Razones de ser entre Carpentier y la danza (I)


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Nada hay más hermoso que la danza de un macizo de bambúes en la brisa

Carpentier, en Los pasos perdidos

 

La obra de  Alejo Carpentier no podía ser de otra manera: colosal. Premio Cervantes, en correspondencia a su ser de enjundioso escritor, periodista, ensayista, musicólogo, crítico literario, diplomático, profesor universitario, traductor, editor y más. Hombre de vasta y heterogénea cultura que, de singular modo, logró integrar lo real con lo fantástico, lo mítico y alegórico dentro de la riquísima complejidad literaria iberoamericana, marcando siempre por sus conocimientos e inteligencia autoral, sin desligarse de las imágenes más profundas de su expresión literaria. Es así como en Los pasos perdidos, relato abstracto e irreal, se sumerge en la hermosura de la danza de un macizo de bambúes en la brisa, para admirar la coreografía de una rama que se dibuja sobre el cielo. De ese modo, asiente el notable balletómano que, a veces, llegaría a preguntarse si las formas superiores de la emoción estética no consistirán simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado por la danza.

Al decir de Heras León, Carpentier “dejó un testimonio valioso que permite asegurar que no hay un mejor cronista de música y ballet como él”. De sus crónicas sobre ballet, especialmente “por la relación profunda que tuvo con el mundo artístico, desde donde contempló a grandes bailarines y exponentes de la manifestación”, podemos extraer esas fuertes razones de ser que unen su obra literaria a la danza. Acaso, el pasaje donde Vera y Enrique en La consagración de la primavera (novela publicada en 1978) llegan a una fiesta religiosa en un barrio de Guanabacoa, ¿no es de una exquisitez dancística descriptiva ejemplar?

Cuatro hombres se emplazaron en los puntos cardinales del ámbito. Y de súbito empezaron a saltar sin prisas, uno tras el otro, sin prisa, como sin esfuerzo, como levantados por un trampolín invisible y cada salto era más alto que el anterior, acompañándose de un gesto de codos y antebrazos proyectados hacia delante. Los saltos verticales eran ahora cada vez mayores, con recaídas cada vez más breves, en tal suerte que, apenas tocaban el suelo volvían a disparase hacia arriba. Y llegó el instante milagroso, increíble, en que los cuatro hombres flotaron, literalmente en el espacio, sin contacto aparente con el piso.

Nótese que, si decidiéramos situar la literalidad novelada de este fragmento dentro de un entramado coreológico de un guión para la danza, no sería difícil advertir la relación entre corporalidad y gesto coreográfico, donde quizás, Carpentier echara mano a sus conocimientos de la larga tradición que tienen sus orígenes históricos en la presentación del Ballet cómico de la reina, coreografiado por Balthazar de Beaujoyeulx en Francia (1581), pero que ahora nuestro escritor, experimentara una sugerente deriva hacia esas prácticas bailantes de la cultura popular tradicional. La narración del baile de los cuatro negros del solar de Guanabacoa, sedujo la atención de Vera Kall, al punto de poner en boca del personaje una “clase” de crítica balletística comparada.

¡Esto es elevación, carajo!, gritó Vera, usando por primera vez una mala palabra en mi presencia. Siguió la ceremonia, y dijo Vera: Vámonos. Esto ya no tiene interés después de lo otro. Al lado de lo que vimos, el famoso salto de El espectro de la rosa es una mariconada; los Ícaros de Lifar, una miseria (…) Si Nijinsky hubiese contado con bailarines así, su coreografía primera de La consagración de la primavera, no hubiese sido el fracaso que fue. Era esto lo que pedía la música de Stravinski: los danzantes de Guanabacoa y no los blandengues y afeminados del ballet de Diaguilev.

Sin dudas, Carpentier no solo era un creador de explayada cultura literaria y musical, también la danza articulaba ese fino sentido de sus razones para enhebrar relatos, diálogos y situaciones, tal como lo acredita la cita de su “consagración”. Supo el escritor colocar su ejercicio crítico en voz del personaje de la rusa Vera. Tal vez, como iluminación y presagio, de lo que significaría ese ballet hacia el presente de la danza toda. Con Le Sacre de printemps (1913), Nijinsky se anuncia como alucinado portador de la transformación histórica al ser precursor, desde la danza, en llevar a cabo el importante “giro corporal” que rechaza (tal como lo hiciera Isadora Duncan) la dinámica artificial para retornar a la “materialidad” del cuerpo en el espacio escénico y, por lo tanto, situarse en la naturalidad de los movimientos corporales y la recepción de los espectadores. Acaso, ¿el parlamento que Carpentier pone en voz de Vera Kall no resemantiza el baile solariego guanabacoense también como rompimiento de las estructuras clásicas del movimiento? Ah, pero lo hace de manera magistral, al recordarnos lo propuesto por Nijinsky que, con el peso atronador que registra ese acontecimiento en la historia de la danza, es énfasis del vuelco que permite un eficaz retorno a la naturalidad de los movimientos comprendidos dentro de la larga tradición teatral situada en simples, pero comunes gestos corporales.

De amante del arte ballet, de ser profundo conocedor de lo que él definiera como “teatro plástico por excelencia”, a libretista y copartícipe de argumentos danzarios de inherente cubanía, como cuando trabajó con los compositores y músicos Alejandro García Caturla, y con Amadeo Roldán en los libretos de La Rebambaramba y El milagro de Anaquillé, que coreografiara Ramiro Guerra.

En su prolongada carrera de escritor, de promotor cultural, de valioso periodista y crítico, las crónicas y reseñas de ballet, siempre tuvieron un lugar oportuno para sustentar el rigor de la perspectiva cultural, medular para quienes hoy, ciento veinte años después de su nacimiento, regresamos a la sección “Letras y Solfa” de El Nacional, para descubrir esa relación tan entrañable entre Carpentier y la danza. Volvemos para comprender la riquísima complejidad del saber que entraña cómo lo anecdótico (tan recurrente en la crítica de ballet) se auxilia de la referencia erudita para componer un nuevo discurso donde la diversidad de “lo real”, recoloca la perspectiva del lector-espectador, lo traslada al escenario y a la platea, a ese cosmos de la representación escénica que será siempre mucho más extenso y profundo.

Así lo hizo en sus devoluciones del arte interpretativo de Carmen Amaya, de Tórtola Valencia, del zapateado de Roberto Ximénez o de la “técnica transfigurada” de nuestra Alicia Alonso. De la prima ballerina assoluta celebraría sus logros que “cobran un alcance universal, rebasando las insuficiencias de las palabras y las fronteras de los idiomas. Alicia pertenece a la excepcional estirpe de bailarinas que han dejado – a veces no más de cuatro, de cinco veces por siglos- un nombre egregio en la Historia de la Danza”.

 

 


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