Desde los finales del siglo XX, el debate cultural, entendido en sus dimensiones plurales, tal y como lo requiere la globalización mundial y el desarrollo de los movimientos tecnológicos e intelectuales en sus incidencias con la problemática de la vida existencial de los habitantes del planeta, se desenvuelve en torno a la disciplinariedad de los saberes. Sobre lo anterior, hay que admitir, pese a todo lo dicho y escrito, que su concreción aún se torna débil e insuficiente. El reto del presente contra los siglos cargados de unilateralismos científicos exige de mucho esfuerzo y voluntades creadoras. Tampoco puede obviarse la presencia eterna de la inopia intelectual cuando las políticas y los creadores proponen transformar la marcha de los aconteceres hacia la conformación de un mundo social interno y global más racional y justo.
Para suerte del país, los saltos cualitativos en la indagación de su cultura resultan cada vez más evidentes. Varias generaciones se enfrentan a la secularidad escolástica con valentía e inteligencia. Los resultados de la acumulación de conocimientos se evidencian en la solidez de los ejercicios epistemológicos cuyas propuestas mejorarán los destinos de quienes apuestan por una vida sabia y edificante.
Los estudiosos actuales de la historia cultural de Cuba asumen críticamente la extraordinaria obra precedente. Ello resulta axiomático en sus miradas hacia la insularidad descrita e interpretada desde sus diversas entelequias siempre prestas a la movilización de pensamientos. Historia, etnología, antropología, filosofía, arte y literatura son asumidos por quienes desean fortalecer los caminos del mejoramiento humano. Este sentido de pertenencia, raíz de cualquier empeño político, se torna en vocación de quienes emprenden las continuidades científicas sin rupturas lacerantes con el pasado remoto y cercano.
Jorgelina Guzmán Moré conforma esa pléyade de investigadores valientes y audaces. Integrante de un equipo con semejantes cualidades, se ha hecho sentir en los predios del debate cultural con propuestas sólidas y bien estructuradas. Para no pocos especialistas, se ha convertido en referente de obras venideras. Su propia historiografía así lo revela nítidamente. Baste mencionar dos de sus más importantes títulos: Creación artística y crisis económica en Cuba, 1988-1992, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2010 y En torno a la creación artística dentro de la estrategia general del Ministerio de Cultura. Una Mirada de actualidad. En Colectivo de autores: La cultura por los caminos de la nueva sociedad cubana (1952-1992), Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2011; junto a un conjunto de enjundiosos artículos, ponencias e intervenciones especializado en diversos aspectos de las políticas culturales inherentes a la gobernabilidad estatal y al asociacionismo privado durante la república burguesa.
Su obra, diversa y sugerente, denota su asimilación de la historia política, social y cultural de Cuba y de la literatura teórico metodológica universalmente en boga, para suerte de los interesados en el conocimiento del tema.
Minuciosa hasta la saciedad, sus valoraciones historiográficas culturales, menos evidentes en el libro que hoy reseño pero sí en sus quehaceres anteriores, devienen en referentes obligatorios para los investigadores del ramo.
Su libro titulado De Dirección General a Instituto Nacional de Cultura, fue presentado por la Editora Historia durante la presente Feria Internacional del Libro. Aunque es un resultado parcial de una obra mayor, constituye una nueva oportunidad de reflexión para quienes desean aprehender del pasado inmediato al triunfo revolucionario desmontando prejuicios sin negar las condicionantes de una realidad urgida de nuevos entendimientos. Hay visión crítica, como lo exige la Ciencia Histórica, sin desmontajes y ocultamientos innecesarios e incompatibles con sus esencias éticas.
Si bien es cierto que su objeto de estudio es fundamentalmente la fundación, estructura y labores desempeñadas por el Instituto Nacional de Cultura —INC— (1955-1959), la autora recorre sus antecedentes en las políticas culturales estatales desde los tiempos del emblemático intelectual cubano José María Chacón y Calvo hasta los del no menos relevante Raúl Roa García. Pero sobre todo, a diferencia de algunas precedentes incursiones en el tema, nos muestra la compleja sociabilidad de los tiempos convulsos y socialmente contradictorios estrechamente imbricados con las manifestaciones artísticas y literarias de entonces.
Sociedad y política se sumergen en un diálogo permanente con las voces plurales del arte para decirles a los lectores, gracias a la pericia profesional de Jorgelina, que también el horror genera esperanzas y que la cultura es el alma imperecedera de la historia.
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