Que me digan feo… y otros prejuicios…


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Pacho, uno de los grandes soneros y boleristas cubanos de todos los tiempos, salió en defensa del gremio de los feos.

Nada podía herir más el orgullo y la autoestima en mis tiempos de adolescencia que escuchar aquellas frases lapidarias que podían definir tu aceptación o no en un grupo o ganar el favor de aquella por la que comenzabas a tener tus primeros suspiros: “… pobrecito, es tan feo que…”; o aquella más condescendiente: “… es una lástima que sea tan feo, con lo bien educado que está y la buena persona que es...” Con ellas se podía decidir, y definir, tu suerte social.

Ser educado o buena persona no eran suficiente para que el aspecto físico dejara de ser determinante en el contexto social de aquellos lejanos años setenta y ochenta ―incluso un poco más allá— cuando se trata de ser aceptado en el grupo; sobre todo en aquella cofradía de niñas que cercanas a los quince años descubrían la existencia de los príncipes azules; de los héroes románticos por los que suspiraban y con los que soñaban un futuro.

Pero no debemos culparlas a ellas. El mal venía de tiempos atrás. Citando al profesor Gustavo Dubouché sentado en su lugar del programa Escriba y lea (todo un feo idílico de la televisión de aquellos tiempos): “… el mal era anterior a nuestra era…”. Lo habían fomentado en un principio la escultura y la literatura; después tocó a la pintura y a la fotografía continuar el trabajo; mientras que la aparición del cine y la televisión cimentaron el ideal de belleza masculina que debía regir el orden social.

La ecuación resultante ―tanto para hombres como mujeres― era bien sencilla: la fealdad era sinónimo de maldad; y como argumentos concomitantes se puede llegar a afirmar que ser feo, pobre y negro era una lotería que nadie quería ganar. De hecho, se podía ser pobre y feo que había ciertas posibilidades de ser aceptado. Pero ser negro era jugar con todas las cartas en contra. Y esa negatividad también venía “de atrás”, no existía ideal de belleza negro a menos que… se fuera mulato donde la calidad del pelo era una atenuante que no siempre garantizaba la aceptación; aunque había, como se sabe, sus excepciones.

Como socialmente ―al menos en apariencia― estábamos todos en el mismo nivel, solo tenía en contra ser negro y feo; aunque culturalmente gozaba de algunos puntos que no siempre eran reconocidos a totalidad como ser buena persona y educado.

Víctima de aquellos prejuicios sociales fuertemente arraigados que aún perviven, renegaba de mi pelo “malo y pasudo”; de mi color de piel y de esa fealdad que me había sido asignada por la vida y que por años se tardó en reivindicar.

Con el pasar de los años “uno se va arreglando” con ciertos atributos como la barba o el bigote y así trascurre el tiempo hasta que descubre que “… la belleza interior…” que se nos achacaba a modo de premio de consolación no era más que un eufemismo social y que se podía llevar con mucho orgullo esa doble condición de ser “feo y negro” o ser “un negro feo”; según el hablante.

Uno aprende a vivir con el dolor de haber sido “el elegido” por cierta damita del barrio como la pareja ideal para bailar su vals de los quince y presentarla en sociedad. Aprende que hay cierto encanto en ser el feo del grupo; sobre todo cuando es asumido como confesor o damo de compañía que conoce determinados secretos. Eso sí; cuidado con mostrar tus sentimientos o decir la palabra equivocada. Se era maldecido y excomulgado.

La vida es dialéctica y, como siempre ocurre, los conceptos y las personas evolucionan o mutan. Un buen día me vi tomado de la mano y abrazado de aquella que en más de una ocasión renegó de mi fealdad y que “solo me aceptaba como amigo”. En su caso no fue evolución dialéctica; fue algo más sencillo llamado feromonas (que contaron con la inestimable ayuda de los poemas de Neruda, entre otros contribuyentes), o simplemente selección natural.

También estaban otras condicionantes propias del momento, siendo la de mayor peso social el cambio del patrón de lo que es bello o lo que es feo. Ahora el antihéroe era el ejemplo a seguir, el de los grandes valores; el que se lleva a la muchacha en el caballo negro.

El concepto de lo que es feo ha cambiado. Las artes, sus principales impulsores, han modificado sus patrones. Ahora Cirano es amado y se permite bajar de su campanario y tomar un café en cualquier esquina de París ―sobre todo después del incendio en Notre Damen; Nelson Mandela y Miriam Makeba redefinieron el orgullo y la belleza negra que muchos en mi generación tenían como tabú.

Solo que ya no lucimos “las pasas” con el orgullo que se debiera, todo gracias a nuestra calvicie que nos hace ahora exhibir toda la humanidad de nuestra cabeza rapada que brilla como bola de billar.

Hablando de las artes y la fealdad, olvidaba que el único defensor que estaba a nuestro alcance en el tema de la fealdad (que yo recuerde) era Pacho Alonso; un músico desconocido para mis hijos y su generación; pero por el que mi madre y algunas de sus amigas y conocidas suspiraron alguna vez.

Pacho, que puede ser considerado uno de los grandes soneros y boleristas cubanos de todos los tiempos, salió en defensa del gremio de los feos; sobre todo después que alguien popularizara aquello de “… usted no puede pasar/la fiesta no es para feos…; tema que se radio y bailó por todos; incluso los involucrados. Pacho que redefinió el modo de decir del cantante de boleros influenciado por el filin. Pacho que ante cualquier inconveniente de la vida respondía alegremente aquello de que “…tiene mendó…”. Pacho que a viva voz hacía pública la única virtud de la que se podía presumir siendo feo; aquello de que “…la suerte de quien no es bonito todos la desean…”

Y tuve suerte. Vivo con una mujer hermosa, que no es clara pero que me ama enloquecidamente (cosa que por momentos me preocupa); que vive orgullosa de ese pelo que Dios, la naturaleza y sus genes le han dado y del que presume…

Soy un feo con suerte. Viendo pasar mi vida, en ese viaje a la adolescencia recordé que a pesar de ser feo hay algunas mujeres que por pudor ―el orgullo me hace callar su nombre― confesaron día que me amaban en secreto y que alguna vez soñaron conmigo… solo que era feo y eso les restaba puntos…

Bendita entonces aquella fealdad que me acompañó por años y no logró hacerme un hombre vil… y que me digan feo, que carajo, a mucha honra.


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