiastas figuras cubanas involucradas en erráticos procesos y decisiones estudiados bajo el nombre de “Quinquenio Gris”, aunque no pocos afectados le atribuyan más tiempo y otro color. Uno de los criterios refutados por Cortázar a Collazos fue que “la novela revolucionaria no es solamente la que tiene un ‘contenido’ revolucionario sino la que procura revolucionar la novela misma…”(Oscar Collazos, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa: Literatura en la revolución y revolución en la literatura (Polémica), Siglo XXI Editores, México, 1970); esta perspectiva, verdaderamente rebelde y transformadora desde la estética, significaba un desmontaje de las dogmáticas tesis del “realismo socialista” defendidas por Stalin por los años 30, y que ya en la propia época de implantarse eran arcaicas y perversas en la URSS, pues respondían a paradigmas del siglo XIX con la suma metafísica de lo que los estalinistas llamaban “socialista”. Cortázar vislumbró un proceso que a partir de los años 80 fue acelerado por el derrumbe del racionalismo de la modernidad: “Ya no hay nada foráneo en las técnicas literarias, porque el empequeñecimiento del planeta, las traducciones que siguen casi simultáneamente a las ediciones originales, el contacto entre los escritores, eliminan cada vez más los compartimentos estancos que antaño se cumplían por las diversas literaturas nacionales...” (4) La globalización se encargó de hacer polvo los criterios de Collazos y la aparición de Internet los convirtió en “polvo de estrellas”. Hoy hasta Collazos está convencido de que el compromiso del escritor, es un compromiso ético de elección personal, y resultó mucho más importante que cualquier imperativo ideológico, incluida la efímera y cambiante política, cuyos principios se revalorizan cada vez más rápido. No pocas veces esta proyección ha llevado a algunos escritores a una intencionada desideologización o despolitización, que nunca fue el objetivo de Cortázar, pues los creadores, como cualquier ciudadano, tienen diversos criterios políticos, y contraen compromisos, incluso de otra naturaleza, como los religiosos, los étnicos o los de género, trasmitidos o no por sus obras. Tanto para Cortázar, y ahora, para el propio Collazos, el compromiso más importante y permanente es el que nace de la ética personal, sin negar que los escritores sostengan criterios políticos, y que en sus obras, de manera indirecta o directa, se hagan visibles.
Tal vez esta polémica no hubiera tenido la trascendencia o repercusión que tuvo si Collazos no hubiera sido el director del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas; probablemente Cortázar, y seguramente Vargas Llosa, no hubieran respondido, y posiblemente hubo una equivocación: se tomaron las ideas del artículo de Collazos como la posición oficial de la institución, y hasta resulta posible que se hayan imaginado que eran las de Cuba ?aunque un grupo hegemónico de instituciones cubanas de la época las compartía y las estaban implementando, especialmente en el Consejo Nacional de Cultura, no todas las aceptaban, e, incluso, algunas las combatían. Collazos ha asegurado enfáticamente varias veces que no había sido vocero de nada ni de nadie, sino que fue sincero y consecuente con su manera de pensar en aquellos momentos, pero nunca convenció a Vargas Llosa, cuya respuesta fue igualarlo a un “monstruo estalinista”, según las propias declaraciones del colombiano. Sin embargo, Cortázar nunca le mostró enemistad; incluso, la polémica los hizo más amigos y posteriormente el propio Collazos fue aceptando lo señalado por el escritor argentino, pues después comenzó a leer de manera más creativa la literatura, se percató de que no había una realidad, sino muchas, que lo real no estaba separado de lo no real, y comprendió el lado experimental del juego en la producción de Cortázar, de quien puede decirse que fue el más típico neovanguardista del Boom; además, ya sabía que no había que exigirle a cada obra literaria una posición política. Cortázar dialogó con él de manera transparente, pues no resistía ni la ambigüedad ni la manipulación; defendía sus opiniones con deseos limpios de polemizar sobre aspectos conceptuales, tanto en privado como en público, convencido de que el diálogo y el debate eran las maneras más efectivas y naturales de superación y enriquecimiento, que hacían vivir los temas más allá de la apología o la descalificación, y no le quedaban dudas de que las polémicas constituían un ejercicio imprescindible para el intercambio constante y útil entre los verdaderos intelectuales, los profesionales de la palabra y las ideas, más allá de gustos personales, afectos o aversiones. Aborrecía el autoritarismo y lo combatió desde muy joven hasta su muerte. Nunca fue un incondicional porque exigía condiciones para su apoyo, y estuvo siempre presto a enfrentar el dogmatismo ideológico y el quebrantamiento de las libertades personales o individuales. Fue leal a sus ideas y amistades hasta el último momento, aunque el precio fueran prohibiciones, desprecios, omisiones e injusticias. Si bien las polémicas con Arguedas y Collazos, no conciliaron de manera inmediata las respectivas posiciones, contribuyeron a aclarar ciertas categorías, el tiempo hizo su papel y colaboró para redefinir conceptos, enriquecer enfoques y matizar algunas posiciones extremas.
Continuará…
Notas
(1) Ver: revista Casa de las Américas, edición dedicada a Julio Cortázar, La Habana, julio-octubre, 1984, año XXV, núms. 145 y 146.
(2) Ibídem.
(3) Ibídem.
(4) Ibídem.
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