Cada vez que leo o escucho referirse al denominado Salón de Mayo (que es como ha sido nombrada una sala interior de conferencias y debates del Pabellón Cuba), me pregunto si los jóvenes cubanos de estos tiempos saben por qué se le ha denominado así. No tengo la certeza de que lo sepan quienes concurren a esa instalación multifuncional de El Vedado; incluso personas de edades más avanzadas, sobre todo durante las ventas de productos de las empresas e industrias culturales que allí suelen ocurrir. Lo cierto es que la génesis de ese nombre proviene de un suceso significativo del cual fui guía, junto a otros estudiantes de arte, durante el verano de 1967. Se trata de la presencia entonces en La Habana, precisamente en los espacios en ese Pabellón, del parisino Salón de Mayo, que a sólo algo más de dos meses de haberse inaugurado en la europea “ciudad luz”, viajó a nuestro país y sirvió para un beneficioso encuentro de la gente de acá con lo que estaba sucediendo en esa década dentro del Arte Moderno occidental en transformación.
Cuando se armó la operación logística que haría posible una abierta relación entre aquel Salón y el ambiente social de Revolución Cultural desplegada entre nosotros, se decidió que los que explicarían las obras a los visitantes tuvieran afinada sensibilidad y una información práctica en asuntos artísticos. De ahí que Carlos Franqui, el escultor Tomás Oliva (Director de Artes Plástica del Consejo Nacional de Cultura) y Antonio Alejo, encargado de coordinar la enseñanza de esa manifestación en el correspondiente sistema estatal de escuelas de arte –quienes junto a Carpentier y Lam habían tenido papel gestor en lograr que ese evento de la imaginación se mostrara en nuestro país-, optaran por establecer un cuerpo de guías integrado por alumnos de la Escuela Profesional “San Alejandro” y la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Los estudiantes en cuestión debían radicar en La Habana, puesto que la enorme exhibición tendría lugar en período de vacaciones; y no podían quedarse en la Capital aquellos que vivían en las demás provincias. Solamente nos quedamos a participar un pinareño que ya tenía residencia habanera: Luis Miguel Valdés, y yo, que aunque vivía aún en Manzanillo, fui autorizado a permanecer de modo solitario en el albergue de 23 y 120 (bautizado como “La casa de las brujas”) de Cubanacán. Como ya escribía textos de arte, consideraron que mi labor en la trasmisión de conocimientos sería útil en el grupo designado. Así, un lugar que hoy es sede de las acciones y proyecciones artísticas y literarias de noveles, fue también hace 50 años terreno de la faena dialógica para quienes éramos artífices en formación que no sobrepasábamos los veinte años de edad.
El Salón que había sucedido en el Mayo francés, en Cuba funcionó durante el intenso verano nuestro: fue inaugurado el 30 de julio y se mantuvo durante el mes de agosto. Si en la enorme muestra que se desplegó en el Pabellón Cuba (entonces con idóneas condiciones de ambiente y protección contra aire y viento) se sumaron obras de artistas modernos cubanos representantes de todas las direcciones estilísticas coexistentes aquí durante el segundo lustro de los sesentas, a la vez se estableció en el Centro de Arte Internacional de San Rafael (después Galería La Acacia; actualmente Collage Habana) una exposición selectiva integrada por estudiantes de la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la ENA. De hecho, la mayor parte de los que exponíamos allí fuimos guías en la macro-exhibición sembrada en La Rampa. Un jurado de críticos visitantes, armado por el Comité Organizador del Salón de Mayo, eligió a un grupo de los expositores para que participáramos en la posterior ejecución de ese evento parisino, en 1968. También fueron invitados Manuel Mendive, que era ya un joven creador profesional, y Julio Eloy, cartelista del ICAIC.
Desde la fiesta inaugural, que mezcló a 4 alumnos de pintura de la ENA (1) en aquella afiebrada suma multinacional de artistas ejecutores del mural colectivo diseñado a manera de espiral polícromo, sentimos que estábamos dentro de una experiencia singular de naturaleza estética y, sobre todo, humana. Diálogos sobre distintas perspectivas artísticas, música y alegría, chistes que incluyeron empujar una escalera que hizo caer al reconocido creador que la usaba para pintar su fragmento, ron combinado con numerosos sabores de helado Coppelia, se combinaron durante el tiempo de realización del panel situado a la entrada del Pabellón. Muchas eran las diferencias, emisiones del ego, contradicciones entre poéticas, maneras de asumir el oficio, referencias inspiradoras y fantasías sorprendentes que allí se amalgamaron. Lo cierto es que se trataba de un jubiloso gesto de solidaridad con aquella esperanzadora Revolución insular de los 60s, aprovechado por unos para afirmar su voz en una acción coral de prestigio; pero que para quienes éramos simples individualidades artísticas en gestación, constituyó una fecunda clase de palpable sentido contemporáneo.
Los guías fuimos dispuestos por todas las áreas donde acudía el público deseoso de ver y comprender lo que se mostraba. Debíamos explicar todo lo que nos rodeaba: versiones picassianas de Las Meninas, insólitas imágenes del Surrealismo clásico y de sus seguidores, evidencias del Grupo COBRA, desbordante composición informalista, Expresionismo Abstracto y “máquinas” oníricas, “sico-arte” y visión Naif, cinetismo y Pintura de la Materia, metáforas visuales derivadas de preocupaciones humanistas y Arte Acumulación, objetos cuya funcionalidad era sólo estética y Nueva Figuración narrativa, además de las personalísimas simbologías eróticas. Tuvimos que encontrar recursos comunicativos adecuados para hacernos entender por la diversidad de espectadores que atendíamos diariamente. Y nos vimos hasta en la difícil situación de tener que hablar de una obra cuyo realizador estaba, en ese preciso instante, entre las personas que nos escuchaban. No olvido que manifesté mi personal enfoque sobre el cuadro de grandes dimensiones de título “Stalingrado”, sin advertir que tenía detrás, escuchándome atentamente con el apoyo de un intérprete, al autor: Asger Jorn, a quien en días posteriores pude ver pintar una pared en la Oficina de Asuntos Históricos de la calle Línea. La interacción constante entre la percepción de disímiles personas y la relatividad de significados en las piezas contempladas, transcurría en los interiores del amplio montaje expositivo, en tanto las áreas exteriores eran asidero de ganado vacuno establecido allí por sugerencia de Fidel; porque en esos momentos las ideas del pastoreo intensivo propias de André Voisin eran tomadas con la misma pasión que en nosotros motivaba lo renovador del arte.
Aparte de nuestra labor voluntaria como intermediarios entre imagen artística y espectador, éramos invitados a conferencias (como las muy polémicas sobre el Surrealismo y la “sicopintura” ofrecidas por José Pierre en la Cinemateca de Cuba, y por el Presidente del Comité rector del Salón de Mayo, Yvon Taillandier, en la Biblioteca Nacional y el Museo de Bellas de Artes); servíamos de acompañantes a los creadores del exterior que ejecutaron obras en fábricas y espacios culturales (algunas destinadas a la funeraria “rampera” que en 1968 se convertiría en Galería de Arte Contemporáneo); e igualmente concurríamos a reuniones privadas donde lográbamos interrogar a los artistas foráneos sobre sus presupuestos creativos. A otro que observé manchar con soltura un muro fue a Édouard Pignon; del mismo modo que pudimos apreciar cómo César Baldaccini (“el escultor de la chatarra”) conformaba sus “comprimidos” con los medios productivos de Cubana de Acero. Según opiniones que le escuché a buen número de aquellas reconocidas personalidades del arte -quienes frecuentemente atenuaban el calor de agosto mediante sesiones de playa en el Este habanero- el proceso cultural cubano que tenía lugar en esa década era lo opuesto a la deformación reduccionista y dogmática aplicada al arte y la literatura en determinados países socialistas europeos y asiáticos. Valerio Adami y el crítico Alain Jouffroy me comentaron, casi como si se hubieran puesto de acuerdo, que la idea surrealista concentrada en el lema “la imaginación al poder” se verificaba cotidianamente en la que era llamada “Isla de la libertad”.
No ha sido mi propósito abordar aquí las diversas aristas de la puesta en territorio cubano de aquel importante hecho internacional de las artes visuales, que contó hasta con una hermosa edición seriada de sellos. Publicado por el Sello Editorial Arte Cubano, existe un libro titulado Salón de Mayo de París en La Habana, escrito por la investigadora y curadora Llilian Llanes Godoy, donde se incluyen múltiples aspectos e implicaciones de ese acontecimiento, en alguna medida antecedente de la Bienal de La Habana. A los cincuenta años de ocurrida la activísima exposición, sólo he querido recordar vivencias de mi participación en ella como guía de público. Pues haber vivido por dentro al Salón de Mayo en el 67, palpar lo que trajo de aleccionador para el arte nacional, observar cómo allí se fundieron posiciones progresistas con otras ambivalentes, haber sentido desde ese instante que la diferencia de visiones es lo que legitima al desarrollo de la cultura artística, resultan razones suficientes para que permanezca entre las huellas más influyentes en la ya profusa aventura cultural de mi existencia.
(1) Los cuatro estudiantes de la Escuela Nacional de Arte que aprovechamos la condición de guías para incorporarnos (algunos sin firmar lo pintado) al conjunto de hacedores del Mural Colectivo, fuimos: Luis Miguel Valdés, César Leal, Alberto Jorge Carol y quien ahora esto escribe.
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