Toda la casa de Miguel se llenó ese día de un jolgorio de felicitaciones, pero no solo llegar a una avanzada edad fue motivo de regocijo, todos celebraban su cumpleaños pero más valoraban la tremendísima suerte de contar con un ser tan especial y útil en la vida de todos los que le conocen en el barrio, como es aquel hombre que cumplía sus primeros cien años de vida.
Miguel, de extraordinaria sencillez y ojos vivaces tras los gruesos cristales que hoy le acompañan para seguir con la mirada cuanto a su alrededor encuentra y escudriñar en libros, revistas o cuanto documento pase por sus manos en su diario vivir, siempre sonriente, respetuoso y tranquilo.
Cuentan que no hay en el barrio quien no haya llegado a ver a Miguel al menos una vez en su vida para buscar una información, resolver una tarea de la escuela o documentarse sobre un hecho. Menos que menos encontraríamos a quien no haya contado con un Miguel dispuesto a ayudar. Si hasta dicen que también por teléfono se hacen las consultas de cualquier tema. Es que este tremendo cubano es así, con el pecho abierto a la solidaridad y el saber, con una hemeroteca inmensa, cuidadosamente clasificada que ha ido compilando en su día a día.
Martiano incondicional, para Miguel es habitual volver una y otra vez sobre sus enseñanzas, sus frases, su historia. No solo se conoce al dedillo los lugares por donde Martí hizo historia en La Habana, sino que, hace algunos años en visita a La Florida, pidió encarecidamente le llevaran tras las huellas del Maestro en su paso por Tampa y hasta allá por San Agustín donde también estuvo Félix Varela, nos cuenta visitó.
Miguel nació en La Habana Vieja, por Peña Pobre y Aguiar a principios del siglo XX y corriendo el mes de marzo. Recuerda ver desde su casa de entonces el faro del Morro y la bahía, por eso es como se dice, un habanero reyoyo; mas vivir hoy en Santa Fe, cerca igualmente del mar, le asienta. De cuando en cuando adora volver aunque sea de visita a las estrechas callejuelas de su infancia para revisar casa por casa y piedra por piedra, los lugares que tanto recorrió por años pues fue mensajero en la Botica de su padre hasta que se casó y fue a vivir a Jaimanitas con su propia Farmacia. Allí nacieron sus dos hijas y luego de entregar voluntariamente a la Revolución sus bienes en el 59, llegó al pueblecito de Santa Fe donde amplió su universo a tres nietos, cuatro biznietos, dos tataranietos… y más allá.
En sus muchos días de vida no solo ha podido ser testigo de grandes acontecimientos, sino que ha tenido la sabiduría de percatarse y saborear cada uno de ellos. Recuerda la época de la construcción del Capitolio de la Habana, los días duros del machadato, conocer las figuras famosas que llegaban a La Habana de los años cincuenta, los días del triunfo con la llegada de los barbudos desde la Sierra, su entrada a las milicias, el amor imborrable de su esposa. Recuerda Miguel así los días y las noches. Así invita a existir conscientemente.
Como legado bien pudiéramos ver lo esencial de vivir atentos nuestros tiempos, porque cada minuto es único e irrepetible en la historia personal y en la historia del mundo y otra aun mejor, si cabe, hay que dejar una huella de bien en tu paso por la vida, pues si no llegamos a tener el hijo, el libro, el árbol, que decía Martí, por lo menos hacer el bien a los demás. Esa huella salva a todos.
Y así vamos creciendo. Cada día al futuro con más abuelitos por doquier. Ellos con nosotros, nosotros con ellos, nosotros para otros y aprendiendo a ser. Para envejecer mejor el asunto es no poner años en tu vida sino dar vida a tus años, como dice la canción. Ah, y si escuchase usted la otra canción, aquella famosa de Bururú, Barará, ¿dónde está Miguel?, sin temor a equivocarse puede decir: ¾¿Miguel?… está allí en Santa Fe, esperando los doscientos años y ayudando a la gente del barrio.
¡Que así sea!
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