No quiero hacer un elogio académico de Salvador Arias, entre nosotros sería llover sobre mojado recordar las decenas de libros que tiene en su haber, la minuciosidad y hondura de lo conocimientos que posee sobre la cultura literaria cubana y en especial sobre nuestro siglo XIX fundador. Más bien me gustaría repasar los agradecimientos que le debo yo y muchos de los que están aquí presentes y muchísimos más que están dispersos por el mundo, en los más remotos lugares, porque su vocación de servicio es tan inextinguible como la carcajada de los dioses griegos en el banquete olímpico.
Ya tenía leído y muy bien citado a Salvador en mis trabajos universitarios y otros intentos posgraduados cuando, ocupada en mis funciones de especialista en la dirección de literatura, fui a su casa a pedirle que me sirviera como tribunal en una edición del Concurso La Edad de Oro cuya organización había caído sobre mis espaldas de manera desconsiderada por allá por el 88 o el 89 del pasado siglo. Fui a parar a una buhardilla en la que vivía en El Vedado —misma en la vive todavía hoy, ya con amenaza de derrumbe—, y después de una escalera señorial para aristócratas y luego de una escalera de caracol para criados, llegué asombrada a la humildísima morada del aquel sabio en short y chancletas que me acogió un tanto tímido para decirme que sí sin la menor vacilación. Cuando eso no se pagaban los tribunales de los concursos literarios.
Por esos extraños vericuetos a que el destino nos enfrenta, yo, que era muy feliz editando revistas y libros, traduciendo textos, dando clases y escribiendo algunas cosas por mi cuenta y riesgo, terminé muy acreditada y doctorada, todavía no sé bien cómo se me ocurrió, pero sí se que necesité unos cuantos empujones. Y entonces he aquí que me encontré de pronto de colega de Salvador Arias y luego trabajando en su equipo de literatura. Jamás ha ocurrido ni ocurrirá nada tan inmerecido en esta isla. Pero cuando uno está consciente de esas dádivas que le hace a uno la vida, se aprovecha lo mejor que puede.
Cuando uno le dice a Salvador Arias que está estudiando un tema de la literatura cubana y uno se queja amargamente de las búsquedas angustiosas que está realizando, él se aparece con diez o doce citas de las fuentes más inaccesibles, cuando con una sola ya tu hubieras estado tan contenta como si lloviera vino. Y si se trata de estudiantes, se aparece con una bibliografía que ellos necesitarían muchísimas horas para localizar, o entre comentarios, y como quien no quiere la cosa, comienza a hacer conexiones de las que el novato no tiene ni la menor idea, y si es inteligente las apunta corriendo para después. Pero además, todo eso lo condimenta con explicaciones contextuales e interculturales, apoyadas en la música, o en grabados e imágenes de época, y la mención de revistas deliciosas que se están deshaciendo en las bibliotecas.
Lo que quiero agradecer y celebrar con estas líneas es la vida de un buen amigo, un amigo fiel y generoso, quiero agradecer y celebrar sus ochenta abriles, que siga así con ese don pedagógico y esa sabiduría que alimenta y salpica a todo el que le pasa por los alrededores. Gracias Salvador, que vivas saludable más años. ¡Mortifica y protesta, diviértete y enséñanos!, ¡que viva Salvador!
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