Quién no conoce a un escritor


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Uno de los gratos recuerdos de mi infancia y adolescencia proviene del hábito que me inculcaron mis padres y algunos familiares de visitar librerías y bibliotecas. Tal y como lo lee. Visitar librerías era parte de la formación de muchos de mi generación y ello se debía a un motivo fundamental: la compra de los libros de la colección aventuras de la editorial Arte y Literatura.

Eran libros impresos en papel gaceta; el mismo que con el paso del tiempo se pone amarillo y cuyas hojas a veces conservan esa fragilidad que tiene la fibra de un papel de baja calidad, pero de uso masivo en aquellos tiempos;  y con portadas en tapa blanda.

También contábamos con otro incentivo y provenía de la influencia que tenía sobre muchos de nosotros el programa Aventuras de la TV, aunque la radio también jugó su papel; sobre todo las radionovelas que emitía a diario la emisora Radio Progreso; aunque el peso fundamental, el crédito más importante corresponde a la TV.

Leer era, y es para muchos de nosotros el equivalente a hoy convivir en las redes sociales; con la diferencia de que aprendíamos y vivíamos mundos inusitados cerca de nuestros héroes y sus peripecias.  Emilio Salgari, Alejandro Dumas –padre e hijo—Mark Twin, Sir Walter Scott y otros tantos eran “los influencer” de ese tiempo.

También fueron los años en que la literatura policial se convirtió en la reina de todas las expresiones literarias del país. Fue entonces la gran oportunidad para escritores como Armando Cristóbal Pérez, Daniel Chavarría, Justo Básco, Luis Rogelio Noguera y Guillermo Rodríguez Rivera, entre otros, formaran parte de nuestro mundo.

Pero existían también otros escritores conocidos en ese mismo momento y cuya popularidad nadie ponía en duda; a mi mente acuden los nombres de Onelio Jorge Cardoso, de René Méndez Capote, Manuel Cofiño y algunos otros que disfrutan del placer del olvido de lectores y editores.

Profesiones a las que se les mostraba respeto, sobre todo la de ser escritor

Pero como todo niño de barrio estaba rodeado de personas que tenían diversas profesiones a las que se les mostraba respeto en el momento que su nombre era invocado por vecinos y conocidos. Ese era el caso de algunos de mis vecinos o de personas que vivían en mi entorno. Sobre todo cuando esa profesión era la de ser escritor.

En mi caso había en el radio de doscientos metros de mi lugar de residencia cuatro de ellos. Los más cercanos, a menos de cien metros de mi casa, eran la poeta Marilyn Bobes y el musicólogo (aún no sabía de la existencia de esa especialidad) y editor Radamés Giro; unos cientos de metros distantes pero más cercanos por la confluencia generacional de su hijo mayor Ignacio estaban Georgina Herrera y Manolo Granados.

Con Radamés llegué a intimar años después en el mismo momento que decidí dedicar mis energías a la música cubana y sus acontecimientos. Sin embargo, Marilyn y Georgina me eran más cercanos. Potables como diría cierto escritor; y se debía a eventos sociales que involucraban a las madres y mujeres del barrio  y por carambola a sus hijos.

Inicio de una relación amistosa con Granados

Sin embargo; Manolo Granados era todo un misterio, no solo para mí, sino para todo el barrio, o el vecindario como solía decir mi madre a este pedazo del Vedado en que vivimos por cerca de treinta años.

Es cierto que ya no vivía en las inmediaciones, pero las veces que le vi en la infancia y la adolescencia siempre me llamó la atención su manera de andar. Siempre erguido, pero si uno lo observaba bien parecía flotar, y su rostro para nada era el que uno podía imaginar de un escritor –al menos de acuerdo con lo que hasta ese momento nos había vendido la mitología social y popular de hombres de rostro adusto y mirada enajenada—mostraba una paz rara, como si nada pareciera importarle. Pero no era así.

Pasaron los años y mi vida comenzó a definirse en el mundo de las letras y la cultura. Mis amigos y allegados eran personas que soñaban con alcanzar el sueño y la realidad de ver su obra publicada, su cuadro expuesto, lograr el mejor personaje o filmar la película más conmovedora o controvertida. En fin tocar el éxito con las manos y formar parte de ese mundo “privilegiado” de escritores y artistas en general.

Y ocurrió el reencuentro con Manolo Granados, o para ser más exacto, comenzó nuestra amistad. Fue una tarde de esas en que uno de los lugares en que solíamos reunirnos los aspirantes a hombres de letras y arte estaba cerrado. Se trataba de la casa del te ubicada en el cruce de las calles G y 23. A fuerza de no tener nada que hacer decidí invitar a mi amigo el crítico y escritor Fernando Velázquez Medina a tomar una taza de tilo de la siembra que mi madre tenía a la entrada de la casa. Se nos sumaron también Pelly, el fotógrafo del Caimán Barbudo, y el dramaturgo Amado del Pino que en esos días terminaba de filmar Clandestinos.

A Manolo lo encontramos en la puerta de la UNEAC y sin mediar palabras se incorporó a la comitiva. Estaba a punto de presentar su novela Expediente de hombre. Servido el tilo, Manolo tomó la batuta de la conversación y debo confesar que nadie oso interrumpirlo. Hablo de su vida, de la relación con sus hijos, de sus amores y algunas experiencias picantes que había compartido con algunos personajes de la cultura cubana; fue ese el único momento en que Helio intervino para reír a carcajadas y acotar los motes de los involucrados.

Tertulias sobre lecturas compañadas de una infusión

Aquellos encuentros se repetirían una y otra vez por los siguientes meses y años.  Fueron tiempos de volver a vivir la urgencia de leer ese libro del que solo hay un ejemplar y una larga lista de interesados, como nos ocurrió con la primera edición de dos novelas: El perfume y En nombre de la rosa, que pertenecían a la escritora Lourdes Pasalodos y que había prestado por una semana a Fernando Velázquez.  Otras veces el epicentro de nuestras tertulias era analizar el número más reciente del Caimán Barbudo que por ese entonces dirigía Paquita de Armas y tenía por jefe de redacción al “Benny" Márquez  Rabelo.

Debo decir que hasta el comienzo de los años noventa, en que Manolo se fue a vivir a Europa  al menos un par de tardes a la semana nos reuníamos en torno al tilo que mi madre había sembrado y que se reproducía a velocidad crucero; tanto que Manolo comenzó a sembrar en su casa de la Lisa. Nuestro grupo de tertulianos se desintegró, lo mismo otros espacios en que se reunía parte importante de aquellos que abrazábamos el sueño de ser grandes figuras,  ante las urgencias de esos años.

Fiel a su estampa –genio y figura—Manolo siempre nos sorprendía no solo con alguna historia curiosa, sino con su propia escenografía vital. Recuerdo que un invierno se arropó con un largo sobretodo digno del violento frío polar de color azul profundo, una boina al estilo bolchevique color carmelita y unos guantes de cuero que en su reverso tenían bordadas sus iniciales. Habían sido un regalo de una de sus amantes en los años setenta y el solo lo usaba en ocasiones especiales. Así vestía el día que se despidió de muchos de sus amigos.

He vuelto a encontrar el ejemplar de su primer libro: Adire y el tiempo roto

También le vi llorar como un niño desamparado el día que falleció su hija Anaisa. Sentado en un rincón de la funeraria de Calzada y K –para todos nosotros era Rivero—tenía la cabeza entre sus manos y murmuraba en voz baja el poema que le había escrito al nacer ella. Pasado unos minutos se repuso y volvió a ser el mismo personaje de siempre, solo que era imposible que lograra ocultar sus emociones.

Manolo Granados terminó sus días en París. Dicen que había concluido dos novelas y un libro de poesía y que días antes de su muerte había visitado la tumba de César Vallejo, cuyo poema Trilce sabía de memoria y recitaba siempre antes de tomarse el primer trago con los amigos. Han pasado veinte y cinco años de aquel día.

Lo sé porque he vuelto a encontrar el ejemplar de su primer libro: Adire y el tiempo roto, que me obsequiara para que mi biblioteca tuviera “un posible incunable” y que me autografiara con la frase mágica que siempre decía al despedirse: “…mañana te haré saber de mi siguiente poema… hoy estoy mi cansado y necesito un poco de vida…”

Vale la pena leer a Manolo Granados, tal vez para entender esa zona poco habitada de nuestra cultura en que el orgullo de ser negro y pobre se compensa con un alto sentido de pertenencia y superación intelectual; eso que hoy llaman “alta autoestima”.

 

 

 

 

 


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