En no pocas ocasiones, erradamente, se estima que antes del triunfo de la Revolución no existieron políticas culturales y que solo con este cambio estructural, los asuntos relacionados con la vida espiritual alcanzaron una dinámica en Cuba. Naturalmente el cambio histórico de 1959, dictó otro resultado.
No se trata de enaltecer las estrategias aplicadas durante etapas anteriores, sino de valorar desde esas épocas la evolución de procesos dotados de una diversidad y connotaciones, que con el paso de más de cincuenta años, definen una forma de valores identitarios y no menos contrastantes.
La organización de la sociedad cubana desde entonces, incluía organizadamente y otras de manera arbitraria, las intenciones de instaurar modelos a favor de consolidar las estructuras de dominación incidentes y advertidas luego, en la formación de un carácter y cánones determinantes.
No existe una sola materialización de actos de compromiso con las formas de organización en la etapa colonial o neocolonial, alejada del sistema de instituciones o del discurso constructor de un imaginario socio-político con utilización de los diferentes componentes culturales, bien de aquellos provenientes de la academia, o los reconocidos de una manera u otra desde los expresiones populares en las que siempre se fraguó una tradición. Las instituciones culturales surgidas en ambas etapas, representarían entonces, el modelo más acabado de ordenamiento del pensamiento imperante, sobre las manifestaciones de las artes y de la cultura emergente de las entrañas populares.
En uno y otro momento, avanzado el siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, aparecieron y se extendieron las sociedades de instrucción y recreo, exponentes del fraccionamiento de la sociedad cubana de entonces. Racismo y poder económico, constituían los factores más visibles en el entramado de Cuba, invadido en lo auténtico de la nación.
Al triunfar la Revolución estas instituciones desaparecieron junto al éxito que fue la Campaña de Alfabetización, uno de los acontecimientos más notables del nuevo proceso social de la nación.
Se visibilizaron desde una nueva política, iniciativas como la creación de escuelas para formar especialistas y artistas, la apertura de locales que como las Casas de la Cultura, asumieron ciertas estructuras de funcionamiento de las antiguas sociedades de instrucción y recreo, esta vez con un carácter integrador, y para desarrollar iniciativas hacia todos los puntos de la geografía cubana.
A estos propósitos y sus resultados, asistió un inusitado entusiasmo popular e institucional, desde las otras estructuras del estado y las organizaciones políticas, a pesar de que el papel rector de las actividades de la cultura, de su organización, no siempre se encontraba liderado en las provincias y municipios, por personas con toda la preparación indispensable para acometer los empeños. La efervescencia ante los cambios favorables hacia los amplios sectores, contribuía a crear una especie de espíritu de dirección y asesoramiento colectivo.
La maduración institucional creó en 1976 el Ministerio de Cultura, que sustituyó al Consejo Nacional de Cultura. Su ministro, Armando Hart, un político e intelectual altamente comprometido con los destinos de la cultura cubana, instauró dentro de la política de cambio, fórmulas trascendentes en el sistema de organización para la extender este trabajo, en tanto se propugnaba la protección a las tradiciones culturales y la exaltación del talento de muchas personas desde los lugares más ignotos, para distinguir su aporte a la cultura nacional.
No es menos cierto que las indicaciones de crear en todo el país instituciones homogéneas, no se correspondió exactamente con todas las posibilidades potenciales de éxito, sin embargo las llamadas 10 instituciones básicas: coro, casa de la cultura, galería, banda de música, museo municipal, librería, biblioteca, taller literario, grupo de teatro y cine, movilizaron la vocación artística, crearon un público, fortalecieron el existente y acercaron notablemente a otro, de forma mayoritaria, a las más significativas tradiciones de cada territorio.
Luego la iniciativa de los consejos populares de la cultura, consiguió la extensión institucional de los presupuestos de la política cultural, a una escala mucho más extensiva y socializadora de expresiones diversas de la vida espiritual, con el aprovechamiento endógeno de sus fortalezas.
Transcurrido el tiempo otra dinámica se hizo presente, porque otras agrupaciones surgieron, otras manifestaciones e instituciones se abrieron y una expresión de la política cultural se definió en presente.
No faltan hoy insatisfacciones ante propuestas culturales que pueden ser mejor, pero anteponer hoy la política de la etapa pre-revolucionaria, a la surgida a partir de 1959, no constituye un acto de responsabilidad y si de desconocimiento de verdades históricas.
Que como en otra etapa no pocos directivos sean sujetos alejados de los asuntos de la cultura por vocación y ubicados por designación, ante limitadas respuestas de los sujetos idóneos para superiores desempeños, también es verdad, pero eso responde a otro análisis que obedezca a razonamientos estructurales.
Mientras tanto, sí nos corresponde en cada territorio, que son los espacios de realización de las estrategias de la cultura, preservar con todas las energías e iniciativas, las expresiones de identidad más allá de los discursos y sí desde los metarrelatos en los que se encuentran construidas, las razones para afirmarnos, ante cualquier intento desintegrador.
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