En aras de comprender los diversos fenómenos y acontecimientos que hoy ocurren en el entorno de la música cubana, y otras corrientes sonoras que la circundan o con las que interaccionan he tomado tiempo para releer, o revisitar como suelen decir los teóricos exégetas de los fenómenos sociales, algunos artículos, entrevistas, ensayos y/o estudios publicados en los últimos cuarenta años tanto en Cuba como en otras latitudes; muchos de ellos han soportado el paso del tiempo e incluso los hay que aplican a fenómenos que aún no han ocurrido pero que aparecen esbozados.
De todos esos estudios y análisis hay dos libros que destacan, o al menos son los que aplican directamente al caso nuestro en particular; son ellos Imperialismo y Medios masivos de comunicación y Música y descolonización; ambos frutos de los estudios y análisis del músico, escritor y periodista Leonardo Acosta. Lo interesante de estos ensayos es que fueron escritos uno a fines de los años setenta y el otro a comienzos de la década siguiente.
Entre ellos, y posterior a ellos Leonardo Acosta publicó toda una serie de artículos en revistas y periódicos en los que partir de sus vivencias personales y el dominio del jazz y la música cubana complementaba –culta pero animadamente—estos ensayos, y nos presentaba a diversas figuras y hechos de la música cubana y el jazz que habían contribuido con su trabajo a entender y a esbozar sus reflexiones.
Si se mira la realidad social que sirve de marco a los dos textos antes citados, se tendrá una idea de cómo funcionaba en ese entonces la industria de la música –un fenómeno que tuvo su despegue a fines de los años sesenta y que tiene fuertes conexiones con eso que se llama Contracultura—y cómo se estaba imbricando inicialmente con la publicidad en un maridaje que cambiaría las reglas del juego de su consumo y distribución; y el papel que para ese entonces jugaban los medios de comunicación social existentes; es decir la radio, la televisión y la prensa escrita.
Acosta, al final de su texto Imperialismo y medios masivos de comunicación, esboza y anuncia –con sus limitaciones, pero entendiendo el fenómeno que se estaba generando—la llegada de una explosión de medios televisivos que incidirán en la conducta del consumidor de música y le convertirán en un ser compulsivo capaz de modificar sus gustos estético musicales en cuestión de minutos con solo estar sentado ante el televisor, del cual dependería su supervivencia cultural. Anunciaba lo que después conoceríamos como la “generación MTV”.
Esa relación entre un medio masivo tan poderoso en los años ochenta y la industria de la música, a partir del surgimiento y expansión de la televisión por cable fue determinante en la transformación del gusto musical de las generaciones que en ese momento estaban disponibles para acceder a ese medio de comunicación. Se imponían modos de conducta y se estandarizaban actitudes que poco a poco comenzaban a redefinir patrones culturales que formaban parte de la identidad de ciertos grupos sociales o naciones.
Como resultado la industria de la música comenzó a dejar de ser una fuente de “generar consumo y cultura musical” para convertirse en una maquiladora que debía producir las veinte y cuatro horas y siempre tener una novedad a mano para evitar que el mercado se quedara sin producto. Sobresaturar antes de tener un espacio sin cubrir.
Y esos valores de producción no se detenían ante nada. Si se necesitaba modificar o “reinventar” una tendencia o costumbre cultural de una nación X había disponible un ejercito de especialistas y creativos capaces de modificarlas y estandarizar esos valores. Todo es lícito.
Y tenía razón Leonardo Acosta: se redefinía el valor de palabras como éxito, cultura, nación y héroe. Casi cincuenta años después de publicados esos textos el proceso de despersonalización cultural no ha terminado; al contrario, se acrecienta.
Solamente, desde su visión, el jazz y algunas músicas nacionales serán focos de resistencias en “ese conflicto de baja intensidad cultural” que se estaba comenzando a desarrollar. Curiosamente esas músicas nacionales; que habían sido entendidas por algunos hombres relevantes de cultura, tenían en su ADN bien arraigado el cromosoma aportando por la cultura africana y se situaban geográficamente en el continente latinoamericano; en el sur, el caribe y la porción sur del norte.
Cada una de ellas podía ofrecer resistencia firme a esa tendencia unificadora que se proyectaba desde la industria. Ellas buscarían imponer sus ídolos, sus motivos creativos y serían los músicos de esos países o cultores de las mismas quienes podrían frenar o resistir tal embestida.
Curiosamente, la industria también entendió este movimiento cultural que podía oponer resistencia y apostó por no enfrentarla abiertamente. Era más inteligente “convocarla” o acercarse a ella; había espacio para todos y no eran una amenaza a la posición hegemónica que se estaba gestando en materia de consumo musical.
Solo que las reglas del juego cambiaron en el mismo instante que el proceso de globalización copó todos los espacios. Nacieron y se crearon las condiciones para penetrar, hasta donde fuera posible, aquellos nichos culturales a los que no se había podido llegar; y el primer paso fue subvertir aquellos valores o actitudes que discordaran con el diseño ideado de lo que se debía consumir.
Así fue convertida la Salsa Brava en salsa romántica, a las manifestaciones folklóricas se les “modificó” el ropaje y aquellas manifestaciones culturales y musicales que se erigían como focos de resistencia o denuncia social se les aportaron “apoyos” que blanquearon o matizaron sus intenciones; como fue el caso del hip hop; rap en nuestro entorno cultural. Ya no era importante ser resistente o resiliente; ahora importaban los bienes materiales y alcanzar fama y fortuna para dejar de ser un excluido. El lumpemproletariado tenía derecho a sus cinco minutos de fama; era la materia prima ideal para este nuevo producto y tenía los consumidores ávidos de verse representados tal y como son, dispuestos a ser reciclados. Entonces se apeló a “la selección natural” para fomentar esos sueños; en el fondo se pretendía borrar toda forma de identidad. Para muchos era una vergüenza formar parte de esas minorías cuyos rasgos o patrones de belleza y cultura no funcionaban.
Solo el jazz y algunas músicas supieron potenciar y aupar a sus antihéroes. Para ellas lo importante era el talento y dominio del instrumento; con esas armas bastaba para sobrevivir y enfrentar la colonización de nuevo tipo que se estaba gestando. Solo faltaba llegar a los medios masivos, pero a estos no interesaban los antihéroes.
Fue esa la razón que llevó a Leonardo Acosta a escribir y a contarnos, más allá de sus ensayos, sobre aquellas figuras de nuestra música y el jazz que no eran notables, al menos para el gran público, y cuya importancia superaba el paso del tiempo y a ellos se debía parte importante de nuestra fuerza cultural y musical más allá de nuestras fronteras y limitaciones de comunicación.
Fue su reacción a esa visión colonizadora que hoy muchos defienden, no siempre ingenuamente, cuando desde las nuevas tecnologías se aferran a hacernos creer ya validar esa visión de la música y la cultura que siempre está presta a desechar y pocas veces nos ofrece un producto duradero, robusto; lo suficientemente sólido para despertar emociones.
Por ahora, solo queda el jazz, entre ellos el afrocuban jazz. Menos mal que Leonardo Acosta nos alertó de su impronta como antídoto para no ser totalmente colonizados.
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